Número 28
31 zada en los diferentes rubros: económi - co, educativo y cultural. Cuántas veces escuchamos decir a los indígenas que ya no se dedican a las artesanías porque no se venden. Y, entonces, ese conocimiento que se transmite de generación en gene - ración para hacer, por ejemplo, las cajitas de Olinalá, se va perdiendo porque si soy un productor de esos objetos y no hay manera de venderlos, mis hijos nos se van a dedicar a esa labor porque ya no es una fuente de ingresos”. Recurriendo a otro ejemplo, Montiel Cuevas explica que un producto como el tequila sigue manteniendo aspectos tanto geográficos, como tradicionales (siembra, cosecha y destile del agave) porque gene- ra dinero. Claro que esos recursos debe de ir hacia los artesanos y no sólo hacia quien usa la marca: “Aún hay grandes re - tos -indica-, pero en la Ley de Propiedad Intelectual hay dos figuras jurídicas: las marcas colectivas y la denominación de origen que, bajo un esquema bien estruc- turado con los tres niveles de gobierno, se pueden utilizar para impulsar a los arte- sanos de México”. En ese aspecto, Jaime Navia Antezana -investigador de la Universidad Autónoma de Chapingo y director de la asociación ci - vil GIRA- establece que las marcas colecti - vas segregan a los artesanos que no quie- ren participar en esa estrategia comercial“. Por ejemplo -agrega-, 30 carpinteros de Pi - chátaro, Michoacán, registraron a su gru- po bajo esa figura jurídica, cuando son 300 los muebleros que se dedican a esa labor en el pueblo. Si ese colectivo de 30 hace mal su trabajo, el prestigio del lugar está en riesgo. Otro caso son los artesanos de Capula, que registran sus productos, pero eso ha provocando la piratería porque, ahora, les roban sus diseños y los usas en otros productos. Por eso es tan necesaria una ley para los artesanos”. Complejidad de los pueblos El problema se hace más complejo porque tanto el Fondo Nacional de Fomento a las Artesanías (FONART), como la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) plantean saldar la deuda que el gobierno tiene con las comunida- des apoyando a los artesanos que viven en condiciones de pobreza extrema y que, aún así, preservan técnicas y conocimien- tos tradicionales, éstos últimos entendidos como el empleo de materiales locales no procesados industrialmente, así como las formas ancestrales, la iconografía y el em - pleo del color. Al respecto, Mónica Itzel Sosa Ruiz -di - señadora industrial de la UNAM- advierte que con esa visión, el conocimiento tradi - cional se relega a un simple referente ét - nico-cultural, ya que basta con mantener las formas, los íconos, algunos materiales y pertenecer a una comunidad para, institu- cionalmente, decir que se realiza artesanía tradicional. Así, los apoyos gubernamen - tales se centran en fomentar la creación de objetos con el apellido del autor, cuyo único referente milenario es la iconografía y el empleo del color. “A partir de 1940 -precisa, ese tipo de fomentos generó un auge de innovación entre los artesanos. Pero, a la vez, pro - vocó cambios radicales en ciertas artesa - nías, creando una ruptura en la práctica del conocimiento tradicional. Entonces, se ciñeron a producir para la modernidad y ésta requería de nuevos conocimientos, materiales y formas de producción. Hasta el año 2011, el Fonart se preocupó por esa fractura y lanzó su prueba piloto: ‘El pa - trimonio artesanal en riesgo’, un proyecto no completado, nacido desde la institución para su propio beneficio”. Sosa Ruiz señala que, en materia de la artesanía, la perspectiva institucional de fomento es sinónimo de compra y el de protección equivale a venta, ya que si estos productos se compran y se venden bien, el artesano no dejará de producirla y, por ende, la cultura prevalecerá. Sosa Ruiz, asevera que esa ideología mercantilista ha relegado la protección del conocimiento tradicional a instituciones académicas e investigadores. Pero hasta que los promo - tores de la protección no modifiquen el
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