Número 37

52 Así que en nuestros días de descanso, mi compañero y yo salimos de la comu- nidad, y no supimos nada hasta unos días después, cuando al volver me dijo Adria- na, la enfermera: – “Doc, siempre que sa - len pasan cosas malas” –lo cual no era tan cierto –: “se murió el bebé de Yaneli”. El dos de enero, Yaneli empezó con tra- bajo de parto o, como dicen en la comuni- dad, “dolió su barriga”. Segura de que los médicos le habíamos dicho que podría ser parto normal, decidió no tomar en cuenta la recomendación de acudir con la enfer- mera de la clínica ni al hospital, y mandó llamar a doña Rigoberta, una de las dos parteras activas en la comunidad. Rigoberta es la mayor de las parteras, y la más tradicional. A diferencia de Evaris- ta, quien había aprendido a atender partos cuando trabajó como auxiliar de enfermería en la clínica y tenía a su disposición algunos recursos biomédicos, como inyecciones de oxitocina, Rigoberta aprendió su oficio por tradición familiar. No sabía leer y escribir, a nuestras reuniones casi siempre acudía con su nieta, quien le ayudaba tomando apun- tes. Su relación con el personal de la clínica – las enfermeras que llevaban tiempo ahí, y los médicos que cada año cambiamos – era un tanto ambigua. Siempre se mostró res- petuosa, inclusive con una actitud que yo calificaría de obediente y que me llegaba a incomodar un tanto, por no saber cómo romper las relaciones jerárquicas que no era mi intención reproducir o imponer. Ri- goberta regularmente preguntaba qué par- tos podía y cuáles no podía atender – y de las mujeres de “alto riesgo”, como Yaneli, le decíamos que no, que esos debían atenderse en hospital. Pero a pesar de esa adverten- cia, al momento de atender partos, nunca nos mandaba avisar para que estuviéramos pendientes, nunca pedía ayuda. Quizá tenía miedo de que le fuésemos a “robar” parte de su ingreso, los $ 700 que cobraba por parto atendido (ella era la op - ción barata, Evarista cobraba $ 1,000, oxi- tocina incluída). Quizá temía que juzgára - mos sus forma de atender partos, mucho más tradicional por lo que cuentan, que incluía masajes, uso de algunos aceites, y quizá otros elementos para mí desconoci- dos. Quizá era por mantener la cuestión entre mujeres, respetando el pudor de sus pacientes. Nunca nos lo dijo en realidad, ni se lo preguntamos. Así que lo que pasó cuando Rigoberta notó que el niño de Yaneli “venía de pie- citos” nunca quedó claro. Adriana afirma que ella como enfermera estuvo en la clíni- ca ese día, que nadie la fue a buscar. Rigo- berta dice que mandó al esposo de Yaneli a buscar a alguien a la clínica, pero que no hubo nadie. Que notó que la barriga de Ya - neli estaba fría, que eso no le parecía nor- mal. Que salieron primero los pies, pero que después el bebé ya no bajaba. Que hizo que Yaneli se pusiera de pie, y apretó su barriga. Que salió el niño, pero no lloró, no respiró, que estaba morado. Que Yaneli preguntaba qué pasaba, que no entendía, que ella estaba segura de que el bebé es- taba bien y por eso había decidido tener a su hijo en casa. Que echaron agua al bebé. Que no funcionó, que no respiró. – “No vas a llorar, mamá” –le dijo Ri - goberta a Yaneli, – “Yo ya lo viví, yo ya su - frí. No vas a llorar”. Ese fue su consuelo. Cuando Rigoberta nos contó su versión, su actitud era defensiva, temerosa. Insistía en que el bebé ya estaba muerto. Pregunta- ba si “iba a seguir trabajando”, refiriéndose al apoyo de $ 500 mensuales que el I.M.S.S. otorga a las “parteras empíricas” para que mantengan interrelación y “se capaciten” en las clínicas de IMSS-PROSPERA. O, si así lo decíamos, dejaría de atender partos. Decía que nunca le había pasado algo así. “El Instituto no busca soluciones, busca culpables,” reza un refrán entre los traba- jadores del Seguro Social. ¿Quién tuvo la culpa de esta tragedia evitable? ¿Tuve la culpa yo como médico? ¿Cul- pable de no estar ahí ese día, mi día de des- canso? ¿No fui lo suficientemente claro en insistir en que, aunque todo pareciera mar- char bien, tuviera a su hijo en un hospital? ¿De no haberle indicado con suficiente cla - ridad a Rigoberta que no atendiera ese par-

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