2022

Editorial 68: Volcanes

Odio a los indiferentes. Creo, como Friedrich Hebbel, que ‘vivir significa tomar partido’.
No pueden existir quienes sean solamente hombres, extraños a la ciudad.
Quien realmente vive no puede no ser ciudadano, no tomar partido.
La indiferencia es apatía, es parasitismo, es cobardía, no es vida.
Por eso odio a los indiferentes. 
La indiferencia es el peso muerto de la historia.
Es la bola de plomo para el innovador,
es la materia inerte en la que a menudo se ahogan los entusiasmos más brillantes,
es el pantano que rodea a la vieja ciudad y la defiende mejor que la muralla más sólida,
mejor que las corazas de sus guerreros, que se traga a los asaltantes en su remolino de lodo,
y los diezma y los amilana, y en ocasiones los hace desistir de cualquier empresa heroica.
A. Gramsci1

 

[1]

Sin decaimiento alguno en el ánimo, ni pretensión efectista, no hace falta mucha perspicacia para constatar que a nuestro planeta le están brotando picudas protuberancias por doquier, de las cuales emanan vapores y humos y se expelen rocas ígneas, ceniza, lava incandescente. Algunos conos emergen del fondo del mar coronados de plástico; otros, clásicos pero sin memoria, se reactivan una y otra vez: son las guerras, ahora en una modalidad no nueva pero sí creciente de asesinatos a distancia. Y si los geólogos y vulcanólogos afirman que los volcanes son generados por la dinámica interna misma del planeta, en cambio, al parecer estas prominencias inquietantes, estas jorobas volcánicas que se alzan ahora en la sala de nuestra casa común no son de factura geológica, sino grandes abscesos y pústulas antropogénicas.

Una de esas protuberancias se ha desintegrado progresivamente y ahora aparece en órbita, emulando a los anillos de Júpiter, pero conformada por desechos, por remanentes de materiales lanzados desde la Tierra, como anuncio a los forasteros de su inminente llegada al planeta: pedazos de cohetes, satélites obsoletos, desprendimientos de cápsulas espaciales, restos de restos circulando a muy elevadas velocidades alrededor del globo, convertidos ya en un riesgo de colusión no sólo con cualquier magnate que se le ocurra pavonearse por ahí -que los hay- sino con cualquier nuevo lanzamiento espacial.

A su vez, pululan agrupados por las corrientes marinas, enormes cantidades de desechos plásticos en lenta desintegración, grandes o verdaderamente minúsculos, intrusivos y ubicuos, también tragados por aves y peces que los confunden fatalmente por alimentos. Y así, como si hiciera falta, reaparece otro absceso de la esta serie, ya de vieja data, con un gran terremoto en Europa Central, donde misiles, drones, proyectiles de muerte se ceban en la población ucraniana, en desprecio de la diplomacia desde todos los bandos, con los líderes europeos occidentales que sonrientes, bajo la bandera de un fósil de la guerra fría en busca de enemigos, y comandados por el jefe norteamericano de la pandilla, le vierten sin reparo combustible al cráter, para beneplácito de la industria de armamentos, y este brote trae aparejadas medidas tan torpes de “castigo” que ya impactan a la economía de lejanos pueblos vulnerables, anunciando hambruna. Volcanes demenciales todos, incluido el propio de la virosis de muchas cabezas que no cede y pone de relieve la desigualdad imperante que le sirve de sustrato y la avidez mercantil de los hábiles productores industriales de vacunas.

En tanto, nuestros tradicionales volcanes autóctonos atestiguan, impávidos, el surgimiento en territorio nacional de esas protuberancias artificiales de factura humana, que emiten gases criminales a una atmósfera ya de tiempo atrás trepidante: cráteres profundos de inseguridad, de impunidad, de abuso de la palabra y de brutalidad naturalizada… y el catálogo apenas comienza a ser enunciado… ¿Para qué seguir? 

Seguir para no eludir, porque al fin y al cabo estamos ante -o dentro de- un solo volcán antropogénico, impulsor y origen de todas esas diversas emanaciones tóxicas del atropello a la vida. Ese cráter que convoca a todos los cráteres, ese volcán madre de todos los volcanes, es la ceguera moral de la que se ocupaba Zygmunt Bauman[2]: la pérdida de la sensibilidad, el dominio de la racionalidad instrumental en las relaciones humanas; la por él denominada “adiaforización” de las conductas, es decir, la indiferencia, la distancia naturalizada ante el sufrimiento del otro, su irrelevancia impuesta mediante la racionalización creciente y esterilizante de las emociones y los sentimientos y también su cálculo e instrumentación, que va permeando en muy diversos ámbitos, desde la política general hasta la cotidianidad inmediata de las instituciones e individuos concretos. No es en absoluto un asunto retórico.


Fuente: https://www.geovirtual2.cl/geoliteratur/genLudwig-vulkan02.htm

Esta ceguera moral se caracteriza porque poco vale la vida del otro si no sirve a mis intereses, y ese “otro” puede ser un ser humano, o un océano, un pez, una colonia urbana, una joven con su futuro y sus sueños brutalmente truncados, un territorio en devastación, un joven habilitado como soldado para asesinar o ser asesinado, un adolescente asfixiado en un trailer, pagando el pecado de aspirar a una vida mejor y la culpa de su propia precariedad, un anciano abandonado a su suerte: al fin y al cabo, la pérdida de sentido es el magma del que se nutren estos volcanes, la pérdida de sentido trascendente de la vida, que transita por las vías de la exclusión y de la ausencia programada: la vía del predominio del capital sobre el trabajo, la vía de la colonialidad, la del patriarcado, la de la democracia ficticia, la del fundamentalismo religioso, a cuyo son conjunto bailan grotescamente sus expresiones ya inmediatas: el cambio climático, la manipulación de la información, la vigilancia y el modelaje tecnológico de las conductas y las expectativas de los seres humanos, la pérdida de la libertad, la contaminación de aguas, tierras, aires y conciencias, la pérdida de biodiversidad, etcétera. Sin embargo, el diagnóstico radical no es suficiente y la prescripción que se desprende no es fácil de concretar, aunque necesaria. Se encuentra, en parte, en la necesidad de descubrir un sentido de pertenencia como alternativa viable a la fragmentación, la atomización y la resultante pérdida de sensibilidad (Donskis 1) que reside en la médula de cada uno de esos volcanes. Una alternativa que se finca en la convicción gramsciana de enfrentar al pesimismo de la inteligencia con el optimismo de la voluntad, como de hecho hiciera el lúcido pensador y hombre de acción con su propia existencia, y quien, destacaban quienes lo conocieron, no se perdía en el monólogo de su vida, sino que, de manera hoy inaudita, escuchaba al otro.

Este sentido de pertenencia, hoy imprescindible, se nutre sin embargo de aportes precisos de reflexión como los que siguen, convocando directa o indirectamente, desde diversos ángulos y sin ínfulas, al rescate de la sensibilidad y a la construcción del propio criterio. En este número del Volcán Insurgente, Susana Gómez Serafín  y Ricardo Martínez Magaña presentan un amplio trabajo sobre el Acueducto de Zempoala en el estado de Hidalgo; Mariana Alcántara Lozano se ocupa de los obreros textiles y las fábricas de Río Blanco en Veracruz y Soledad Vista Hermosa, en San Agustín Etla, Oaxaca; Verónica Aguirre reflexiona sobre los museos, vistos en la tensión entre los polos de la revolución y del saqueo; Desde Honduras, Juan Almendares devela la otra cara de la mentira respecto a la migración y el hambre; a su vez, Raúl García Contreras, a partir de su propia experiencia, se ocupa de las voces no escuchadas de la pandemia, a propósito de la COVID-19 en un hospital público de Morelos y finalmente, la reflexión del historiador Felipe Echenique March parte de una pregunta: ¿Podrán ejercer plenamente su derecho a la autodeterminación los pueblos y comunidades del sur sureste mexicano, respecto al mal llamado Tren Maya y el Corredor Interoceánico?.

Agradecemos a nuestros colaboradores y lectores su aporte y visita a esta erupción más de nuestra revista.

 

[1]    Gramsci, Antonio (2011)[1917]. Odio a los Indiferentes, Barcelona: Ariel.

[2] Bauman, Zygmunt y Leonidas Donskis, Ceguera Moral. La pérdida de sensibilidad en la modernidad líquida, Paidós, México, 2015.