Número 7

27 con imaginarias ovejitas, tenemos la certeza que contar lunares preludian un mejor sueño que con las gastadas ovejitas. Nuestra aproximación al universo del lunar tie - ne algo que ver con algo más que con la historia olvidada del destete y de las evocaciones de las fé - minas de la familia propia y ajena. Pero esas anéc - dotas no las contaremos, el derecho a la privacidad es inalienable. Lo que sí podemos testimoniar es que el cine, durante los años de la guerra fría, pobló de lunares nuestro campo visual, nuestro deseo, nuestro saber adolescente y juvenil, tanto que aho - ra ya con el peso de la edad, pocas imágenes nos conmueven. Podríamos decir que el cine, más allá de nuestra singularizada experiencia, construyó en cierto sentido una poética del lunar femenino con Marilyn Monroe, Sarita Montiel, María Félix, Úrsu - la Andress, la lista es imparable. ¿Recuerdan donde tenía sus tres lunares Anita Ekberg? Sin embargo, los lunares de celuloide no fueron los únicos, las canciones y los poemas hicieron también lo suyo dándole forma a este quinto cielo del erotismo. No faltará quien afirme, que el lunar no es más fasci - nante que el ombligo en el cuerpo femenino. Leer los lunares es un tema frívolo insistirán algunos lectores y colegas, sí y no, debemos res - ponderles. La construcción, reelaboración y circu - lación de creencias sobre los lunares son prueba de ello, poco importa que no sepamos filiar co - rrectamente su origen etnocultural sea en México, en nuestra variopinta América Latina o en la no menos colorida España. Nos vamos lejos en el tiempo para reconstituir la eficacia simbólica de los lunares. En el siglo XVII, el lunar fue conceptuado en castellano como influjo del astro nocturno, pero más propiamente por fijar - se en: “... el rostro o en otra parte, como la luna en su orbe”. 4 El mismo autor, nos comenta que los lunares fueron objeto de interpretación por parte de los “fi - sonomistas”, atribuyéndoles la condición de mapas 4  (Cobarrubias, 1631:773). del espacio corporal en su conjunto. Sin embargo, esta especie de “lunarólogos” y sus lecturas fueron perdiendo importancia para el sector ilustrado del barroco, que como el autor, ya las consideraba “niñe - rías” (Idem). Hasta aquí, la luna como el lunar, pare - cen refrendar su doble condición de centro y micro - cosmos. Leer el orbe desde la luna o leer el cuerpo desde el lunar, supone dos premisas: su función de centro y su papel de microcosmos o espejo corporal. Desde allí, es decir desde el “centro” leemos o adivinamos el todo, miramos el territorio reflejado o condensado en la parte. Otra versión, al rastrear filológicamente los sentidos mutantes del vocablo lu - nar, ubica como creencia popular hispanoamericana, que éste en su forma redondeada y su color claro, era asociado a la Luna llena, aunque constata que la forma más frecuente de coloración del lunar era más bien obscura, por lo que en este caso, estaría forzada su relación con la luna llena. Más tarde, se popularizó la creencia de que los lunares eran las marcas cor- porales en el feto, debidas tanto a los influjos lunares como a los deseos de la madre gestante. 5 Empero todo lo dicho, los lunares han sido aso - ciados a estigmas y enfermedades malignas. En lo que va de la segunda mitad de este siglo, la lectura medi - calizada del cuerpo ha hecho de los lunares, tema de preocupación porque algunos se manifiestan como cancerígenos. El dicho popular de que fulano es un lunar negro en la familia o el gobierno, tiene muchas aplicaciones en Morelos, también dentro y fuera del país. Y no es necesario poner ejemplos, hay algunos que casi son objeto de consenso político. Pero la se - mántica del lunar, refuerza en el imaginario popular ese sentido figurado del estigma social, de mancha de diverso grado o calibre que marca a quien se equi - voca, posee un defecto, o comete deshonra. Qué duda cabe que la presencia real o simulada del lunar en el cuerpo de la mujer fascina y seduce. Alfredo Musset (1810-1857) en su cuento El lunar da cuenta de ello en un diálogo en que se alude a Luis XV: 5  (Corominas/Pascual, 1984, T.III:713).

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