Número 6
53 Los años han pasado, pero la reflexión de Barre - ra no pierde actualidad alguna. Remite al problema persistente del estatuto de subciudadanía impuesto en los hechos a los pueblos originarios del país, a la ausencia programada en que sobreviven a pesar de tantos embates y discursos y también –y no menos importante- al sentido que ha de tener el trabajo científico en una sociedad como la nuestra, marcada por la desigualdad y la exclusión. Por supuesto, la posición de Barrera no im - plicaba una especie de exclusión inversa de tono fundamentalista, la de pretender a la etnobotánica como coto exclusivo de investigadores proceden - tes de las “minorías culturales”, sino una adver - tencia de elemental lógica, tendiente a superar la idea de objetivar al otro y a sus recursos desde un interés ajeno a ese otro, y en particular, tendien - te a cuestionar el utilitarismo de las prospecciones que instrumentan los saberes y recursos de esos “otros” con fines meramente extractivistas. Hoy, incluso la corriente de la antropología poscolonial postula precisamente la necesidad de que sean los integrantes de las etnias en estudio, quienes defi - nan, desarrollen y apliquen esas ciencias desde la realidad interna de los grupos étnicos. Como seña - lan Augé y Colleyn (2005: 130), en la década de los ochenta apareció en la literatura antropológica la expresión “antropología indígena” para designar los estudios llevados a cabo por investigadores surgidos de grupos minoritarios; sin embargo, hoy, destacan, ya no podemos pensar la antropología como la importación del patrimonio de las socieda- des de transmisión oral al ámbito de lo escrito. Y el contexto de ello es, a su vez, algo implícito en lo ya planteado por Barrera hace 35 años: lo que Santos describe ahora como “el fin de los descubrimien - tos imperiales” ante la violencia civilizatoria de un razonamiento en crisis, donde “transformada en recurso, la naturaleza no tiene otra lógica que ser explotada hasta la extenuación” (2005: 149). Ahora bien, regresemos al discernimiento y cri - terio del primer director del centro INAH Morelos- Guerrero, plasmado en un documento abiertamen- te, en un aspecto concreto de su función, pues aun cuando esos elementos puedan hoy parecer algo atí - pico o inverosímil, resulta que existía una toma de posición, un juicio basado en principios definitorios que emanaban de una convicción asumida respecto a la función del Instituto en cuanto a su cometido social. No sobra recordar que el INAH era dirigido entonces por el antropólogo social Guillermo Bonfil, académico autor de la obra referencial “México Pro - fundo”. Angulo se pregunta sobre las implicaciones
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