No. 63, Octubre-Diciembre

Ricardo Melgar Bao: Un recuerdo agradecido

 

Formé parte de la generación 1977-1981 de la licenciatura en Antropología Social de la ENAH. En mi memoria se agolpan un conjunto abigarrado de momentos y procesos que no he logrado poner en un orden narrativo para este testimonio. Quienes integramos aquellas generaciones de la segunda mitad de los años setenta y la primera de los ochentas vivimos una vida escolar universitaria que en muchos casos se podría calificar de frenética, enardecida; en momentos arrebatada con apasionamientos intolerantes. Todo eso, sí. Pero también de una vitalidad gozosa por los espacios de libertad creados en aquel “caos”.

Uno de los resultados de esos espacios de libertad fue, sin duda, la posibilidad de tomar el timón para nuestra formación. El plan de estudios en realidad decía poco del proceso formativo. Fueron aquellos acuerdos entre grupos que, después de chocar, logramos coincidir en afinidades, a veces mínimas y volátiles. ¿Qué queremos leer, qué aprender, en qué tipo de antropólogos nos queríamos convertir?   En esas encrucijadas de libertad se formaron las generaciones de esa época. En muchos sentidos pudimos elegir a quiénes tendríamos de compañeros de banca y a quiénes estarían frente a nosotros en calidad de maestras y maestros.


Hilda Tísoc y Ricardo Melgar, 1977. Foto: Archivo familiar

Algunos quienes formamos parte de mi generación armamos algo parecido a un plan de formación académica. Por simpatía o corazonada, más que por un profundo acto de discernimiento teórico, elegimos a algunos profesores. Cada uno de nosotros armó una apuesta formativa para los siguientes cuatro o cinco años. No todas las rutas fueron iguales, pues poco a poco se empezaron a decantar temáticas, énfasis disciplinarios, períodos históricos, etcétera.

Entre los integrantes de aquella generación hubo diferencias, presiones para trabajar bajo un régimen de fidelidades y, por supuesto, francas antipatías.

Hacia el segundo año de nuestra llegada a la ENAH, aún en los altos del Museo Nacional de Antropología e Historia en Chapultepec, apareció Ricardo Melgar Bao. Un antropólogo peruano del que sabíamos casi nada, pero que logró capturar nuestro entusiasmo pues a pesar de su juventud, proyectaba la imagen con gran experiencia en el trabajo de campo y con un sólido bagaje teórico de las ciencias antropológicas. Pronto descubrimos que no obstante ser un peruano de cepa, nos abriría la posibilidad de reflexionar en clave latinoamericana y con una mirada crítica hacia la antropología como instrumento de los intereses colonialistas y las empresas transnacionales. Había, también, algo novedoso en Ricardo; su repertorio narrativo era elegante, lo que le permitía armar un discurso académico contundente, pero no estridente.

 

LA ENAH y el Norte

Dentro de los subgrupos que componían la generación en referencia, nos encontrábamos una media docena de estudiantes que habíamos puesto nuestra mirada en el norte. En el país de los Tarahumaras, como dijo Artaud. Como todo en la ENAH de aquellos días, la opción se sometió a debate. Sería, según recuerdo, nuestra primera temporada de trabajo de campo; se trataba de un viaje de más de 1,500 kilómetros para internarse por unas 4 o 5 semanas en la Sierra Tarahumara y permanecer prácticamente aislados.

Recuerdo un viaje de exploración, junto a Tajín Villagómez, a la ciudad de Chihuahua. Se trataba de saber si contaríamos con apoyos para establecernos en Guachochi, Santa Anita y Tónachi. Tuvimos éxito y de regreso a la ENAH, se tomó la decisión de que un grupo numeroso de estudiantes de tercer o cuarto semestre, realizara su trabajo de campo en la sierra de Chihuahua. Dos profesores decidieron acompañarnos: Ignacio Cabrera y Ricardo Melgar.


Ricardo Melgar con estudiantes en trabajo de campo, década de 1970. Foto: Archivo familiar

La temporada de campo fue un éxito. ¡El grupo regresó completo a la Ciudad de México!   El subgrupo interesado en el norte se consolidó y bajo la dirección de Ricardo Melgar se fundó un Taller de Antropología de la Tarahumara, que casi de inmediato se convirtió en el Taller de Antropología Política de América Latina (TAPAL). De esta manera, Melgar nos obligó al análisis de lo local, con una mirada mucho más amplia.

Entre los años 1979 y 1980 los viajes a la Tarahumara continuaron. El grupo multitudinario se redujo a un compacto grupo de estudiantes, a los cuales Ricardo empezó a exigir un trabajo de campo mucho más riguroso. Antes que sesudos análisis sobre la situación atávica de marginación y saqueo de recursos que había sufrido el territorio rarámuri, debíamos abandonar la idea del trabajo de campo como mero deambular caminos e importunar a la gente con preguntas desordenadas.

Apareció el Cuaderno de Apunte Etnográfico (CAE), que era revisado puntualmente por nuestro maestro. Nos pidió leer y releer la Guía Murdock, de manera que nuestros recorridos lograran obtener mayor información, pero con un orden que después diera sentido a su lectura.

Nuestra generación se despidió de la etapa formativa presencial en la ENAH en 1981. Tocaba el turno de empezar a definir caminos individuales. La experiencia formativa escolarizada nos permitió forjar alianzas académico-amistosas que han sobrevivido por casi cuatro décadas. Sin duda alguna, resalta la que me unió, junto a varios queridas y queridos colegas, con Ricardo Melgar Bao.

De una forma u otra. El interés por el norte de México al que Ricardo contribuyó a dar forma, produjo además de varias tesis de licenciatura, la futura migración de un buen número de antropólogos de aquella generación a la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez hacia finales de la década de los ochentas.


De izquierda a derecha: Carlos Gónzalez Herrera, Ricardo León García, Ricardo Melgar Bao y Alejandro Pinet Plascencia, 1991. Foto: Archivo familiar

 

Calle Elisa y la anfitrionía comprometida

Para un grupo pequeño de estudiantes, la experiencia formativa con Ricardo Melgar rebasaba el horario escolar. Al salón de clases, la biblioteca y el trabajo en el TAPAL, las visitas a la casa de Ricardo e Hilda Tísoc se empezaron a volver regulares.

El primer domicilio que tuvieron, según recuerdo, era un pequeño departamento en un edificio de la calle de Elisa, en la colonia Nativitas. A tiro de piedra de la estación del Metro del mismo nombre. Una zona plagada de comercios y con una oficina de Correos Mexicanos. Pronto lo entendí: el Metro lo conectaba con la ciudad y la oficina de Correos con el Perú que dolorosamente tuvo que abandonar, por seguridad, el matrimonio Melgar-Tísoc.

Ricardo, Hilda y luego Emiliano y Dahil cambiaron domicilio en varias ocasiones. De Nativitas al sur de la ciudad. Después por cuestiones de salud a una zona montañosa antes de llegar a Cuernavaca, para luego irse a la propia ciudad de Cuernavaca, buscando un clima más cálido. Fui invitado y los visité en todas las casas que convirtieron en hogar y siempre en sede de tertulias en las que se privilegió la amistad y la inteligencia. Pero recuerdo el departamento de la calle Elisa como el lugar en que se hizo la propuesta, silenciosa, de que la formación intelectual no escolarizada continuaría.

Las numerosas reuniones que, desde Elisa hasta Cuernavaca, se sucedieron por espacio de muchos años fueron siempre gozosas, pero siempre reflexivas. La primera vez que le escuché a Ricardo, años después, la palabra sentipensante, me permitió recobrar el privilegio de aquellas tertulias auspiciadas por una anfitrionía generosa pero comprometida.

 

De la Sierra a la Frontera

Entre 1981 y 1990, quienes integramos aquella primera generación de estudiantes de Ricardo Melgar, terminamos nuestra licenciatura en la ENAH. Con una fuerte inclinación por el trabajo en archivos, varios de nosotros elaboramos tesis adentrándonos al pasado con mirada de antropólogos. Las temáticas fueron varias, pero, sin proponérnoslo como un plan, se produjeron tesis sobre el norte de México, con un interés particular en la Nueva Vizcaya y en Chihuahua.

Después los horizontes se ampliaron, algunos viajaron al extranjero para estudiar posgrados, otros consiguieron trabajos en puntos opuestos de la geografía nacional, otros más permanecimos en la Ciudad de México donde seguimos estudiando, conseguimos nuestros primeros trabajos como profesionales. Ricardo Melgar, por su parte, inició también su aventura propia en la FFyL de la UNAM en la que se doctoró en Estudios Latinoamericanos, programa en el que después fue un destacado y querido maestro.

Esos años fueron intensos, plagados de proyectos. Para varios de nosotros hubo un proceso de maduración adicional, nos transformamos en colegas de dos o tres de nuestros antiguos maestros.

La tribu norteña de aquella generación quedó concentrada en la frontera norte, desde 1988, ante la generosa convocatoria que un año antes nos hiciera la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Al poco tiempo el grupo se hizo su espacio académico, social y político. La mayor evidencia de este asentamiento exitoso fue el inicio del Congreso Internacional de Historia Regional Comparada en 1990.[1]

Recién iniciando aquella nueva década, la complicidad “norteña” de Ricardo Melgar con sus ex estudiantes cobró una nueva vitalidad. Las visitas a Ciudad Juárez se hicieron frecuentes. Siguiendo el patrón de las tertulias de años pasados, las reuniones eran festivas, pero siempre precedidas de intensas jornadas de trabajo académico.

En Ciudad Juárez, además de visitar a sus exalumnos, colegas, amigos, Ricardo tuvo la dicha de encontrarse con un antiguo compañero de los estudios latinoamericanos en la UNAM, Alonso Pelayo. El hogar de Alonso y su esposa, Bertha Caraveo, se convirtió durante los años noventas en la sede de las visitas de Ricardo a la frontera.

Ese norte mexicano, que para Ricardo Melgar Bao inició en la Sierra Tarahumara, continuó en la excéntrica, violenta y fascinante frontera México-Estados Unidos. La Universidad Autónoma de Ciudad Juárez se convirtió durante los siguientes 20 años en espacio fértil para algunas empresas intelectuales de gran importancia. Sin ser cronológicamente exacto, fue esos espacios universitarios en los que el Dr. Melgar expuso sus primera ideas sobre los exilios latinoamericanos; se internó a un campo poco explorado de la Antropología Cultural y Urbana con estudios sobre la “nocturnidad”; lanzó la idea de la actitud “sentipensante” como una forma de trabajo intelectual y de análisis; nos inundó de información sobre los movimientos sociales latinoamericanos de todo el siglo XX.


Algunos estantes del Fondo Ricardo Melgar Bao, Biblioteca de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Foto: Archivo familiar

Reservo para el final de este pequeño ejercicio de memoria agradecida y deudora, el relato brevísimo, casi lacónico, de uno de los mayores actos de generosidad y desprendimiento que yo haya atestiguado.

Hacia mediados de la década de los noventa, terminábamos una cena y larga sobremesa en la casa de Berta y Alonso, cuando ya casi despidiéndonos pasamos a la sala. Ricardo se encontraba reflexivo pero feliz. Se metió entre los cojines de uno de los sillones, como cobijándose o creándose una barrera protectora y empezó un largo soliloquio sobre las bibliotecas y los archivos personales. Sobre los destinos trágicos en que a él le había tocado ser rabioso y apesadumbrado testigo. También nos compartió lo que para él eran las etapas de la vida que poco a poco se van construyendo. Hilda y él ya estaban por cumplir 20 años de estancia en México y el regreso al Perú, anhelo que nunca los abandonó del todo, se podía compensar con visitas frecuentes. Emiliano y Dahil, nacidos mexicanos, seguramente harían su vida en este país.

Recuerdo que nos compartió su ilusión de pronto iniciar una etapa de vida, en la que los contactos internacionales que había ido construyendo gracias a su dedicado esfuerzo por nunca dejar de pensar en el conjunto Latinoamericano, le permitieran realizar estancias fuera de México. Poco después, los viajes internacionales de Ricardo empezaron a multiplicarse.

Sus amigos norteños, presentes aquella noche/madrugada, empezamos a intuir el objetivo final de su conmovedor monólogo. Aquel día, Ricardo había visitado la recién inaugurada biblioteca universitaria. Lo había impresionado no sólo la calidad de las instalaciones sino el carácter absolutamente profesional que su manejo tenía y tendría. Había conocido, además, tanto al rector como al director del proyecto de las bibliotecas universitarias. Ambos con ascendencia china y con los que desarrolló una empatía casi inmediata.

Vino la propuesta. En caso de que decidiera donar su biblioteca y archivo, lo apoyaríamos para que fuera la biblioteca de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez la beneficiaria y custodia de aquel acervo. El entusiasta SÍ de nuestra parte lo llevó a telefonear a Hilda, a pesar de la hora, para buscar su voto aprobatorio.


Ricardo Melgar Bao con los encargados de Colecciones Especiales, donde quedó albergada el Fondo Ricardo Melgar, de izquierda a derecha: Juanita Martínez, Rebeca Gudiño y Fabián Inguarán. Biblioteca de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Foto: Archivo familiar

Al día siguiente todos seguíamos en el asombro. De hecho, requeríamos una confirmación de que lo sucedido horas antes no había sido un malentendido facilitado por el abundante licor ingerido. La ratificación vino cuando un Ricardo Melgar sonriente y bromista nos soltó: ¿pero qué he hecho?, seguido de una de sus estentóreas y características carcajadas. La decisión de renunciar a sus libros y archivos ya estaba tomada. Fue un acto de generosidad, pero al paso de los años he comprendido que fue un pronunciamiento de su cariño y amistad por la tribu norteña que él ayudó a construir.

Hoy el Fondo Ricardo Melgar Bao es la más rica mezcla de biblioteca y archivo de la sección de Colecciones Especiales de la Biblioteca Carlos Montemayor de la UACJ. Es además uno de los espacios más prometedores y, me temo desconocidos, para los latinoamericanistas de nuestros día y del futuro.

 

[1]      Ricardo León García, Chantal Cramaussel, Salvador Álvarez Suárez, Arturo Márquez Alameda, Jorge Chávez Chávez