Número 67
26 28 Bajo tal panorama, agudizado por las políticas neoli - berales en curso, la construcción cultural del miedo urbano a la alteridad va acompañada de representa - ciones y prácticas autoritarias y excluyentes. Por lo anterior, segmentos de la ciudad latinoa - mericana se vienen insularizando para beneficio de las élites. El entorno en que se ubican sus viviendas, la calle, es despojada de su tradicional condición pú- blica, es decir, de su sentido abierto de usos y flujos múltiples para los peatones y los automovilistas. En dichas islas se pretende que reine un higienismo des - contaminador y controlista. En estos territorios de las élites urbanas, la lim - pieza apuesta a la invisibilidad de los transeúntes anónimos, a que los desperdicios domésticos espe - ren discretamente su privilegiado turno de recolec - ta, y a que la lógica del panóptico, al ser privatizada, brinde seguridad a través de sus múltiples disposi - tivos electrónicos y su impecable y disuasivo per - sonal de vigilancia. El mapeo de la ciudad para las élites urbanas, gracias a las vías rápidas, les permi - te desplazarse en automóvil sin tener que visualizar los espacios degradados y miserables de la ciudad. Algunas novelas contemporáneas no por casualidad comienzan a metaforizar desde lo oscuro su mapeo de la polaridad urbana: ... mi Medellín, la capital del odio, corazón de los vastos reinos de Satanás [...] Medellín son dos ciudades: la de abajo, intemporal, en el valle; y la de arriba en las montañas, ro - deándola. El abrazo de Judas. Esas barriadas circundantes levantadas sobre las laderas de las montañas son las comunas, la chispa y leña que mantienen encendido el fogón del matadero [ Vallejo, 1994: 96] Dos registros etnográficos acerca de los ma - peos mentales propios de los jóvenes universitarios de estratos privilegiados, nos revelan modos con - vergentes de marcar sus distancias sociales en sus itinerarios y consumos culturales. Mientras que en los universitarios limeños hay ausencia de la expe - riencia visual y cognitiva de los barrios bajos y de sus temidos actores [González ,1995:25], en su pa - res de ciudad de México no existe la cultura de la calle o de barrio, sino la del “bunker” privado ale - jado de los “ñeros y de los ladrones”, y su uso de la ciudad se restringe a itinerarios cotidianos cubier - tos en automóvil y sus desplazamientos finsemane - ros por un selecto corredor discotequero, de bares y videotacos [Garay, 1994: 192-193]. En América Latina el discurso de los jóvenes de las clases altas oscila entre el prejuicio, la ignorancia y la violencia verbal y simbólica más descarnada sobre la otredad intrageneracional, clasista o étnica. Al respecto una joven de la élite bogotana dice sin remilgos lo que muchos de sus pares lo callan: Lo primero es que no me gustan los pobres. Ni la pobreza. Me parece patética. Pobres, pobres, ahí si es cierto. Pero, ¿qué culpa ten - go yo de que anden por ahí pidiendo en los semáforos? [. . .] Lo que se debe hacer es re - cogerlos y mandarlos a tumbar selva y traba - jar. ¿Y a los desechables? Deberían meterlos a todos en una cámara de gas. Fusil sanitario, dice mi papá. ¿Para qué le sirve a la sociedad un desechable? Dígame: ¿para qué? ¿Para que coma entre las basuras y por la noche atraque y viole? A mí me da vergüenza con la gente que viene del exterior y los ve tirados en las calles a mediodía. Sale uno de la U y se los encuentra masturbándose. Por lo menos deberían esconderlos si no quieren darles gas, que es más fácil. Les das gas ¿y quién reclama a un desechable? Nadie. Nadie lo reclama [en Castro Caycedo, 1997:54-55]. Un estudio sobre las representaciones de los mestizos pobres que tienen los jóvenes de clase me - dia alta en la ciudad de Lima arrojó resultados du - ros por sus implicaciones racistas. La totalidad de la muestra reveló un “desprecio absoluto” por el tipo
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