Número 64
8 Iker Larrauri junto a su escultura Sol de viento , que se encuentra en el estanque del patio central del Museo Nacional de An- tropología. Foto de Héctor Montaño / INAH La dignidad de la materia Pero no sólo hay que hablar del museógrafo, en cuyo ofi cio se expresa, lo digo con sus palabras, esa tendencia humana, que no tiene ningún otro bicho en el mundo, de recoger canicas, piedras y estampas, de coleccionar y enriquecer su colec- ción y de apreciar los objetos sencillos o las gran- des obras. Es que Iker es también un productor de objetos, un hombre curioso ante todos los ma- teriales que le fueron dados por la naturaleza y por los otros hombres: cemento, pintura, carbón, látex, fibra de vidrio, cartón, madera, tela, entre otros. Su capacidad creadora no puede constre- ñirse a términos rígidos como pintor, escultor, dibujante, arquitecto u orfebre. Iker transforma lo que toca, no en oro sino en algo más valioso: en expresión, en reflejo del mundo, en documen- tación fiel o en retrato de lo imposible. Y si en su trabajo museográfico se muestra el sentido estético del artista, en la obra del artis- ta se percibe el rigor del académico. O no: o da rienda suelta a una libertad juguetona que deja las decisiones al arbitrio de los propios materia- les, y entonces descubre que el carbón y la fibra de vidrio y la loneta y el azul de Prusia traían ya en sus genes, o perdón, en sus moléculas, la proporción áurea. Y la obra restituye la propia dignidad de los materiales. El amor de los oficios Iker Larrauri da sorpresas. La más reciente que me llevé con él fue la de su pintura deportiva.
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