Crisis climática: el coronavirus, ¿nuestra última oportunidad?

 Médico pasante en servicio social, Soledad, Chiapas

 

Nota: este artículo cuenta con enlaces a páginas web, resaltados y en color en el texto para su consulta.

 

Media noche del 31 de diciembre de 2019, un brindis, y un comentario atinado: “Que esta década que empieza sea en la que transicionemos hacia unas formas de vida más amables con el medio ambiente. Hoy ya es claro que esa es la lucha que se tiene que hacer.”

Ese mismo día, las autoridades sanitarias de Wuhan, China, habían anunciado un brote de síndrome respiratorio agudo severo (SARS) en 27 personas, y… ya saben el resto.

 

Crisis climática y epidemias

"Nos enfrentamos a la amenaza muy real de una pandemia fulminante. (…) El espectro de una emergencia sanitaria mundial se vislumbra peligrosamente en el horizonte. Si es cierto el dicho de que 'el pasado es el prólogo del futuro', nos enfrentamos a una amenaza muy real de una pandemia fulminante, sumamente mortífera (…) Enfermedades propensas a epidemias como la influenza, el Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SARS), el Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS), el Ébola, el zika, la peste, la fiebre amarilla y otros, son precursores de una nueva era de brotes de alto impacto y propagación rápida que se detectan con mayor frecuencia y son cada vez más difíciles de manejar".

La cita anterior fue tomada de un informe de la OMS y el Banco Mundial publicado en septiembre de 2019[1]. Ahora suenan tenebrosamente proféticas.

El mismo informe utilizaba como ejemplo la pandemia de influenza de 1918, y señalaba que si en la actualidad ocurriera un brote similar, podía matar a entre 50 y 80 millones de personas y mermar en alrededor del 5% la economía mundial; señalaba a la falta de implementación de medidas y protocolos por parte de los gobiernos como principal responsable de la situación de vulnerabilidad. El reporte también señalaba que el riesgo crecía como resultado de la falta de acceso a servicios básicos en las comunidades de escasos recursos, el aumento de la población, el cambio climático y las migraciones.

El informe, por supuesto, pasó desapercibido en los medios y fue ignorado por gobiernos y autoridades sanitarias del mundo, con las consecuencias que hoy conocemos. Pero no es la única advertencia sobre los riesgos inminentes del cambio global que ha sufrido esa suerte en los últimos años.


Fuente: caricatura de Graeme MacKay, Calgary Herald, marzo de 2020, https://calgaryherald.com/gallery/the-heralds-latest-editorial-cartoons/

En octubre de 2018, el Panel Intergubernamental de expertos sobre Cambio Climático (IPCC) emitió su último informe[2], en el que calculaba que el umbral de seguridad del calentamiento global terrestre era de 1.5°C, por encima del cual enfrentaríamos condiciones que pondrían en riesgo la misma habitabilidad de la Tierra. Señalaba que un calentamiento global de 2°C, la meta de los Acuerdos de Paris, en comparación con un calentamiento de 1.5 °C, significaría:

  • La extinción completa de los corales como consecuencia de la acidificación oceánica, con efectos en cascada en toda la cadena trófica;
  • La exposición de diez millones de personas más a inundaciones, por un aumento del nivel del mar 10cm mayor;
  • La disminución de la productividad agrícola en 23%;
  • La exposición de varios cientos de millones de personas más a los riesgos climáticos y la pobreza;
  • El aumento de enfermedades infecto contagiosas como el cólera, el dengue y la malaria, y nuevas enfermedades.

 

El IPCC señalaba a su vez, que de seguir al mismo ritmo, dicho umbral lo cruzaremos para 2030, y para finales de siglo estaremos alcanzando los 3°C. La temperatura global ya ha aumentado 1.1°C desde 1850 hasta 2019, incluyendo 0.2°C sólo entre 2011 y 2015, esto último como resultado del continuado aumento en nuestras emisiones de CO2: del 20% sólo entre 2015 y 2019, según la Organización Meteorológica Mundial.

El Panel también estimaba que es posible lograr limitar el calentamiento global a 1.5°C, pero para lograrlo se necesitarían "cambios rápidos, de gran alcance y sin precedentes en todos los aspectos de la sociedad", con acciones a gran escala tanto de individuos como gobiernos, con una inversión de aproximadamente el 2.5% del PIB mundial durante dos décadas. Se tendría que lograr una disminución de las emisiones de CO2 en 45% para 2030 y su erradicación para 2050. Las energías renovables tendrían que proporcionar el 85% de la electricidad global para 2050. Además, a nivel individual tendríamos que reducir drásticamente nuestro consumo de carne y lácteos, que son responsables del 26% de las emisiones de gases de efecto invernadero[3]; tendríamos que cambiar nuestra manera de transportarnos en favor de la bicicleta o el transporte público, movernos en camiones o autobuses en vez de aviones, dejar de usar secadoras y exigir en general una baja huella de carbono en nuestros productos de consumo, además de consumir mucho menos.

Es difícil no sentir, casi intuitivamente, que debe de haber alguna relación entre la crisis climática antropogénica y la actual pandemia de Coronavirus. Notablemente, tanto el informe de la OMS como el del IPCC señalaban que pandemias como ésta serían una de las consecuencias. Pero, ¿cómo?

 

Zoonosis

La mayoría de las enfermedades infectocontagiosas humanas son o fueron originalmente zoonóticas (es decir, cuyo huésped original es un animal) o transmitidas por vectores. Esto incluye a los virus del Ébola, hantavirus, VIH, los virus de Influenza (porcina y aviar), y los brotes de coronavirus de 2003, 2012 y el actual. Muchas de esas enfermedades se han relacionado con la disrupción ecológica causada por los humanos.

El virus del Ébola sirve como ejemplo para ilustrar el nexo entre esta disrupción y las epidemias. Se sospecha que el brote de Ébola de 2007 estuvo relacionado con la migración anual de murciélagos frugívoros y su paso por una zona de descanso particular en una plantación de palma abandonada que era frecuentada por cazadores locales, en la que probablemente se dió el contacto zoonótico entre murciélagos y humanos[4]. Además, la pérdida de la biodiversidad resulta en ecosistemas más simples en los que la aparición de una infección se hace más probable porque hay menos competencia y regulación cruzada entre especies. Como antecedente, entre 1990 y 2010 se perdió el 10% de los bosques africanos; en África Occidental, una parte considerable de esta deforestación ha sido resultado de la expansión de las plantaciones de palma (lo siento, amantes de la Nutella), aumentando el contacto entre humanos y murciélagos frugívoros (y otros animales) principalmente en la temporada seca, en la que suelen ocurrir precisamente los brotes de Ébola.[5]

No es el único caso. Según el informe de la comisión de la revista médica The Lancet y la Fundación Rockefeller sobre la salud humana en el Antropoceno[6], "Se estima que la mitad de los brotes de enfermedades infecciosas emergentes de 1940 a 2005 han sido resultado de cambios en el uso de la tierra para fines humanos, las prácticas agrícolas y la producción de alimentos. Las áreas de mayor riesgo de emergencia de infecciones zoonóticas son aquellas en las que el crecimiento poblacional es alto, en un contexto de disrupción ecológica y sobrelapamiento de poblaciones humana y silvestres".

En el caso particular de la actual pandemia de Covid, la transmisión zoonótica del virus desde los murciélagos a los pangolines y de éstos a los humanos dentro de un mercado de animales salvajes ha sido ampliamente documentada y difundida por los medios. Sin embargo, un aspecto menos comentado es que este brote fue favorecido por las laxas leyes de protección ambiental y silvestre de China. No es casualidad que tanto el brote de SARS-CoV-1 de 2003 como éste que nos ocupa ocurrieran en mercados de este tipo, donde se amontonan animales de decenas de especies distintas provenientes de todo el mundo. La Ley de protección de la vida silvestre de China, que en su artículo 3 designa a "la vida silvestre como recursos propiedad del Estado" y protege "los derechos e intereses de individuos y entidades para el desarrollo y la utilización de dichos recursos", lleva desde los años ochenta primero tolerando, luego estimulando y finalmente encubriendo a una industria creciente, legal e ilegal, de cría y caza de animales salvajes (algunos protegidos) para consumo humano, consumo casi exclusivamente limitado a las élites chinas.[7]


La tala, la minería, la construcción de caminos y la urbanización alteran el equilibrio de los sistemas ecológicos y favorecen las zoonosis. Fotografía: Samir Tounsi

Así pues, no es casualidad que la mayoría de las enfermedades emergentes hayan surgido en Asia y África, continentes donde la degradación de los espacios silvestres para su uso agrícola y residencial ha sido acelerada durante las últimas décadas y en donde las leyes de protección ambiental y silvestre son más débiles.

Sin caer en la idea de que "es la Tierra sacudiéndose de nosotros", un amigo me comentó hace poco que a su parecer la pandemia opera como un mecanismo de retroalimentación negativa del Sistema Tierra sobre la actividad humana, forzándonos a parar. En realidad, todas las trágicas consecuencias que se proyectan para las décadas futuras sobre la humanidad como producto de la propia actividad humana, son en sí mecanismos de retroalimentación negativa del Sistema Tierra para volver a llevar a la población y actividad humana a su capacidad de carga sustentable.

La "capacidad de carga" de una especie es un concepto acuñado por Darwin para señalar el número de individuos de una especie que podía tolerar o cargar un ecosistema en base a la disponibilidad de recursos y la presencia de depredadores.  Posteriormente, el economista Thomas Malthus lo retomaría y aplicaría a poblaciones humanas, si bien la invención de los fertilizantes echó por tierra su predicción de una gran hambruna global a finales del siglo XIX. Efectivamente, se podría argumentar que el aumento en la población humana desde la aparición de las sociedades agrícolas es el resultado de la elevación artificial de nuestra capacidad de carga a través del avance tecnológico, principalmente a expensas de la invención de la agricultura y los fertilizantes (que implicaron un aumento enorme en la disponibilidad de recursos alimenticios) y de los progresos en la higiene y la medicina (que han "abolido" en gran medida a nuestros depredadores más mortíferos, los microbios). Muchos de estos avances tecnológicos son, sin embargo, insostenibles a largo plazo para el Sistema Tierra, como señala el hecho de que la transformación de ecosistemas naturales en cultivos y el influjo de bioquímicos provenientes de los fertilizantes a los cuerpos de agua sean dos de las principales amenazas para la estabilidad del Sistema Tierra[8]. Desde esta perspectiva, pareciera que nuestra historia es una carrera entre nuestra capacidad de carga, por un lado, y nuestro avance tecnológico por el otro, encontrando siempre maneras de extraer recursos donde ya está todo seco, secando más.

Aunque solemos pasarlo por alto, el grado al que los cambios en nuestras sociedades son determinados o al menos condicionados por cambios climáticos es sorprendente, como parece revelar una serie de estudios liderados por el paleoclimatólogo japonés Takeshi Nakatsukase. En ellos se logró obtener información increíblemente precisa sobre los patrones de lluvias durante los últimos 2,600 años en Japón, mediante el estudio de estalagmitas, corales, núcleos de hielo, sedimentos y sobre todo de los anillos de crecimiento de los árboles y su concentración de isótopos de oxígeno. Al comparar esta información sobre las fluctuaciones de lluvia con los libros de historia del Japón, se comprobó que estas fluctuaciones se correlacionaban estrechamente con las principales épocas históricas de Japón y China, incluyendo guerras, avances tecnológicos, cambios de gobierno e incluso la introducción del budismo a tierras niponas.

La historiografía universal tradicional ha pasado largamente por alto esta relación entre medio ambiente e historia, pero las relaciones dentro de nuestros sistemas socioecológicos se van haciendo cada vez más evidentes. 

La década de los 2010s probablemente será recordada, entre otras cosas, como una en la que se puso en marcha una tendencia global hacia el autoritarismo y los nacionalismos, en contra de las tendencias universalistas y multilateralistas que habían caracterizado al mundo desde el final de la guerra fría. El principal disparador de ese proceso en Europa fueron las migraciones masivas provenientes del Norte de África y el Sahel, y de Medio Oriente, particularmente Siria. En éste último país, la larga guerra civil fue precedida por 3 años de sequía, que según un estudio fue 2 veces más probable debido al cambio climático antropogénico[9]. De igual manera, muchos de los migrantes provenientes de África son refugiados climáticos.

Por otro lado, en la última década más del 60% de los agricultores de café en Guatemala, Nicaragua, El Salvador y México han sufrido inseguridad alimentaria, y según las proyecciones del Banco Mundial[10], para 2050 podría haber entre 1.4 y 3.9 millones de "migrantes climáticos internos" en México y Centroamérica, lo que representaría el 1.9% de la población de la región. Los últimos años han sido particularmente duros para el "corredor seco" de Centroamérica, donde las adversas condiciones climáticas han abonado a la pobreza y la violencia en el triángulo norte, y han forzado a miles a migrar hacia Estados Unidos, estimulando a la base electoral de Donald Trump.

Así pues, no se puede entender la tendencia autoritaria y nacionalista occidental sin considerar la crisis climática. Si bien la tendencia ha sido más notoria en el Estados Unidos y Europa, la tendencia autoritaria no se circunscribe únicamente a los países occidentales: la hemos visto en India, China, Turquía, Arabia Saudita y un largo etcétera. Nuestra región no se queda atrás: Según el informe de Latinobarómetro 2018, ese año el apoyo de los latinoamericanos a la democracia cayó a 48% de los encuestados, el nivel más bajo desde que se tiene registro. En otras palabras, más de la mitad de los latinoamericanos no cree en la democracia, y son indiferentes o están dispuestos a apoyar un gobierno autoritario bajo ciertas circunstancias. Recordemos que esto ocurre de manera paralela a una inestabilidad ecológica cada vez mayor, aunque el origen de la crisis política sea multicausal y encontrar una relación directa no es fácil. Como un ejemplo particularmente duro, con una megasequía que dura ya diez años, Chile está sufriendo de manera particularmente intensa la crisis climática, y uno no puede evitar sospechar que estos fenómenos climáticos deben guardar alguna relación con la compleja crisis política en el país sudamericano.

En todo el mundo, las condiciones climáticas cada vez más adversas fuerzan a la migración a más gente que la violencia; en 2008, 20 millones de personas fueron forzadas a migrar por motivos climáticos, comparados con los 4.8 millones que migraron a causa de la violencia, la persecución o la guerra. Para 2050 el número puede crecer a alguna cifra entre 50 y 350 millones de migrantes climáticos anuales, por aumento del nivel del mar, falta de agua, inseguridad alimentaria, desertificación o pobreza extrema[11], con implicaciones profundas e impredecibles en las sociedades receptoras.


Migrantes procedentes de toda África y Medio Oriente cruzan el Mediterráneo desde Libia hacia Italia. Fotografía: Massimo Sestini, 2014.

La actual pandemia de coronavirus no se puede entender fuera del contexto del cambio global. Ésta es solo la más reciente de las advertencias que hemos recibido en los últimos años, el último de los ejemplos de que la crisis climática ya está aquí. Los incendios en Brasil y Australia son solo los ejemplos más evidentes, pero no son los únicos, y muchos de ellos ya se sienten en nuestras sociedades, aunque las relaciones específicas sean difíciles de identificar.

Las advertencias están ahí. Así que, si el Coronavirus no nos gusta, preparémonos. El Antropoceno va a ser mucho, mucho peor.

 

¿Volver a la normalidad?

 A medida que el impacto inicial de la pandemia va pasando, poco a poco nos empezamos a preguntar ¿cuándo volveremos a la normalidad?

La expectativa inicial de que este fuera un breve contratiempo y pronto volviéramos al Bussiness as usual se ha desvanecido. Nadie sabe muy bien cuándo va a acabar esta pandemia, pero parece improbable que acabe antes de 2021, y probablemente se extienda hasta 2022, o incluso más en algunas regiones. Es posible, de hecho, que no se vaya nunca realmente, y que sigamos enfrentando brotes esporádicos en poblaciones que no habían sido expuestas, o quizás incluso entre personas que ya habían padecido la enfermedad, si los reportes de que recuperarse de la enfermedad quizás no garantiza inmunidad completa resultan correctos.

En el plano económico, desde luego la respuesta a la pregunta de cuándo volveremos a la normalidad parece ser: no pronto. El coronavirus ha desatado una cascada de causas y efectos que durarán años o décadas. Según la OIT, la actual pandemia se está cobrando durante el segundo trimestre de 2020 el equivalente a 195 millones de empleos, y 4 de cada 5 trabajadores están siendo afectados por los cierres de sus lugares de trabajo. Además, alrededor de la mitad de la población mundial labora formalmente en "trabajos vulnerables" al coronavirus, y 2,000 millones de personas trabajan en el mercado informal. Esto la convierte en la mayor crisis desde 1929

La mayoría de esos trabajadores que ya vivían bajo condiciones laborales precarias y frágiles antes de la crisis, trabajando largas jornadas o en múltiples trabajos para mantener a sus familias a flote y sostener un crecimiento económico del que no se benefician. Para los millones de personas que ya vivían al borde de la pobreza, el coronavirus significó solo el último empujón cuesta abajo.

Por otro lado, la magnitud de la catástrofe del coronavirus no sería la misma si en todo el mundo décadas de neoliberalismo no hubieran dejado a las instituciones públicas de salud en quiebra, relajado las leyes de protección del medio ambiente, flexibilizado las opciones de contratación y precarizado las condiciones laborales. Notablemente, los países latinoamericanos en los que la tasa de infección y letalidad del coronavirus son menores son aquellos que han preservado y más han invertido en sus servicios públicos de educación y salud, encabezados por Costa Rica y seguidos de cerca por otros como Uruguay y Cuba.

Entonces, aunque los medios y los políticos han manejado la incipiente crisis económica como de origen estrictamente sanitario, no lo es. De hecho, las voces que anticipaban una crisis económica sonaban desde principios de 2019. El coronavirus fue el factor precipitante de esta crisis, sí, pero a ella nos habían predispuesto la fragilidad inherente de nuestras estructuras económicas, sociales y sanitarias, construidas desde los 80s por la mano invisible del neoliberalismo sobre una base débil pero lucrativa.

Así las cosas, vale la pena preguntarse, ¿realmente vale la pena regresar a la normalidad? ¿Cuánto tiempo puede durarnos esa normalidad frágil?

Antes del coronavirus, la deuda total del mundo era tres veces mayor que todo el Producto Interno Bruto del mundo, y eso era considerado normal. Antes del coronavirus, se dinamitaban montañas y pueblos enteros para extraer petróleo u oro, porque sacrificar la salud ambiental por el bienestar de la economía aceptado como normal. Antes del coronavirus, era normal que se forzara la sobreproducción de alimentos, aunque eso significara el agotamiento y la desertificación de las tierras, para que al final tiráramos la mitad de ellos a la basura (¡la mayor parte del desperdicio de comida proviene de nosotros, los consumidores finales!). Antes del coronavirus, lo normal era el neoliberalismo, y aceptábamos también como normal la precarización laboral, la acumulación de riqueza, los recortes a los servicios de seguridad social y salud y la devastación del medio ambiente. Antes del coronavirus, vivíamos un sistema en lo que lo normal era expoliar el medio ambiente para mantener una sobreproducción forzada, que sin embargo fallaba en darle a la mayoría de las personas seguridad alimentaria e hídrica, educación, seguridad y un modo de vida espiritualmente significativo y terrenalmente satisfactorio; en esencia, una vida digna. Lo normal era que la Vida, en todas sus distintas formas y expresiones en la Tierra, fuera arrancada y transformada en dinero por una maquinaria económica voraz que hace justamente eso: transforma vida en dinero. ¿No hemos convertido acaso a la naturaleza en nuestro proletariado? ¿No subsidia la devastación ambiental los bajos precios de nuestros productos?

A su paso, el modelo económico dominante ha destruido ecosistemas completos y con ellos cualquier otra forma de subsistencia que no sea el trabajo remunerado, obligando a poblaciones enteras a servirle, encadenadas a trabajos miserables por sus bajos salarios, porque sin ellos ya no pueden subsistir en un mundo devastado, de tierras agotadas, ríos secos, bosques talados y lluvias irregulares. Millones de seres vivos, humanos y no humanos, vivían ayer y viven hoy bajo el sufrimiento más absoluto, y eso era normal. Y la normalidad que nos prometía el futuro en esa dirección era mucho peor. Así pues, como señala Cylvia Hayes, lo normal nos estaba matando.

Así que no nos engañemos, el motivo por el que Donald Trump y sus semejantes han tratado una y otra vez de minimizar las dimensiones de la crisis no es porque sean idiotas (y no estoy diciendo que Trump no lo sea) sino, sobre todo, porque pone en evidencia la falsedad y la fragilidad del sistema al que representa. Porque es posible que, por fin, nos demos cuenta de que hemos estado sacrificando nuestra salud y nuestro futuro por cristalitos brillantes.

El coronavirus ha revelado toda la fragilidad de nuestros sistemas, que hasta hace poco parecían fuertes, imparables. De nuestros sistemas económicos, sanitarios, nuestros sistemas alimenticios, de la logística y transporte.

  

Una nueva normalidad

Todos sentimos que el mundo no va a ser igual, que habrá un antes y un después.

La actual pandemia no ha derribado ni va a derribar el sistema económico que fue parcialmente responsable de su alcance y magnitud; sin embargo, el virus ya ha derribado uno de los principales pilares del mismo y a la vez uno de los principales obstáculos entre nosotros y el cambio, un obstáculo cognitivo: la creencia inconsciente en la normalidad y la estabilidad del mundo y la sociedad como los conocíamos. Hasta hace apenas unos meses, el público general era indiferente a las advertencias sobre los riesgos de un futuro catastrófico como producto de nuestro ritmo y hábitos: todo sonaba demasiado abstracto, demasiado lejano a nuestra realidad. Ya habíamos escuchado que el cambio global provocaría huracanes, sequías, hambrunas, sed, incendios, migración, guerras, epidemias. Sabíamos todo eso, lo habíamos escuchado mil veces, pero inconscientemente: no lo creíamos. ¿Quién que haya crecido y vivido en la comodidad de una gran urbe, donde el agua sale de la llave (y además caliente), donde se encuentra todo en un supermercado, donde nuestra basura desaparece de nuestras vistas cada martes y jueves y donde uno puede pasarse toda la tarde viendo memes en internet, quién hubiera creído que todo eso podía suceder realmente? ¿Quién hubiera pensado desde la cima del monte Palatino que Roma alguna vez caería?

Para quienes hemos sido lo bastante afortunados para crecer en lo que han sido los últimos 75 años más pacíficos y estables de la Historia en algunos lugares del mundo (por supuesto que no en todos), que todo nuestro sistema socioeconómico pueda colapsar suena absurdo. Sencillamente no formaba parte de nuestra concepción del mundo. Y a la hora de plantearnos nuestras rutas de vida hacemos planes como si el mundo fuera a seguir siendo el mismo que en las últimas décadas.

Eso es justamente lo que tenemos que hacer ahora: pensar en ese futuro sórdido cada vez que elijamos qué estudiar, en qué trabajar, dónde vivir, qué comer, cómo transportarnos y qué comprar. Mientras más pensemos en ese futuro antes de actuar, más probabilidades tenemos de tomar las decisiones correctas y disminuir la magnitud de la catástrofe. Porque si bien la catástrofe ya es inevitable, quizás logremos aplanar la curva de la Crisis Climática, y cada acción cuenta.

Nadie puede predecir cómo será el mundo después de esta pandemia. Nadie. Pero no se trata de predecir si el mundo será tal o cual cosa. Somos nosotros los que determinamos ese futuro, con nuestras acciones y también con nuestros silencios. Hoy se trata de darnos cuenta de eso. Cualquier cambio que podamos instaurar en nuestras vidas, vecindarios o comunidades que ayude a favorecer nuestra sustentabilidad alimentaria, acuífera y energética y a estrechar las relaciones con las comunidades de las que formamos parte es una acción afirmativa a favor de la vida, la comunidad y de un futuro mejor.

Y este es un momento de oportunidad.

El único ganador de la pandemia ha sido nuestro planeta. Se estima que como resultado de ella, las emisiones de carbono este año podrían reducirse en 5%. Sólo en China, se redujeron entre 18 y 25% entre febrero y marzo.  Desde que se desató la crisis por el coronavirus, no solo se han reducido las emisiones de gases carbónicos, sino también el consumo de electricidad y la contaminación atmosférica se han reducido.  A la Tierra, nuestro planeta, se le ha dado un respiro de nuestra sostenida actividad destructiva, y los animales vuelven a los espacios naturales, el agua se limpia y el cielo se aclara. El coronavirus ha logrado más por frenar la crisis ecológica que decenas de acuerdos multinacionales en las últimas décadas, todo porque hemos sido forzados a pausar la maquinaria. Son buenas noticias: hemos descubierto que la Vida se puede regenerar rápidamente si le damos la oportunidad. Pero sin cambios estructurales este respiro para la Tierra será fugaz.

Como señala Kavita Byrd, otra cosa positiva que nos ha enseñado esta crisis es que nuestros gobiernos son capaces de tomar rápidamente medidas radicales aún a costa de hacer grandes sacrificios económicos a corto plazo. No lo han hecho con otros colapsos ecológicos inminentes porque no son tan evidentes ni juegan tanto con nuestra psique colectiva como un virus asesino. Pero ahí están, cobrándose vidas, y el virus nos ha enseñado que los desequilibrios en el Sistema Tierra nos afectan a todos, incluso a los ricos, y llevar a cabo estos cambios es posible y está en beneficio de todos nosotros.

Como última señal de oportunidad, la caída en los precios del petróleo probablemente será prolongada y sacará del juego a muchas empresas cuyos costos de producción rebasan los precios del mercado. Algunos países como Rusia y Arabia Saudita pueden producir petróleo por menos de 10 dólares el barril, pero otros países y empresas donde el costo de producción es más alto (y México es uno de ellos) probablemente no puedan volver a mirar al petróleo como una fuente confiable de divisas. El petróleo pesado que produce Venezuela y el "shale" que produce Estados Unidos también se han vuelto un terreno de inversión demasiado riesgoso y con más pérdidas que ingresos. Quizás es una oportunidad para que por fin se cancele el ya más que evidentemente absurdo proyecto de la refinería en Dos Bocas. Y si bien no está herida de muerte, la industria petrolera sin duda habrá perdido parte de su poder e influencia respecto a la década pasada, con pocas compañías compitiendo entre sí, con los precios y las ganancias sostenidamente bajos. Aunque el petróleo barato significa energía barata para una sociedad empobrecida, este momento también es, tanto para las naciones como para la industria, una oportunidad para moverse hacia el mercado de las energías limpias.

Cuando el paso de la industria parecía imparable, se ha abierto una ventana de oportunidad. Probablemente es la última. Si en algún momento tendremos la oportunidad de exigir un cambio de rumbo a nuestros gobiernos y de poner en práctica uno en nuestra propia vida cotidiana, es ahora. En medio de toda la pandemia, este es un momento de esperanza para el mundo.

Dentro del corazón de la Humanidad está el potencial para convertirnos en los guardianes de la Tierra, utilizando nuestros conocimientos y tecnología para procurar su bienestar y equilibrio, pero solo podremos asumir ese rol cuando dejemos de ver a los otros seres vivos de este planeta como recursos y los empecemos a apreciar como la familia que son. ¿Cómo podemos hacer más grande el círculo que traza la palabra nosotros? ¿Podemos hacerlo lo suficientemente amplio para que vaya más allá de débiles identidades raciales y nacionales y nos incluya a todos? No solo a todos los seres humanos: ¿a todos los seres vivos de este planeta?

El coronavirus ha sacudido profundamente nuestras creencias en el mundo. Es momento de que la crisis que ha derrumbado viejas certidumbres se convierta también en impulso para imaginar nuevos mundos, nuevas normalidades.

Porque hoy queda claro que la nueva normalidad que necesitamos es una en la que el procurar a todas las formas de vida y al equilibrio natural de nuestro planeta Tierra sea el propósito fundamental de nuestros sistemas y articulaciones sociales, no el dinero. Esa es hoy la gran y única lucha, y a eso se resume todo.

¿Podemos imaginarnos un mundo así?

Si se cumplen los pronósticos del IPCC y en 2030 superamos el umbral de calentamiento de 1.5 °C, estamos iniciando ahora mismo la última década del Holoceno. Que el coronavirus sea una sacudida providencial para que la década de los 2020s sea recordada mejor como la década en la que nos dimos cuenta, y emprendimos el cambio justo a tiempo.

Este es el momento para exigir el cambio y para implementarlo en nuestras vidas. Es ahora o nunca.


Langures en el templo de Jánuman en Jaipur, India. La mitología hindú considera a estos primates como encarnaciones del dios Jánuman, por lo que son protegidos y mimados en varias regiones del país. A través de la espiritualidad se articula el respeto y la adoración a la Vida. Fotograma tomado de la serie BBC Planet Earth II, 2016.

 

[1] Organización Mundial de la Salud (2019), “Global Preparedness Monitoring Board. A world at risk: annual report on global preparedness for health emergencies”. Ginebra: World Health Organization; Licencia: CC BY-NC-SA 3.0 IGO.

[2]  International Panel for Climate Change (2018), “Summary for Policymakers”. En: Masson-Delmotte, V., P. Zhai, H.-O. Pörtner, et al. (eds.), “Global Warming of 1.5°C. An IPCC Special Report on the impacts of global warming of 1.5°C above pre-industrial levels and related global greenhouse gas emission pathways, in the context of strengthening the global response to the threat of climate change, sustainable development, and efforts to eradicate poverty” [En Prensa].

[3] Poore, J., & Nemecek, T. (2018). “Reducing food’s environmental impacts through producers and consumers”. Science360(6392), 987-992. doi:10.1126/science.aaq0216

[4]  Whitmee, S., Haines, A., Beyrer et al (2015). “Safeguarding human health in the Anthropocene epoch: Report of the Rockefeller Foundation-Lancet Commission on planetary health”. The Lancet, 386(10007): 1973–2028.

[5] Ibídem

[6] Ibídem.

[7] Sigal Samuel. “The coronavirus likely came from China’s wet markets. They’re reopening anyway”. Vox. Recuperado el 1 de mayo 2020 de https://www.vox.com/future-perfect/2020/4/15/21219222/coronavirus-china-ban-wet-markets-reopening

[8] W. Steffen et al. (2015) “Planetary boundaries: Guiding human development on a changing planet” Science 347, 1259855.

[9] Kelley CP, Mohtadi S, Cane MA, Seager R, Kushnir Y. (2015) “Climate change in the Fertile Crescent and implications of the recent Syrian drought”. Proc Natl Acad Sci., 112: 3241–46.

[10] Global Preparedness Monitoring Board (2019). “A world at risk: annual report on global preparedness for health emergencies”. Geneva: World Health Organization.

[11] Whitmee et al (Op. Cit).