Número 25

18 los vidrios molidos, a perder la calma, a perder la cordura, a perderlo todo a cambio de la esperanza de saber que algo ha cambiado. Ellos saben que la apuesta tiene un alto costo; pero están dispuestos a pagarlo. Los padres están condenados a dejar a sus hijos, y los hijos están condenados a dejar a los padres. Están condenados a dormir en suelo duro, a pasar hambre y frío. Aprenden canciones y las entonan como himnos, apaciguando así la so - ledad. Gritan consignas y se desgarran la voz que exige ser escuchada. Son capaces de sentir el dolor ajeno como si fuera propio, y de pelear por la justicia como si en ello se les fuera la vida. Se condenan a la indiferen - cia sembrada por el mismo sistema contra el que luchan. Son llamados alborotadores , revoltosos , comunistas , huevones , rojos , anarquistas , inconfor- mes , intransigentes , pseudo-estudiantes, y son tra - tados como delincuentes. Los ojos se les llenan de rabia, y las manos de impotencia cuando presencian alguna injusticia. El estómago se les contrae, los dientes se aprietan y los músculos se tensan. Se convierten en blanco de amenazas, de la intimidación y la persecución. Co - nocen el miedo, y la fuerza dentro de sí, los obli - ga a ser valientes. Han llegado demasiado lejos, no pueden claudicar ahora. El miedo se convierte en coraje, y se abre su pecho para entregarse a la lucha sin reservas. En la noche una guitarra suena. Café, tabaco y alcohol acompañan la alumbrada. Los compañeros se vuelven familia. Las canciones evocan recuer - dos de una vida que –sin darse cuenta- han dejado atrás. Vuelven suyas las calles, sus gargantas dispa - ran el puño que ha de ser clavado en las fauces del mismo sistema que los condena. Lo apuestan todo, con la seguridad de nada. A cada paso avanzado, la incertidumbre crece. El can - sancio pesa, pero es opacado por el deseo de ver cumplida la utopía. Duermen de día, y en la noche la vigilia se hace necesaria. Sueñan despiertos. Por - que no hay seres más soñadores que los condena - dos a luchar. Están condenados a la cárcel, a sitios escondi - dos que nadie conoce, donde han de llevarlos sin que nadie lo sepa. Están condenados a la muerte en batalla, con una bala atravesando sus órganos vitales, atropellados bajo las llantas de un autobús, desaparecidos. Condenados a sentir la lucha perdi - da, al triste sabor de la derrota, al amargo sabor de la traición, al ácido sabor de la opresión. Están con - denados al nudo en la garganta, a la taquicardia, al hueco en el estómago, al asco, a la gastritis, al duro golpe de perder a un compañero. Después de todo, y solo después de todo. Es - tán condenados a sentir una inmensa alegría al ga - nar una batalla, al cosechar el fruto de su esfuerzo. Están condenados a pequeñas dosis de felicidad. A una felicidad no convencional y no estereotipada. Una felicidad que sólo podrán conocer los conde - nados a la vida, los condenados a la insatisfacción, y a la intensidad de la pasión que sólo las cosas más sublimes pueden darles. A la patria, la justicia y la verdad, a la libertad, al amor, a la vida…

RkJQdWJsaXNoZXIy MTA3MTQ=