Como reflejo de mis cada vez más avasalladoras limitaciones neuronales, hormonales, morales y pronto electorales, soñé recientemente que algunos solícitos colegas, de esos que nunca faltan, me llevaban, postrado en un carrito de baleros, a un lugar que inicialmente me resultó extraño, lleno de luces, gente y música.
No me percataba si me estaban jugando una broma, o el llevarme a ese ámbito circense era una ocurrente manera para deshacerse de mí, iniciativa que, debo reconocer, encuentro plenamente justificada.
Ante la incertidumbre que me aquejaba ahí postrado, intentaba deducir algo de todo el asunto, pero no me daba cuenta de que quienes estaban deduciendo eran otros. Mi cuerpo deforme intentaba salir de ese sitio con vehemencia. Contraídos mis músculos de manera violenta, intentaban espasmódicamente librarme del bien que se me tenía preparado. Al fin, al distinguir unas cámaras y con tantas luces encima, me percaté de que estábamos en un programa televisado por todo el país.
Un copetudo locutor, sonriente hasta más no poder, competía por llamar la atención con una muy buena y pechugona actriz y cantante, quien me presentó a la audiencia en un tono de conmiseración, como alguien con una profunda deformación congénita y de origen desconocido, cuya “incapacidad para todo” había resultado ya intolerable para sus compañeros de trabajo, quienes a su vez, suponía la presentadora, se preguntaban cómo es que podían ser colegas de alguien tan moral, académica y humanamente deforme. Una estridente música saturaba mis oídos, pero a pesar de mis esfuerzos reiterados no podía hablar, no podía articular palabra alguna y de mi boca sólo salían gemidos tan espantosos, que el locutor y la buena mujer hacían esfuerzos por evitar que sus caras de plástico y sus sonrisas relucientes cayesen desfiguradas al suelo.
Mi mente, en su confusión habitual, no entendía el sentido de mi obligada presencia en ese lugar, hasta que, de reojo, noté que los colegas que me habían llevado ahí huían abandonándome en el escenario; fue entonces que se me esclareció la situación: ellos me estaban donando, es decir, que no era yo mismo y a pesar de mi estado el objeto que ha de motivar el acto salvífico de la donación, sino que mi cuerpo postrado había sido trasladado ahí en calidad de donación institucional, en un gesto de “filantropía” de evidente mal gusto. Y tampoco tenía yo modo de saber en mi sueño que a su vez, el gesto de depositarme ahí les significaba a ellos la donación de 150 puntos extra por parte de la institución que los evalúa cada dos años, en un nuevo rubro de desempeño académico llamado “beneficencia”{tip ::De hecho, recientemente se anunció en el Diario Oficial de la Federación que la Secretaría de Hacienda ha resuelto ya el problema de la carga económica que supone la sobrevivencia de los académicos que hace años debieran estar micro pensionados y siguen pululando obstinadamente en los pasillos de diversas instituciones: en virtud de las nuevas reformas constitucionales, por medio de las cuales el Teletón se convertirá en una Secretaría de Estado y sustituirá conjuntamente a las entidades, inviables hasta ahora, denominadas “Secretaría de Salud” y “Secretaría de Educación Pública”, todos los investigadores mayores de 60 años recibirán una medalla dorada de agradecimiento e inmediatamente después serán donados en un proyecto auspiciado por el Teletón, siguiendo la Norma Oficial Mexicana de reacomodo de personal, NOM-00321-2011. Aún no se decide a quién serán donados. Cabe recordar que los Consejos Universitarios y las Instituciones De Formación Superior, una vez que donaron ya por ese procedimiento al 87 % de sus integrantes, han apoyado de manera entusiasta la medida que permitirá colocar laboralmente a sus egresados, ya que éstos, a su vez, dada la eficiencia en estado terminal vigente, están saturando escandalosamente los circuitos de formación de posgrado y pos-posgrado, y ya todo se detuvo. Es decir, el flujo se detuvo, con las consecuencias fisiológicas y sociales que ello implica a cualquier nivel. Esto ha sido explicado en términos coloquiales por un funcionario que pidió el anonimato, mencionando que “nadie va pa’delante, como no sea a la fosa”, pero donado, al fin.}[1]{/tip}.
Tomado de:
http://masoneriaysimbolismo.blogspot.com/2011/09/el-sacrificio.html
Ante mis llamados ya muy audibles, que según yo eran palabras pero salían al aire como berridos, los amenizadores inmediatamente indicaron “un corte comercial” y mientras pasaban unos anuncios de las empresas benefactoras, procedieron a buscar ansiosos a quienes ahí me habían llevado, pero mis colegas simplemente ya no estaban. Habían desaparecido jubilosos, esperanzados, suponiendo que alguna fundación altruista comercializadora de órganos para trasplantes, podría solucionar mi situación y en particular la suya, evitándoles el volverme a sufrir en su centro de trabajo. Los presentadores optaron entonces por dirigirse a mí y pedirme discretamente que “por favorcito” no “hablara”, que todo se resolvería muy bien y que pronto dejaría yo de sufrir.
Ya repuestos de ver mi estado y de escuchar mis gemidos, y terminados los seis comerciales, se inició entonces una puja por conseguir recursos económicos, con el propósito de enviarme a algún sitio. Empezó la colecta de lástima, con 1.50 pesos que donó el copetudo, anunciando a su vez el ofrecimiento solidario y desinteresado de un banco de matriz extranjera (es decir, casi de cualquier banco), comprometido a contribuir siempre con la misma cantidad que aportaran los tele-espectadores. La subasta continuó cada vez más estrepitosa hasta llegar a la increíble cantidad de 345,000 pesos deducibles de impuestos, lo que atribuyo al incremento en volumen y frecuencia de mis estridentes gemidos y convulsiones: todos añadían cifras y cifras, pero para que se me retirara del escenario y se me enviara finalmente a la “Fundación Órganos de la Bondad”, filial del banco benefactor, la cual provee de material a cirujanos de diversos países del planeta con una razonable tarifa móvil en dólares, dependiendo del grado de apoptosis moral del donador.
Fue entonces que un órgano –no en donación, sino de los que se usan en templos e iglesias- empezó una pegajosa tonada y llegó el momento esperado del himno que sigue a la puja; todos los presentes se pusieron de pie –menos yo, por supuesto- y cantaron solemnes, pero a ritmo de cumbia:
¡Teletón!, ¡Teletón!,
rete buenos de a montón,
todo mundo re ganón,
grande Amor,
limpio Billete,
plácida Conciencia,
y nuestros corazones,
nuestras manos y televisiones,
unidos hasta la Eternidad
por un México Mejor,
muy buenón, muy dulzón,
¡Teletón!, ¡Teletón!
Eso cantaban a coro los presentes, o algo parecido, en unas estrofas que traté entonces de acompañar entusiasta y agradecido… pero con eso fue suficiente para que me sacaran del escenario con todo y carrito de baleros, todos hartos… y despertara entonces, angustiado, sudando generosamente.
Y me quedé ahí, helado, considerando con qué creatividad y eficacia hasta la compasión humana -valor fundamental que más vale no confundir con la lástima ni con la autocompasión- puede convertirse en una mercancía más.
No es ninguna novedad: las sociedades humanas tienden a generar dispositivos de respuesta ante las diversas situaciones que afectan la vida de sus integrantes. Impulsos individuales tan esenciales como el de la compasión -o su versión degradada y degradante, que vendría a ser el de la lástima-, nutren procesos culturales e instituciones que modelan y conducen a menudo esas reacciones por una determinada vía que sigue pautas colectivas.
Sin entrar aquí en la genealogía o en la caracterización de la filantropía, de la beneficencia y de otros dispositivos sociales similares, no cabe duda que este tipo de mecanismos compartidos de respuesta difieren en función del marco cultural en que se generan, encontrándose a su vez sujetos al interés de diversas fuerzas y poderes, que pretenden y logran instrumentarlos para sus propios fines, en un uso político y económico que es dinamizado notablemente por los medios de comunicación.
El caso es que necesitamos muchos teletones ante un gobierno cuyas políticas públicas, infinitamente distantes de la verdadera compasión humana, brindan con desprendimiento sistemático, en cambio, desolación y abandono.
Muchos teletones precisamos, si como afirman recientemente la Comisión Económica para América Latina y el Caribe –CEPAL- y fuentes del Centro de Análisis Multidisciplinario de la UNAM (del Río, Manuel e Islas, 2011; Cortés, 2011; Camacho, 2011), los índices de pobreza e indigencia han aumentado en México, donde el 65% de los trabajadores no completan la canasta básica y hay cerca de 85 millones de mexicanos que tienen problemas para allegarse de bienes y servicios básicos, de modo que los no minusválidos se encuentran ya artificialmente minusválidos en un amplio sentido de la palabra. Con esa precariedad no es difícil entender la oferta abundante de sicarios. Se necesitan teletones ahí donde el dinero público asignado a los gastos del ejército y de la policía, se ha disparado a cifras nunca antes alcanzadas, a costa de los fondos que deben destinarse a salud, alimentación, educación, producción y servicios (véase: Presupuesto de Egresos de la Federación para el 2012).
Muchos teletones se necesitan cuando sabemos que sólo los gastos para proteger directamente la seguridad de Felipe Calderón ascienden a 630 millones de pesos cada año, y que en términos globales, de diciembre de 2006 a noviembre de 2011, su miedo ha costado al erario 3,000 millones de pesos (Ramírez, 2011).
Muchos teletones se necesitan cuando no hay dinero para que millones de jóvenes accedan a nuestras universidades, pero sí para pagar sueldos estratosféricos a jueces, funcionarios del IFE, senadores, diputados y demás empleados de alto nivel. Entonces sí, la feria de la lástima televisada, deductora de impuestos y promotora de ventas y “artistas”, sustituye el deber constitucional del Estado de proveer servicios y atención básicos a todos los mexicanos, seamos o no minusválidos.
Por supuesto, el que todo individuo con impedimentos físicos o mentales reciba apoyo es tan fundamental como la necesidad de concretar mecanismos permanentes para que se haga realidad dicho apoyo, y tan fundamental como el valor de la generosidad para cualquier ser humano; sin embargo, ese valor puede ser explotado por la industria de la beneficencia, que no solo necesita minusválidos para prosperar, sino también, la irresponsabilidad o la franca ausencia del Estado. Llegamos así al asunto de la instrumentación económica y política del sufrimiento. En contraste, la compasión se expande en manos de una sociedad capaz de exigir y apoyar políticas públicas regidas por el bien común.
No se trata de dejar nuestra compasión en manos del Estado y desentendernos, ni de eludir la realidad, ni de abandonar al minusválido a su suerte. Se trata de garantizar que el apoyo que requiere sea brindado de manera sistemática y además, que las condiciones que generan minusvalía sean investigadas, que las posibilidades de rehabilitación sean diversificadas y la minusvalía prevenida, y ello requiere fondos sistemáticos y regulares para la investigación y para la estructura de servicios y de rehabilitación y no ferias comerciales de lástima.
Si hacer el bien está muy bien, en cambio, instrumentar el sufrimiento de quien necesita apoyo y la bondad de quien quiere brindarlo es algo degradante e indigno. Construir y consolidar el bien común: ese es nuestro verdadero desafío.
Referencias
- Camacho, Fernando, “En el país, 64% de trabajadores no completan la canasta básica”,
- Diario La Jornada, (México, diciembre 4 de 2011, pág. 16).
- Cortés, Fernando, Desigualdad económica y poder en México. CEPAL, Sede Subregional en México, 2011.
- Del Río, Marco Antonio, Manuel, Diana e Israel Islas, “Implicaciones de la política macroeconómica, los choques externos y los sistemas de protección social en la pobreza, la desigualdad y la vulnerabilidad en América Latina y el Caribe. México”, Documento de proyecto LC/MEX/W.8, CEPAL, México, 2011.
- Ramírez, Erika, “El miedo de Calderón cuesta 3 mil MDP”, Contralínea, 1(1): 3-7, México, 2011.
[1] De hecho, recientemente se anunció en el Diario Oficial de la Federación que la Secretaría de Hacienda ha resuelto ya el problema de la carga económica que supone la sobrevivencia de los académicos que hace años debieran estar micro pensionados y siguen pululando obstinadamente en los pasillos de diversas instituciones: en virtud de las nuevas reformas constitucionales, por medio de las cuales el Teletón se convertirá en una Secretaría de Estado y sustituirá conjuntamente a las entidades, inviables hasta ahora, denominadas “Secretaría de Salud” y “Secretaría de Educación Pública”, todos los investigadores mayores de 60 años recibirán una medalla dorada de agradecimiento e inmediatamente después serán donados en un proyecto auspiciado por el Teletón, siguiendo la Norma Oficial Mexicana de reacomodo de personal, NOM-00321-2011. Aún no se decide a quién serán donados. Cabe recordar que los Consejos Universitarios y las Instituciones De Formación Superior, una vez que donaron ya por ese procedimiento al 87 % de sus integrantes, han apoyado de manera entusiasta la medida que permitirá colocar laboralmente a sus egresados, ya que éstos, a su vez, dada la eficiencia en estado terminal vigente, están saturando escandalosamente los circuitos de formación de posgrado y pos-posgrado, y ya todo se detuvo. Es decir, el flujo se detuvo, con las consecuencias fisiológicas y sociales que ello implica a cualquier nivel. Esto ha sido explicado en términos coloquiales por un funcionario que pidió el anonimato, mencionando que “nadie va pa’delante, como no sea a la fosa”, pero donado, al fin.