Número 25
34 donde el factor individual no es el más pertinente (y en el que volvemos a reconocer un asomo de la otredad indígena). Por otro lado, el zombie también condensa miedos más modernos: el miedo al con - tacto “infeccioso” con aquellos pueblos exóticos que mejor sería mantener al interior de un cerco sanitario, a fin de impedir que su género de vida, costumbres e ideas “contamine” a los propios (y en el que podemos reconocer fácilmente el dispositivo- cerco sanitario aplicado a los barrios obreros del si - glo XIX, o bien al barrio judío hecho por los nazis, y las tentativas para “contener” zonas urbanas “rojas” llenas de prostitutas y homosexuales). En una pala - bra, el zombie es un peligro antropomorfo (igual que un extraterrestre malvado) con el que no se puede tratar humanamente: es el otro desprovisto de cual - quier calidad humana (o debiéramos decir, cualquier cualidad burguesa). Al final, la amenaza zombie da la pauta a las fu - turas interacciones: tal como sucedía con los “indios salvajes” del pasado, no hay otra manera de tratar con los zombies que destrozándolos. Después de todo, indios salvajes y zombies se reproducen sin control. De esta manera el otro (sea el indígena ama - zónico, el aborigen australiano, el negro africano, y todo aquel cúmulo de pueblos tradicionales explo - tados por el capital), devienen un peligro mortal para la supervivencia del burgués bien educado. ¡Oh qué tiempos aquellos en que el poder colonial podía aniquilar aldeas irrespetuosas! A esa añoranza, es que responde la emergencia del zombie contempo - ráneo. El zombie de nuestros días ofrece a la actual moral de Occidente la oportunidad de aniquilar mul - titudes sin remordimientos. Ahora bien, lo más aterrador del caso zombie, es que parece presentarnos un cruel espejo de nuestra propia sociedad capitalista. Veamos: es el zombie, el autómata irreflexivo, aquel que no se pertenece a sí mismo, el más claro correlato de un moderno esclavo: el Amo convertido en esclavo de los objetos que construye, tal cual lo enunció la fi - losofía hegeliana. El zombie autómata de nuestros días, tiene mucho que enseñarnos sobre el peor de nuestros miedos: el miedo a que sea real en nues - tras vidas. Se trata nada menos que del hombre enajenado descrito por Marx, aquel cuya autoper - cepción, su auto-reconocimiento y auto-conciencia, están atravesados, instrumentados y controlados por un otro, en este caso, el capital. Hace siglo y medio Marx señalaba el hechizo místico del capital, que despojaba a los hombres de la capacidad de reconocerse como sujetos, forjado - res y creadores de su propia realidad: las cosas, las mercancías y las capacidades tecnológicas, parecían asumir (para una humanidad enajenada, despojada de sí misma), el papel activo de la historia. Vemos así al sujeto kantiano, el Amo hegeliano sin duda, con - vertido ahora en objeto de sus creaciones: el fetiche, el objeto, la mercancía, el dinero: el Capital conver - tido en Dueño y Señor de los seres humanos, de la Tierra y de la vida toda. Hoy en día, asistimos como autómatas, como testigos pasivos, zombies, ante los despliegues más brutales del capital y su fetichismo tecnológico, cuya única divisa es su propio avance, su crecimiento, aunque sea sin seres humanos y sin vida. Pues como cualquier zombie, la voracidad capi - talista devora irreflexivamente la vida. Una sociedad que ya no compra para vivir, sino que vive para comprar, que vive para trabajar, que vive para el capital, es una sociedad que no se per - tenece a sí misma: está enajenada. La impotencia de nuestras sociedades es análoga a la de una tuerca, que mira impotente el camino al precipicio y el de - rrumbe de la locomotora a la que está unida. Pero esta es sólo la actitud de un sujeto que cree ser ob - jeto y asume los intereses del capital como propios. Una sociedad zombie. El problema es que la “infección” de este gé - nero de existencia, está profundamente arraiga - da: desde la publicidad y la mercadotecnia, hasta la elaboración de “perfiles” en Facebook, tienen esta notable facultad de empatar los intereses del Yo con los intereses del capital: compro, me vendo, luego existo. El principal vehículo mediante el cual
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