Editorial: En torno a la detección de una célula operativa del Estado Islámico operando en México

Dicen los entendidos que hay que evitar los adjetivos, que basta describir con precisión las situaciones para que sea el lector quien los coloque ahí donde le surjan espontáneamente.  Sin embargo, eso no siempre es fácil, en particular, cuando los adjetivos fluyen sin sosiego al momento de describir algunos hechos. De modo que, a riesgo de ser nosotros los adjetivados, sigue lo que sigue.

El 22 de julio del  2015, un bulldozer arrasó vestigios arqueológicos cuya conservación había sido expresamente solicitada por vecinos de Tlaltizapán, quienes mediante peticiones escritas y avaladas con numerosas firmas, fundamentaron su preocupación por el patrimonio cultural de su pueblo[1].  Se trata de un episodio con más de lo mismo, una enorme muestra del camino de la indignación creciente, aunque sea minúscula al lado de las tragedias cotidianas mayores en este país, porque todo está ligado en este verdadero crimen organizado, el constituido por la necrofilia que permea los corazones de plástico (made in USA) de muchos funcionarios y parásitos.


Logo actualizado propuesto para la Coordinación Nacional de Arqueología

La acción tempranera de la máquina, ese 22 de julio, era el colofón de una negociación virtual, en la cual varios funcionarios del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) no sólo hicieron caso omiso a la atenta petición de los vecinos de Tlaltizapán, sino que procedieron de manera sorpresiva, cuando las pláticas no habían concluido y se mantenían aun con la idea de una posible resolución consensada. Al fin y al cabo, era cosa de adecuar el proceso para desviar el trazo carretero. Nada que no se pudiese concretar habiendo voluntad de diálogo.

Pero no la hubo. Era la voluntad de la población o la de la empresa constructora de una autopista. Eso, en el marco de los megaproyectos que se instauran en el país bajo la premisa de un “desarrollo” excluyente y desequilibrado que tiene carácter “preferente”. Y ésta voluntad es la que se impuso mediante la solícita actuación de la fracción más opaca, rastrera, retardataria y autoritaria (piense el lector en otros calificativos) del Instituto Nacional de Antropología e Historia. La imposición tuvo vía libre y la soberbia displicente y el servilismo facilitaron el camino a un proyecto decidido y puesto en práctica al margen de la población, pero no al margen de la zona arqueológica.


Imagen posible sobre las próximas relaciones armónicas entre el INAH y las comunidades

Y es que no se ha entendido el mensaje: la gente sobra. En particular, la que siente y piensa, la digna, la que aspira a un futuro luminoso, la que no mendiga identidad de los “medios de comunicación” ni la compra en los negocios. Para el poder y sus asociados menores, no debiera de haber gente, al menos no esa, que se sale del modelo de obediencia y resignación decretado, que se ha creído el cuento del respeto a la vida, el cuento de los valores y de que el cielo se construye hoy, ese cuento subversivo de la autonomía y de la altura de miras, de no arrastrarse; en suma, esa leyenda mítica de la convivencia para beneficio de todos y todas.


Representación tallada de herramienta arqueológica,
con jeroglíficos, utilizada en Mesopotamia
en el período preclásico tardío

Los escándalos aparecen no sólo en el ámbito nacional, sino en casa. Caterpillar opera no sólo en Palestina, sino en Tlaltizapán, exhibiendo con desmesura y cinismo la incompetencia técnica y el desprecio hacia las comunidades como parte del ejercicio de un “rescate arqueológico” que no redime, ni recupera, ni repara nada, y que ha llenado de vergüenza e indignación a numerosos arqueólogos y no arqueólogos.  

El perpetrador inmediato y directo de la destrucción, un operador de maquinaria, forma parte de una cadena, donde cada eslabón le echa la culpa a los demás. Sólo falta el cambio climático como culpable. Un “arqueólogo” da su anuencia especializada sin entender, ni pretender hacerlo, el interés y la perspectiva de los pobladores, tan inexistentes para él como para toda la estructura en la cual se protege: un Consejo Nacional de Arqueología y una Coordinación Nacional de Arqueología que le generarían y generan arqueos de indignación y de profunda repugnancia a los maestros mismos de la arqueología mexicana, consagrando el atropello en aras de una academia de pacotilla.  


Candidato a arqueólogo entrenándose para demostrar sus habilidades prácticas en examen por concurso de oposición a los vestigios de culturas antiguas rescatables

Nos preocupa, no menos, enterarnos que el “arqueólogo” de limitadas entendederas y agente de la Caterpillar Inc., resulta ser, nada menos, que el representante nacional del INAH ante la Secretaría de Comunicaciones y Transportes para todo lo relacionado con los actuales proyectos de infraestructura carretera en el país. Así.  Este funcionario que se ha faltado al respeto a sí mismo, en realidad no es más que un apéndice más de un dispositivo depredador que es preciso identificar y desmontar.

¿Cuántas depredaciones oficializadas faltan aún por concretarse en el proceso de construcción de la autopista Siglo XXI?

¿Cómo se puede ir más allá si en casa no hay un poco de orden?

¡Por una Arqueología al servicio de los Pueblos!

 

Ayotzinapa

A un año de los hechos de Ayotzinapa, incluimos para nuestros amables lectores en este número el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para su consulta, así como los vínculos para acceder a las declaraciones de los padres de los alumnos. Otras palabras sobran.