No. 63, Octubre-Diciembre

Querido Ricardo

Ciudad Juárez, México, 10 de agosto de 2020.

Querido Ricardo.

Me entero de tu partida por los colegas que colocaron obituarios electrónicos. Unos minutos antes Alejandro, Arnulfo y Carlos me buscaron para saber si sabía algo. Aun sabiendo de tu delicado estado de salud, la noticia no resultó ser menos impactante. Dahil me lo confirmó y de inmediato se lo comuniqué también a María Elena ya que ella, desde Santiago de Chile y como te lo comenté, buscaba desde hacía tres semanas una reunión contigo, un coloquio remoto pues queríamos reír contigo una vez más. Margarita no lo podía creer.

Te fuiste hoy, 10 de agosto. ¿Sabes? En Ciudad Juárez es día de fiesta, desde hace tres centurias, poco más o menos. Hoy la fiesta está apagada, guardada hasta otro agosto, si bien nos va. Así como todos los 10 de agosto, conmemoran el martirio de San Lorenzo, patrono de este pedazo de desierto en la orilla norte de Nuestra América, año con año, a excepción de éste, y todo por un maldito virus que ha trastocado la vida y el pensamiento de la humanidad entera. Este lunes dejo guardado todo mi entusiasmo y mis compromisos para beber un vaso de vino por ti, mi maestro y mi amigo. Me embarga la tristeza por tu partida, peor cuando se da en un contexto de recogimiento involuntario, de temor y de frustración. Pero bebamos…


Ricardo Melgar, 1990. Foto: Archivo familiar

Celebro todo eso que nos permitimos mientras estuviste con nosotros. Pronto nos iremos los demás y tú bien sabes que el punto final no permite el más allá dentro de la línea de la vida, que es como la línea en la escritura. ¿Para qué hacernos ilusiones? ¿Terminaste? El grave problema contigo siempre fue que el punto final era preludio de algo nuevo. Siempre hay algo inconcluso, es difícil comenzar a cerrar puertas pues siempre hay algo más que no alcanzamos a terminar de leer, de reflexionar, de proponer, de dejar sentado en un papel o en un archivo electrónico. Lo nuevo es que ahora estamos sin ti, pero los frutos de tu paso por esta vida, por nuestras vidas, seguirán brotando y madurando, aunque nunca alcancen la excelsitud de esos a los que nos acostumbraste desde hace ya poco más de cuarenta años. Será difícil la continuación después del punto final que has marcado.

¿Recuerdas la incertidumbre con la que nos vimos por vez primera? Era abril de 1977. Por una parte, se trataba de una acción de extrema urgencia que quedaras con el puesto de profesor en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, la ENAH. Te jugabas el proyecto de permanencia, aunque fuera temporal, en México y en el posgrado de la UNAM. Por supuesto, es la escuela solamente lo sabías tú, no esgrimiste el argumento sensiblero para sobornar a alguien. No había oportunidad de fallar. Para lograrlo, había que probarse ente los estudiantes de antropología, después ante un comité evaluador, para luego lograr la venia de quienes decidían la asignación de recursos.

En tu primer acercamiento a los estudiantes, todos estábamos ofuscados porque decidiríamos quiénes podían quedarse a dar clases en la escuela y quiénes deberían buscar otras opciones de vida. Te quedaste debido a la pasión mostrada ante sesenta neófitos que no sabían siquiera con qué se comía eso que llaman antropología. Hablaste, te explayaste y soltaste todas tus emociones desde muy dentro para afirmar tu compromiso con la disciplina, con el conocimiento, con esos mocosos que no sabían la O por lo redondo, pero a quienes contagiaste la decisión de andar los caminos, de remover obstáculos, de observar, documentarse, preguntarse y, sobre todo, vivir el trabajo académico, con esa intensidad que daba la novatez y la inmadurez nuestras. Qué pena por los otros candidatos al puesto. Jamás olvidaré su ausencia de chispa, la evidencia del chambismo, la posibilidad de aterrizar en un empleo que no requería de trabajar, de sentir, de gozar todo eso que puede vivirse cuando uno hace lo que se le viene en gana y se apasiona, y se desvive por alcanzar las ideas, por escudriñar significados. Nuestro primer encuentro resultó harto prometedor, aunque en la promesa no imaginábamos lo duro que debíamos trabajar.

Por supuesto, a la distancia es que puedo valorar esa parte de nuestras vidas. En ese momento era solamente el contagio del entusiasmo y la pasión por sentir la antropología y tu manera de vivirla, Ricardo. No pasaron cinco meses cuando ya estabas promoviendo el trabajo de campo entre individuos que más o menos comenzabas a tratar dentro del salón de clases y en un país que deseábamos ver con una mirada diferente a la que se nos presentaba de manera poco asible por estar atornillados a la comodidad de la ciudad, a las aulas de clase y a la maravillosa Biblioteca Nacional de Antropología e Historia. La otra parte de la vida a la que se supone que nos queríamos dedicar, se encontraba lejos de la ciudad, de las aulas y de la biblioteca. Para llegar a donde todavía no sabíamos qué era ni cómo encontrarlo, se incrementaron los recorridos por la ciudad, se intensificó nuestra presencia en el aula y profundizamos nuestras búsquedas y tiempos en la biblioteca. Exploramos las posibilidades de viaje, establecimos los contactos primeros y en septiembre nos embarcamos en un autobús con rumbo a la ciudad de Parral. Atrás quedaban la escuela y muchas inocencias, además de un par de profesores que no aguantaron el ritmo de trabajo impuesto por este joven y entusiasta Ricardo Melgar que junto con otro maestro y cuarenta pelafustanes marchábamos “a las áridas regiones de la América del Norte”, como las describió alguna vez Chava Flores, aunque faltaban todavía algunos años para que el empuje neoliberal en México buscara desmarcarse de la política que nos ligaba más a la Iberoamérica que a la desabrida Norteamérica. Veintitantas horas de carretera en esa época se nos hicieron nada.

Ese viaje a la Sierra Tarahumara en el otoño de 1977, encabezado siempre por ti, a pesar de los esfuerzos saboteadores del elemento charlatán, fortaleció la idea del compromiso, de la lealtad, del trabajo y de la reflexión. Se convirtió en el punto de aceleración de lo iniciado en el aula llamada Robert H. Barlow (de quien, por cierto, no recuerdo haber leído algo) de la ENAH: Ricardo, pasaste de ser un excelente profesor a ser, además, un extraordinario amigo. Lo que para muchos era expresión irresponsable de un profesor recién llegado al país al frente de un maltrecho conjunto de estudiantes citadinos, se convirtió en un prolongado procedimiento de adhesión crítica al proceso sustancial de trabajo etnográfico y dentro de entornos periféricos en el sistema capitalista. Los intereses detonados en esa práctica fueron muy diversos y para todos ellos tuviste tiempo para promoverlos, definirlos con los individuos o los grupos, pulirlos y encaminarlos hacia su significación. Por supuesto, eso sucedió con quien así lo quiso. Aquí, mi estimado, entiendo la práctica como el viaje primigenio de formación en el quehacer antropológico, así como el complejo proceso de conocimiento crítico, teórico y metodológico, de una tradición ética e intelectual a la que siempre aderezaste con apertura, exigencia, claridad y honestidad.


De izquierda a derecha: Ricardo León García, Ricardo Melgar Bao y Carlos González Herrera.

Se auguraba en el medio escolar que “la práctica en La Tarahumara” sería solamente llamarada de petate. Afectaba los usos y costumbres; rompía inercias y no falta quien se haya atrevido a hablar de romper paradigmas… no es para tanto. Me impresionó siempre la seguridad con la que defendiste el proyecto que no solamente implicaba la región objeto de estudio. Al viaje de septiembre de 1977 se añadieron el de un año después, también en septiembre y octubre; siguieron dos en 1979 y una vez más en 1980. Siempre bajo tu dirección, aunque en las últimas aventuras decidiste dejar a los aprendices jugar solos en el campo.

A la par del trabajo en el estado de Chihuahua, cuya información procesábamos en prolongadas sesiones colectivas dentro y fuera de la ENAH, se fueron entretejiendo procesos que no fueron difíciles de entender para quienes estábamos inmersos en ese mundo que ya no era solamente tuyo, sino al que le abriste las puertas y las ventanas para que entráramos quienes quisiéramos, para que salieran quienes no estuviesen de acuerdo con el curso de los acontecimientos y para darle aires de diferentes matices teóricos, bocanadas de alientos nuevos provenientes de diversas experiencias. Aprendimos, y eso me enorgullece, que el proceso formativo no puede dejarse solamente a los designios de una institución, sino que el esfuerzo colectivo, desde dentro, bien pensado, puede ampliar las perspectivas y consolidar un proyecto que, si se asume como personal, fracasa al no considerar los intereses y los esfuerzos de la colectividad. Lo interesante siempre fue negociar, argumentar, defender posiciones y tratar de alcanzar con trabajo lo que nos propusimos.

En el entramado formativo del que fuiste “culpable”, propusiste y dirigiste un taller de investigación que difícilmente pudo haberse imitado en la historia posterior de la ENAH, tanto por sus visiones como por sus alcances. Lo dudo, aunque no puedo asegurarlo, pues mi ausencia de la ENAH ya es de larga data. ¡Teníamos sesiones los sábados por la mañana! Para la pequeña burguesía revolucionaria de esos tiempos, la semana comenzaba el lunes hacia el medio día y para el jueves por la noche ya se había terminado la enjundia por el cambio. Los viernes eran de fiesta. Pero allí estaban los “locos del taller de Melgar”. El nombre del taller fue cambiando conforme fuimos ampliando nuestras expectativas e intereses, pero siempre fue un trabajo de sol a sol, los siete días de la semana. A partir del taller estuvimos en contacto con los investigadores del CISINAH, hoy CIESAS, del DEH del INAH, del Colegio de Estudios Latinoamericanos de la UNAM, del COLMEX, de las universidades Veracruzana, Michoacana, de Chapingo; entablamos relaciones con filósofos, economistas, sociólogos, profesores, indigenistas, sacerdotes y antropólogos de múltiples lugares del país, así como de Europa, el Caribe, Centro y Sudamérica.

La amplitud de esas visiones nos llevó a pensar en la posibilidad de contar con mucha de la gente con la que entramos en contacto, a través tuyo, como parte de la planta docente de la ENAH, aunque fuera por contratos temporales. Muchos de ellos aceptaron darnos clases después de haber participado en el taller. Nos apoyaste en el esquema argumentativo, que no se quedara en medias tintas pues las condiciones económicas no eran del todo atractivas para llevar profesores temporales a una escuela que vivía del prestigio académico de otros tiempos. En otros casos, cuestionaste la conveniencia académica o política de llevar a la escuela a tal o cual persona. Sin embargo, de la posibilidad de un acto inoportuno también aprendimos. No se trataba de obedecer, sino de razonar, argumentar y actuar en consecuencia. Derivado de ello, tuvimos la fortuna de contar con gente brillante en su campo disciplinar, con personajes de alta catadura teórica y de amplia experiencia con los que nos fuimos formando y de quienes aprendimos aprovechar su generosidad para reforzar proyectos. Nuestra participación alrededor de Guy Rozat para impulsar la creación de la licenciatura de Historia en la ENAH, fue nutrida en gran parte por esa experiencia.

En un tiempo en el que dependíamos de nuestros cuadernos de notas, de las tarjetas para ordenar ficheros, de kilómetros y kilómetros de líneas escritas a lápiz o con bolígrafo, de esas anotaciones interminables que buscaban corregir y reforzar argumentos, sin tener la opción de desviarnos por la web, ni siquiera en la televisión, alcanzamos a conocer y discutir, estudiar y contraargumentar con una serie de disímbolos pensadores y teóricos: Camus, Mella, Gramsci, Brecht, Rossanda, Levi-Strauss, Ribeiro, Durkheim, Marx, Zola, Hobsbawm, Arciniegas, Hostos, Deutscher, Aricó, Mariátegui, Rodó, Beauvoir, Martí, Vasconcelos, Lenin, Zea, Trotski, Millones, Mao, Weber, Foucault, Unamuno, Hernández, Bakunin, Bujarin, Macera, Henríquez Ureña, Vilar, Luxemburgo, Benjamin… a todos ellos los conocí en tus clases, en tus talleres, en tu casa alrededor de esa mesa redonda siempre llena de libros, de carpetas con papeles, de instrumentos de escritura y una máquina de escribir. A veces, a alguno de nosotros le tocaba trabajar en el suelo. Además, teníamos la oportunidad de tratar con la gente que te buscaba siempre en busca de una buena discusión por algún asunto teórico o alguna noticia de gran impacto en el mundo latinoamericano. Recuerdo de ese tiempo a Alonso, a Rodolfo, a Emilio y a Pablo, pero eran muchos más. No dudo que permanezcas en el pensamiento de ellos. He de platicar al menos con Alonso para volver a reír de lo que vivimos junto a ti.

Todos nosotros llegamos a sentirnos como parte de la familia. Las circunstancias nos llevaron a pasar gran parte de nuestro tiempo contigo y con Hilda, de quien además de solidaridad y amistad, recibimos múltiples reflexiones y enseñanzas. También, cómo olvidarlo, nos enseñó a comer al estilo limeño y buscamos convencerles de las bondades de la comida con acento mexicano; afortunadamente, no se trataba de competir, sino de gozar y así sucedió. En pocas palabras, ustedes nos adoptaron y nosotros a ustedes. Por cierto, echaré de menos tus llamadas telefónicas de domingo antes del amanecer. A nadie más podría yo permitirle semejante acción.

El aprendizaje y la amistad se forjaron a partir de una relación de trabajo constante, a veces extenuante. Fueron nuestros primeros cuatro años de formación antropológica, de exploración documental, de elaboración de proyectos, de entrevistas y charlas con mucha gente dentro y fuera del ámbito académico, de planeación del trabajo de campo, de sistematización de la información y de constantes carcajadas. Lo que hayamos aprendido es mínimo si lo colocamos en la balanza contra todo lo que buscaste ponernos enfrente para tomarlo y desmenuzarlo, analizarlo y reflexionarlo.

A ti te debemos, Ricardo Melgar, una visión latinoamericana del pensamiento. Nos empujaste a dialogar siempre con la intelectualidad andina, rioplatense, brasileña, caribeña, sin hacer a un lado las deudas que el conocimiento tiene con las tradiciones académicas y políticas francesa, alemana, ibérica, británica o italiana. Sin embargo, fuiste insistente en que no se trataba de intercambios nacionales, sino de alcanzar la visión panorámica que brinda el pensamiento multiclasista de diversos orígenes geográficos: antes de convertirse en “crítico de pacotilla”, llegaste a decirnos, de esos que descalifican las etiquetas impuestas por el origen de clase, de estado nacional o de corriente política o académica, debe uno adentrarse en el discurso que buscan criticar para mantener una posición bien argumentada al respecto. Otros han de decir si aprendí la lección.

De esos tus años iniciales en México, coincidentes con mi (nuestra) formación profesional hay muchas huellas, unas más profundas que otras. Deberíamos escribir todo eso que charlamos durante más de cuarenta años. Haber crecido a tu alrededor me enriqueció. Siempre estaré agradecido por ello y sé que mis amigos-compañeros también lo están. Juntos, aun a la distancia impuesta por la contingencia sanitaria, hemos de recordar, de volver a gozar todo eso que nos formó y que vivimos junto a ustedes. Pero algo nos queda aquí donde veneran a San Lorenzo. En la Biblioteca Central Carlos Montemayor de la UACJ se resguarda el fondo Ricardo Melgar Bao, existente gracias a tu generosidad. Como dije más arriba, tus puntos finales, por lo general, nos deparan nuevos esfuerzos. Honraremos el que tu hiciste para recopilar todo ese material que ahora se encuentra en Ciudad Juárez pues la reflexión sobre Nuestra América debe continuar.

Muchas gracias, Tocayini. Nos encontraremos pronto. Mientras tanto, ¡salud!

Ricardo León García

 

Postdata: Ricardo, mando copia de esta misiva a María Elena, Carlos, Arnulfo y Alejandro, seguramente multiplicarán por mucho lo que digo aquí. También habrás hablado muchas de estas cosas con Emiliano y Dahil, algunas sucedidas antes de que aparecieran por este mundo, a ellos les dedico esto.