Número 48

39 tener su imagen de democracias excelentes. La obediencia irrestricta al protocolo y a la ley, respaldada por la legislación de lo injusto, hace ver a los justos como sujetos peligrosos, y a los ricos como líderes legítimos. La legislación de lo injusto, la ridiculización de la protesta, es decir, la construcción de “verdades históricas” consolida a una clase oligarca que se turna el mando a sí misma para disfrazarse de democracia. El gobierno de los capaces nunca llega porque se obstaculiza por el gobierno de los empresarios (en Estados Unidos) o de los compadres (en México). El muro dogmático que construyen en torno a sí mismos hace de la justicia un payaso de sí misma; la ley es lo justo y punto. Sus mayores esfuerzos se muestran, pues, en hacer indistinguibles la ley y la justicia. Con Peña Nieto, por lo menos desde Ayotzinapa, y con Trump y sus “hechos alternativos”, no sólo se ha hecho de lo injusto la ley, sino que se ha privatizado la verdad. ¿Quiere decir esto que antes de ellos la verdad era algo de dominio público? Por supuesto que no. La verdad es una cuestión de poder (Cfr. Foucault). La diferencia está en que ahora ya no se la tiene ni siquiera como punto de comparación, sino que la han vaciado de significado y se han vestido con su esqueleto.

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