No. 63, Octubre-Diciembre

Ricardo Melgar descolonizador ferviente

 

Al escribir estas líneas, me entero de la muerte de Quino y recuerdo que su hija Mafalda, con cierta desesperación gritaba: “paren el mundo, me quiero bajar”. Este mundo va en una carrera enjundiosa al despeñadero y, sin embargo, muchos de sus habitantes no parecen darse cuenta. Me pregunto para que sirven tantos estudios y muy serios y solemnes análisis de muchos científicos y otros que parecen serlo acerca de las características esenciales que rigen a todo tipo de sociedades. Esto me lleva a examinar el papel de los intelectuales. Como se recordará, para Antonio Gramsci todos los seres humanos son intelectuales, pero solo algunos cumplen la función intelectual. Un intelectual orgánico es el que pone las bases para una hegemonía cultural al servicio de determinadas clases sociales. Recientemente, un conjunto de adversarios y el presidente de México firmaron un llamado manifiesto de intelectuales donde en realidad la presencia de intelectuales no era muy abundante. Este manifiesto fue respondido por partidarios del gobierno mediante un desplegado donde se notaba la escasa presencia intelectual. En casi toda nuestra América se puede llamar intelectual a quien sabe hacer una ecuación de primer grado y reconoce la obertura Guillermo Tell de Gioachino Rosinni. El analfabetismo estricto pulula por todas partes y aún más el analfabetismo funcional porque este llena de máscaras nuestras protuberantes ignorancias.

Ricardo Melgar aceptó el desafío y decidió abordar el mundo del cual quería bajarse Mafalda. Ricardo se oponía a los monocultivos en la agricultura, pero con más énfasis a los monocultivos en la cultura. La importancia de Melgar radica en que ella se intentó negarla y oscurecerla para que no fuera conocida ampliamente en nuestra América Latina, y esa intentona la querían oponer los grupos hegemónicos. Hay quienes opinan con razón que Ricardo era un discípulo aventajado de su paisano y gran pensador José Carlos Mariátegui, aunque en la época en que este vivió su corta existencia era muy diferente a la que padecemos en estos lúgubres, pero quizá también prometedores días. Melgar rehuía hundirse en las arenas movedizas de la autocomplacencia y generaba un enfoque crítico que constituye una especie de mariáteguismo de fines del siglo XX y principios del XXI. No es de olvidar que Mariátegui fue acusado por algunos dogmáticos irredentos de apartarse del marxismo por subrayar la emocionalidad intrínseca del voluntarismo militante y porque aborrecía la racionalidad fría de los textos talmúdicos. Ricardo al igual que Mariátegui, nunca dejo de emprender un combate descolonizador.


Ricardo Melgar, 1968. Foto: Archivo familiar

En nuestra América Latina con perseverante y molesta frecuencia, repetimos como loros descontrolados pensamientos y tesis que se han originado en otros lares y bajo otras circunstancias. Recuerdo que cierta dama más o menos famosa en su campo filosófico estuvo a punto de abofetearme cuando le dije que Antonio Caso se “fusilaba” párrafos de obra de Henri Bergson. Por otra parte, mi amigo y adversario ideológico, el filósofo Carlos Pereyra, ni siquiera leía a  Caso porque se daba cuenta de su servidumbre colonial. En otra ocasión, con motivo de un trabajo de campo mi colega Marcela Lagarde y yo le pedimos a Sergio de la Peña que nos elaborara un cuestionario sobre el tipo de economía que practicaban los campesinos en la zona mazahua del Estado de México. Sergio fue un destacado economista y un brillante pensador, pero me sorprendió que el cuestionario empleaba términos de contaduría como activo, pasivo, capital, reserva para depreciación, etc., que los trabajadores del campo no utilizaban, Sergio utilizaba una terminología que no era usual entre los campesinos de esa zona, por lo menos en esta época. En otras ocasiones me ha llamado la atención los esfuerzos de algunos psicoanalistas por aplicar el psicoanálisis de corte freudiano a ciertas comunidades indígenas. Muchos de nuestros intelectuales acostumbran a usar el impermeable cuando está lloviendo en París o en Chicago tal como lo expresaba Diego Rivera.

Pero Ricardo Melgar me recuerda a Lluís Companys, aquel presidente catalán que fue entregado por los fascistas franceses a las hordas sanguinarias del dictador Francisco Franco. Antes de ser fusilado, Companys decidió descalzarse   para sentir su tierra nativa bajo sus pies y como se trasmitía el amor de ella a su cuerpo. Ricardo no fue fusilado, pero si muerto por un asesino invisible y ya desde mucho antes había descansado sus pies; sintió el calor de su patria peruana y la hondura cálida de su estancia en México. Al igual que intelectuales como José Martí y otros muchos, aprendió a aplicar una serie de estudios ahondando en las raíces estructurales de los objetos que eran materia de su preparación científica y a la vez militante por una causa emancipadora. Fue un forjador de un pensamiento latinoamericano avanzado y por ello mismo su estadía en recintos académicos como los propios del Instituto Nacional de Antropología e Historia no le fueron muy estimulantes porque desde la época poscardenista el INAH se ha visto atacado sórdida o abiertamente en el cumplimiento de sus metas esenciales, favorables a las convergencias culturales de los patrimonios que en esa materia han sido creados por el pueblo mexicano.

Por supuesto, no se trata de hacer una apología de la xenofobia. Recuerdo que Fernando Benítez devaluaba las obras de historiadores como John Womack y Friedrich Katz, so pretexto que eran extranjeros. Sería ridículo e irrisible alegar que las teorías de Darwin no deben aplicarse aquí porque las elaboró un caballero británico, o hacer el ridículo arguyendo que nada de lo que descubrió Rosa Luxemburgo tiene validez en América Latina. De lo que se trata es de, como planteaba Guillermo Bonfil, a partir de nuestras culturas propias, abrir las puertas a la apropiación de otras culturas contribuyentes a nuestro pleno desarrollo social.

Frente al colonialismo intelectual surge la corriente antagónica de este de raíces románticas que culpa de nuestros males a una abstracción llamada “occidente” y considera a las comunidades originarias depositarias de valores que deben permanecer vigentes dado que expresan un espíritu de orden y armonía, mas, como lo sostiene la colega Alicia Barabas, las comunidades en América Latina son muy heterogéneas y varias de ellas sufren divisiones de clases, conflictos sociales, litigios agrarios, reyertas políticas y otros tipos de padecimientos.


Ricardo Melgar (chamarra oscura, y bigote, entre las palabras campesinos y Perú) en protesta en contra represión militar en Perú, Ciudad de México, finales de la década de 1970. Foto: Archivo familiar

Los defensores del torrente globalizador capitalista han inventado una superchería acerca de las comunidades indígenas y campesinas; hacen creer que estas están tratando de recobrar un paraíso perdido que ya no es recuperable. Es por eso que el escritor neoliberal y paisano de Melgar, Mario Vargas Llosa se burla de la “utopía arcaica” y considera al propio Mariátegui y a José María Arguedas como unos soñadores infantilizados. Pero los miembros de las comunidades no buscan un Edén extraviado en las lejanías del tiempo; lo que les interesa es ser los protagonistas de su propio acceso a la modernización; es un error creer que rechazan los avances tecnológicos, que repudian la medicina alopática, que no quieren leer al propio Vargas Llosa y que se oponen a los ferrocarriles porque les espanta su identidad propia de vehículos diabólicos del siglo XXI. Lo que no desean es que se les imponga una modernización impuesta desde arriba por plutócratas que no toman en cuenta los deseos y requerimientos de los miembros de las comunidades.

Con Melgar discutí varias veces acerca del grupo mesiánico y guerrillero Sendero Luminoso, sobre los problemas del INAH, sobre el escaso auxilio a nuestras investigaciones, sobre los logros y desventuras de los patrimonios culturales en la era de la globalización he incluso acerca de las posibilidades de la supervivencia de la especie humana. Ricardo seguía la máxima de Antonio Gramsci de hacer funcionar el escepticismo de la mente y el optimismo de la voluntad y ha llegado el momento de revalorar su obra de estudiarla a fondo. En este espacio no me referiré al estudio de algunas de sus obras porque ello amerita un trabajo mucho más amplio que deseo presentar el año próximo si es que este mundo no termina por desintegrarse y como Mafalda, queramos bajarnos.