No. 61, Abril-Junio

Coronavirus: El cuidado no es la guerra

Traducción del francés de María Grace Salamanca González

Publicado originalmente en la revista Libération el 19 de marzo 2020

Reimpreso con autorización expresa de la autora

 

Los equipos médicos que trabajan en los servicios de reanimación están actualmente en el frente de la escena, es normal. Sin embargo, el confinamiento hace aparecer otros problemas de cuidado alrededor de una paradoja: el cuidado de los otros consiste en privarlos de nuestra presencia. No reuniones familiares, no visitas a nuestros ancianos. Algunos asilos habían adelantado las consignas de confinamiento, privando de una ayuda preciosa a los residentes del afecto de los suyos y a los cuidadores (as). Desde el lunes (16 de marzo 2020) en la tarde no hay excepciones a la regla sanitaria en Francia.

El confinamiento de las personas de la tercera edad es visto como un bien desde el punto de vista del frenado de la epidemia y de la congestión de los servicios de cuidados intensivos, pero es, sin embargo, un mal desde el punto de vista de sus vidas. Este dilema es aún más cruel y angustiante cuando implica  personas con la enfermedad de Alzheimer particularmente sensibles a la pérdida de referentes. Con el riesgo de que lo que se pierda no será recuperado. Si los destrozos inmediatos de la Covid-19 serán medibles, por el contrario, las incidencias por las carencias de cuidado serán más insidiosas.

Lo que llamamos “el trabajo del cuidado” responde a las necesidades primordiales de estar limpio, de comer, de reposarse, de ser reconfortado, tratado con atención, como una persona digna de ser escuchada, bromeada, mimada… Un número de personas frágiles, ancianas, en situaciones de discapacidad, portadoras de patologías crónicas, van a depender más cercanamente, en las semanas que vienen, de los cuidadores (as) de proximidad, enfermeras independientes, ayudantes a domicilio, personal de las instituciones de geriatría o casas de recibimiento especializadas (MAS por sus siglas en francés).

Este trabajo cuerpo a cuerpo –limpiar, bañar, cambiar, dar de comer– no respeta la distancia reglamentaria. Pesada responsabilidad esa: la de no diseminar el virus, para las personas que se desplazan de un domicilio a otro, de una recámara a otra, frecuentemente con tiempos limitados, justo ahora que su presencia es más indispensable que nunca. Con la ausencia de las familias  (en ocasiones ya distantes geográficamente o afectivamente, o muy ocupadas), los cuidadores de proximidad –mujeres en su mayoría– estarán durante toda la epidemia en la primera línea para la reanimación relacional cotidiana, una visita esperada, un café compartido, una presencia en carne y hueso que nada puede remplazar. Ciertamente no las casas o los teléfonos inteligentes, menos la robótica. Las nuevas tecnologías no van a resolverlo todo. Nosotros, humanos, tenemos necesidad de carne, de contacto sensorial, de expresividad, más cuando envejecemos y estamos encerrados en la prisión de nuestro cuerpo, viendo menos, escuchando menos, comprendiendo menos, angustiándonos más, y más cuando el cuerpo del otro nos es indispensable, esa mano que se aprieta, ese rostro que se inclina, esa voz que bromea, y no podemos abstenernos.

Este trabajo, decía el psiquiatra y psicoanalista Jean Oury, es inestimable, en el sentido de que no se inscribe en el rendimiento técnico o en la competitividad; no se mide, al mismo tiempo que es lo que más cuenta, es lo que evita al riesgo de ensombrecerse en la barbarie.

Este trabajo no se ve, confundido con procedimientos “certeros”, hecho con gestos, en el momento adecuado, con tacto y delicadeza, ajustándose a la personalidad de cada uno, de cada una.

Este trabajo es demasiado sutil, demasiado polimórfico, no “científico”, tanto, que podríamos no saber nada de él, subestimar su importancia, y mucho más en el tiempo que viene.

De manera más amplia, el discurso de las cifras, de los expertos, las lecciones de moral o la exaltación del “heroísmo” de los cuidadores no nos enseña nada sobre lo que será la vida en la época del coronavirus. Esta vida, hay que hacer de ella una crónica, hay que narrarla, hay que hacerla testimonio. Las cifras, aunque no desagradan a la tecnocracia, no nos hablan. Como máximo, nos asustan. Entonces nos arriesgamos a ser más que nunca controlados por las leyes de los números cuando, para sentirnos aludidos y ampliar nuestra responsabilidad, tenemos necesidad de narraciones que nos devuelvan a la vida.

Las narraciones de los cuidadores y las cuidadoras incluyen el trabajo, las condiciones en las que se realiza, sus destinatarios y la ética que lo sostiene, todo lo que está borrado del “Gran discurso de la Covid-19” construido sobre un modelo viril como una “guerra”, a la vez con nosotros y en contra de nosotros, tan humanamente indisciplinados. Pero el cuidado no es la guerra, los cuidadores no son soldados. Ellos y ellas se han expresado largamente sobre la crisis de medios y de orientación ética y política en el hospital público, han afirmado su voluntad de cuidar a todo el mundo, y de hacerlo bien, de no sólo reparar los cuerpos, sino de prestar atención a los humanos asustados. Si debemos quedarnos en nuestras casas, lo que nos cueste, es también para protegerlos a ellos. Del riesgo de enfermar por el virus o de agotamiento. De la angustia moral de tener que elegir entre nosotros a quiénes tratar. Esa responsabilidad última que nadie va a tomar en su lugar. Tenemos que protegerlos, lo más que podamos, de tener que vivir una medicina de guerra. Después, deberemos recordarlo.