No. 63, Octubre-Diciembre

Ese Melgar, ¡kwira bá!

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Corría el año de 1978, septiembre para ser exactos, cuando un grupo de aspirantes a antropólogos arribaron a territorio rarámuri comandados por dos profesores de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), uno de ellos el peruano recién llegado a México, Tirso Ricardo Melgar Bao. Se trataba de la práctica de campo que para ese grupo significó el primer contacto con el mundo diverso de la otredad y que por tanto marcaría el rumbo y el significado que cada uno daría a su propio proyecto biográfico dentro del ejercicio profesional ya sea como antropólogos físicos, arqueólogos, historiadores, etnólogos, lingüistas y por supuesto antropólogos sociales.

Datos de contexto son importantes mencionar para sopesar la importancia de esa primera salida a campo. El año que ingresamos a la ENAH, 1977, la enseñanza de la Antropología para los recién llegados, estaba en manos de sociólogos, economistas y politólogos. Es difícil recordar el nombre de antropólogos titulados y con experiencia que dictaran clase salvo quienes tenían la encomienda de orientarnos sobre las especialidades que la escuela ofrecía. Importa señalar que nos tocó ser la última generación que cursó un tronco común en años generales que aglutinaba en los primeros tres semestres materias relacionadas a las diferentes disciplinas antropológicas, de tal manera que en cuarto semestre se optaba por el rumbo que mejor parecía a cada aspirante. De ahí la rica composición del grupo que se internó en tierras tarahumaras. Un dato adicional es que esa salida a campo sólo fue posible gracias a una preparación ardua que consistió en elaborar una rigurosa guía de observación, pues no podíamos ir a campo sin ese indispensable respaldo metodológico; explorar bibliografía relacionada con la historia y la etnografía tanto de Chihuahua como de la región; y finalmente, la preparación de nuestro diario de campo al que llamamos cuaderno de apuntes etnográficos, CAE, que tuvimos que aprender a elaborar al menos en teoría. Fueron duros meses de trabajo colectivo e individual que incluyeron las gestiones administrativas y académicas, tanto en México como en Chihuahua, que se fundían con las expectativas de cada uno generaba y crecían conforme llegaba la fecha de salida.


Ricardo Melgar finales de la década de 1970

El viaje estuvo lleno de vicisitudes, tardamos mucho más tiempo en llegar que el calculado, el camión se descompuso, llegamos a nuestro primer destino, Guachochi, de noche y nos recibió con una balacera entre habitantes del lugar. Nunca supimos de qué se trató, pero estábamos a fuego cruzado resguardados detrás del camión. Hubo quien imprudentemente quiso salir a calmar las cosas sin percatarse del peligro que corría. Afortunadamente logramos que entrara en razón y evitara poner en peligro al grupo y a ella misma. Al día siguiente nos distribuimos en grupos para trasladarnos a los puntos acordados para la práctica: Batopilas, Creel y Guachochic, eran los lugares principales. Melgar fue a la Baja Tarahumara pero estuvo trasladándose a supervisar el trabajo de los compañeros en los diferentes sitios. Anécdotas hay muchas sobre este viaje pionero que seguramente podrían ser recopiladas como experiencias personales. Cada quien tendrá su propia versión y juicio. Yo recuerdo algunas cosas que aquí comparto en particular relacionadas con Ricardo.

Nos tocó estar con él en San Rafael, un lugar muy cercano a la Barrancas del Cobre, de población mestiza. Queríamos partir a comunidades y ahí era el lugar para obtener información de a dónde ir y cómo. La gente estaba muy reacia a platicar con nosotros. De hecho, en Guachochic ya habíamos pasado por lo mismo, sobre todo porque a algunos nos identificaron con militares, en una población que llevaba varios años bajo la vigilancia del ejército que combatía la siembra de estupefacientes, no podías andar cubierto o vestido con colores verde olivo sin que levantaras sospechas y desconfianza entre sus habitantes.

Pues bien, una noche en San Rafael, después de tomar café y pan, nos dispusimos a romper el hielo con la familia que nos albergaba. Para ello propusimos hacer una lectura de cartas a los presentes. Nuestra sorpresa fue que reaccionaron con notorio entusiasmo. Para iniciar la sesión recurrimos a un viejo truco: pusimos una moneda pequeña sobre la boca de una botella de refresco, previamente humedecida y la colocamos pegada a otra botella que sostenía una vela que era la que alumbraba la pequeña habitación. La teoría indicaba que el contacto de las botellas permitiría que el calor de la vela se trasladaría a la que sostenía la moneda y eventualmente dilataría la humedad de la boca que la sostenía y está se elevaría y produciría un sonido que todos escucharíamos. Melgar, ajeno a la elucubración, decidió separar las botellas ante mi mirada de incredulidad y asombro. Claramente no nos habíamos puesto de acuerdo para hacer el experimento, así que insistí y volví a colocar en su posición original ambas botellas. Transcurrieron varios segundos ante la mirada expectante de todos los asistentes. Para nosotros era muy importante que resultara el truco, pues de ello dependía la fluidez de comunicación con esa familia y eventualmente para conseguir información y salir en búsqueda de las ansiadas comunidades. Los nervios se apoderaron de mí mientras Melgar parecía no caer en la cuenta del propósito. Finalmente vimos cómo nuestra pequeña moneda elevaba su ligero peso, por acción del agua dilatada, y volvía a caer en la posición original produciendo un casi imperceptible ruido: la puerta de entrada al inicio de nuestra lectura de cartas. El aliento volvió a nosotros. La sesión se prolongó un par de horas más pero lo sorprendente es que al día siguiente había una cola enorme de personas dispuestas a que les leyéramos las cartas. A partir de ahí, la relación con los lugareños fue mágicamente otra, 

De todas las lecturas que hicimos para preparar la práctica, todas ellas muy formales y profesionales, teóricamente fundamentadas y metodológicamente viables, ninguna llamaba la atención sobre cómo enfrentar situaciones tan improbables como la narrada. Ciertamente llegamos con más teoría que con habilidades para iniciar la relación con las comunidades y sus miembros, fuera de la presentación oficial con sus autoridades, cuando era el caso. Un texto que se llamara “El papel de los juegos de mesa en la construcción del approche antropológico” hubiera sido de gran utilidad sin duda.

Satisfechos por el resultado y con nueva información salimos al día siguiente a las ¡cuatro de la mañana! para “aprovechar el día”, según el maestro Melgar. Además, hizo que nos bañáramos a esa hora y con agua fría en plena sierra alta. Emprendimos la salida y caminamos por horas tratando de encontrar alguna ranchería, alguna casa. La distancia entre una y otra es enorme, su distribución espacial es así desde tiempos inmemoriales, lo comprobamos mientras comíamos nuestro abasto alimenticio. Las casas que encontramos estaban sin gente que nos atendiera. De pronto alguna mujer que no hablaba castilla nos impulsó a seguir caminando. A media mañana nos perdimos y tardamos bastante en encontrar la vereda que nos llevaría de regreso a nuestro punto de salida. Caminamos en sentido contrario con el ánimo de encontrar con quien charlar, pero no corrimos con suerte. Así que nos dedicamos a tomar fotos sin darnos cuenta que a veces irrumpíamos en lo que podría llamarse las milpas. Ello fue motivo de agrias discusiones posteriores con el resto de los equipos, pues a todas luces ese modo de proceder no sólo nos alejaba de los informantes sino que abonaba en una mala relación de los estudiantes con su campo de exploración. Discusiones que aportaron bastante a nuestra propia formación profesional, ya que ponían en el centro del debate cuestiones sobre el quehacer antropológico, el papel del sujeto y su interacción con el objeto y otras cuestiones que articularon, sobre todo en el salón de clase, nuestra formación misma, y ahí tuvo mucho que ver Melgar.

El tiempo dio para que charláramos de otras cosas, de nosotros mismos. Fue así que conocí a un Ricardo Melgar distinto al profesor que se preocupaba porque todo estuviera sustentado en argumentos teóricos, con rigor académico. Supe entonces de su participación en el movimiento estudiantil en su país, de su pasión por la poesía y de su propia dedicación a la prosa rimada. Ahí fue que conectamos con la poesía. Danzaron en el camino versos de Celaya, de Manrique, de Vallejo, de León Felipe, de Lorca y Miguel Hernández. Me parece que a partir de entonces la relación que establecimos fue más personal, menos impuesta por el vínculo dialógico alumno maestro.

Nuestra práctica culminó con una gran celebración en el Centro Coordinador del Instituto Nacional Indigenista en Guachochic, “Eréndira”, cuyo plato principal fue un tremendo chivo a la barbacoa traído desde Santa Anita. Esta experiencia significó mucho para todos y cada uno, me atrevo a decir que nos hermanó, aunque siempre haya habido diferencias entre algunos de nosotros.

De Melgar debo decir que nunca dejó de ser mentor, faro y guía. Todo el tiempo insistió en que comprobara lo que afirmaba, que no especulara más allá de la enunciación de hipótesis, que no diera por hecho nada sin evidencia. Se preocupó porque tuviéramos los mejores profesores, antropólogos, historiadores. Fue pieza clave en el desarrollo y culminación de las carreras de muchos de nosotros. Nos acercó al conocimiento de grandes autores, González Prada, José Carlos Mariategui, entre otros. Nos ilustró con relatos sobre la Tercera Internacional y su influencia en los países latinoamericanos. Ahí conocimos a Tina Modotti, a Julio Antonio Mella, a Diego Rivera y su relación con el Partido Comunista. Contribuyó para que conociéramos y nos entusiasmáramos con los Estridentistas a través de las hazañas de Germán List Arzubide, sobre todo la de la bandera que Sandino arrancó al ejército gringo y que el poeta llevó a escondidas, pasando por Estados Unidos, al congreso de Americanistas celebrado en Europa. Nos dio una nueva perspectiva de los movimientos sociales, los del pasado y los que sucedían entonces en Guatemala, en Nicaragua, en El Salvador. Fueron tantas las enseñanzas, los temas, que se diluyen en el tiempo. Fue en Barcelona la última vez que vi su guerrera figura, orgullosa y plena por haber vencido una trágica enfermedad que lo aquejaba.

Hoy ya no está entre nosotros, pero dejó un legado enorme entre los muchos alumnos que formó a lo largo de generaciones. Adiós Ricardo, que la luz en que deveniste siga alumbrando.

 

[1]    Frase con la que se saludan los rarámuri.