Número 61

21 zos inmediatos de la Covid-19 serán medibles, por el contrario, las incidencias por las carencias de cuidado serán más insidiosas. Lo que llamamos “el trabajo del cuidado” res- ponde a las necesidades primordiales de estar limpio, de comer, de reposarse, de ser reconfor- tado, tratado con atención, como una persona digna de ser escuchada, bromeada, mimada… Un número de personas frágiles, ancianas, en situa- ciones de discapacidad, portadoras de patologías crónicas, van a depender más cercanamente, en las semanas que vienen, de los cuidadores (as) de proximidad, enfermeras independientes, ayu- dantes a domicilio, personal de las instituciones de geriatría o casas de recibimiento especializa- das (MAS por sus siglas en francés). Este trabajo cuerpo a cuerpo –limpiar, bañar, cambiar, dar de comer– no respeta la distancia reglamentaria. Pesada responsabilidad esa: la de no diseminar el virus, para las personas que se desplazan de un domicilio a otro, de una recáma- ra a otra, frecuentemente con tiempos limitados, justo ahora que su presencia es más indispensa- ble que nunca. Con la ausencia de las familias (en ocasiones ya distantes geográficamente o afectivamente, o muy ocupadas), los cuidadores de proximidad –mujeres en su mayoría– estarán durante toda la epidemia en la primera línea para la reanimación relacional cotidiana, una visita esperada, un café compartido, una presencia en carne y hueso que nada puede remplazar. Cier- tamente no las casas o los teléfonos inteligentes, menos la robótica. Las nuevas tecnologías no van a resolverlo todo. Nosotros, humanos, tenemos necesidad de carne, de contacto sensorial, de ex- presividad, más cuando envejecemos y estamos encerrados en la prisión de nuestro cuerpo, vien- do menos, escuchando menos, comprendiendo menos, angustiándonos más, y más cuando el cuerpo del otro nos es indispensable, esa mano que se aprieta, ese rostro que se inclina, esa voz que bromea, y no podemos abstenernos. Este trabajo, decía el psiquiatra y psicoana- lista Jean Oury, es inestimable, en el sentido de que no se inscribe en el rendimiento técnico o en la competitividad; no se mide, al mismo tiempo que es lo que más cuenta, es lo que evita al riesgo de ensombrecerse en la barbarie. Este trabajo no se ve, confundido con procedi- mientos “certeros”, hecho con gestos, en el mo- mento adecuado, con tacto y delicadeza, ajustán- dose a la personalidad de cada uno, de cada una. Este trabajo es demasiado sutil, demasiado po- limórfico, no “científico”, tanto, que podríamos no saber nada de él, subestimar su importancia, y mu- cho más en el tiempo que viene. De manera más amplia, el discurso de las ci- fras, de los expertos, las lecciones de moral o la exaltación del “heroísmo” de los cuidadores no nos enseña nada sobre lo que será la vida en la época del coronavirus. Esta vida, hay que hacer de ella una crónica, hay que narrarla, hay que hacerla testimonio. Las cifras, aunque no des- agradan a la tecnocracia, no nos hablan. Como máximo, nos asustan. Entonces nos arriesgamos a ser más que nunca controlados por las leyes de los números cuando, para sentirnos aludidos y ampliar nuestra responsabilidad, tenemos nece- sidad de narraciones que nos devuelvan a la vida. Las narraciones de los cuidadores y las cuida- doras incluyen el trabajo, las condiciones en las que se realiza, sus destinatarios y la ética que lo sostiene, todo lo que está borrado del “Gran dis- curso de la Covid-19” construido sobre un mo- delo viril como una “ guerra”, a la vez con noso- tros y en contra de nosotros, tan humanamente indisciplinados. Pero el cuidado no es la guerra, los cuidadores no son soldados. Ellos y ellas se han expresado largamente sobre la crisis de me- dios y de orientación ética y política en el hospi- tal público, han afirmado su voluntad de cuidar a todo el mundo, y de hacerlo bien, de no sólo reparar los cuerpos, sino de prestar atención a los humanos asustados. Si debemos quedarnos en nuestras casas, lo que nos cueste, es también para protegerlos a ellos. Del riesgo de enfermar por el virus o de agotamiento. De la angustia moral de tener que elegir entre nosotros a quiénes tratar. Esa responsabilidad última que nadie va a tomar en su lugar. Tenemos que protegerlos, lo más que podamos, de tener que vivir una medicina de gue- rra. Después, deberemos recordarlo.

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