Coajomulco es una localidad alteña del norte de Morelos perteneciente al Municipio de Huitzilac en la que viven unos dos mil pobladores con un número comparativamente bajo de hablantes de nahua, según el censo de 2010, no muy confiable por cierto. Únicamente tres textos refieren la historia de este poblado de relevante presencia cultural nahua en el norte de Morelos, centrada principalmente en el periodo colonial. El primero ya publicado, se debe a la pluma de Juan Dubernard Chauveau (1991), quien elaboró una valiosa compilación crítica sobre códices y títulos de la Villa de Cuernavaca y los pueblos circunvecinos, en náhuatl y castellano, que incluye un capítulo sobre Coajomulco. El segundo, todavía inédito, fue realizado como tesis de licenciatura en Historia de la ENAH por Marcela Pérez López (1997), y trata exclusivamente de la definición territorial del poblado entre los siglos XVI y XVIII y recusa con sólidos argumentos, la descalificación sin más de los títulos primordiales como apócrifos, centrando su atención en el mapa de sus linderos. El tercero, corresponde a la autoría de Nirvana Mayo Facio de la licenciatura en Estudios Latinoamericanos de la UNAM (2010), que da cuenta de la permanencia y ruptura en el manejo comunitario de los recursos ambientales, así como del discutible injerencismo de las instituciones federales y estatales que reclaman competencia en el ramo.
Oralidad, memoria y territorio
A contracorriente de la visión prejuiciada de Juan Dubernard Chauveau sobre San Buenaventura Coajomulco, en el sentido de que la actualidad es “un pueblo prácticamente sin ninguna importancia” (p. 139), intentaremos aproximarnos a su complejo universo cultural, no solo por el valor que exhibe como pueblo alteño enclavado en uno de los cada vez más escasos espacios boscosos del Estado de Morelos, sino también por el de contribuir a reconstruir su memoria, apoyándonos en las propias fuentes de su tradición oral como en muchas otras fuentes, la mayoría de ellas emergidas de la cultura letrada y fuera del alcance de sus pobladores. La memoria oral de los coajomulquenses refiere sus orígenes a través de algunos referentes simbólicos de gran relevancia en el siguiente orden enunciativo: su familiaridad con el bosque y su contribución en madera labrada para la construcción de la catedral de Cuernavaca, sus procedencias diversas que nos remiten a otros asentamientos entre los que destaca Panchimalco, sus tradiciones, su variante dialectal del nahua, la cual demuestra su condición de pobladores originales del norte de Morelos, y por último, sus títulos primordiales.
San Buenaventura Coajomulco fue nombrada por primera vez en los textos coloniales consultados, en 1967, en la obra Sucesos religiosos de Fray Agustín Ventancourt. La memoria de los coajomulquenses está articulada al lugar cultural de su enunciación. Sentir, saber y simbolizar su territorio potencia su identidad, su memoria sus esperanzas y desencantos. También sus conflictos intra e intercomunitarios en torno al agua, el bosque y los linderos. Su paisaje natural es, en otra dimensión, un paisaje cultural. Caminando con ellos, nos sorprendimos con la riqueza de su cartografía oral, con sus mojoneras simbólicas que al sernos mostradas, nos remiten sea a un acontecimiento, construcción, práctica cultural sagrada o profana, o a una trama de conflicto o resistencia. La memoria familiar, barrial, comunitaria, étnica discursiva y visualmente, nos iba mostrando sus texturas y capas estratigráficas.
Lo rural y lo urbano fueron narrados a su modo, desde un prisma diferencial que abría en abanico sus sentidos. La tipología forestal propuesta por J. C. Boyás Delgado, nos permitió ubicar a Coajomulco como un espacio caracterizado por una fisiografía de sierra, cuya geología es ígnea extrucsiva básica y con un suelo de litosol con vegetación de pino-encino al decir de Oswald. El primer limitante se expresa en la pretendida completud de cada género, rural o urbano, ya que la diversidad de sus realizaciones, colocan a sus marcadores en un rango de generalidad, que los vuelve inoperantes operacionalmente fuera de hacerles perder fuerza de sentido, banalizando su uso.
De otro lado, es decir, desde las categorías nativas de los coajomulqueños presentes en su habla, el bosque nos ofrecía otra lectura cultural nutrida por sus experiencias, sus saberes y sus tradiciones. Su vida campirana nunca se definió por su tradición milpera ya que su estrategia comunitaria se ha proyectado sobre los recursos de la montaña (flora y fauna). El paisaje boscoso coajomulquense en la memoria comunitaria es constantemente contrastado con el huitzileño por los costos de la predación ambiental que viene sufriendo el segundo. Sin embargo, Coajomulco, aunque en menor grado, también resiente los embates del capital depredador y la mercantilización de los recursos forestales y de su contraída fauna. La determinación genérica del quantum de población para marcar la frontera clasificatoria entre lo urbano y lo rural, exhibe una cuota de arbitrariedad que merece ser discutida desde el mirador antropológico, pero también desde la mirada de los pobladores nativos.
En la actualidad, los cerros han perdido para los pobladores alteños, la significación y usos culturales que tuvieron en otros tiempo, a pesar de que su superficie ejidal-comunal hacia 1970 era estimada en 1, 770 hectáreas, área equivalente a un 10 por ciento de su superficie boscosa de pinos y coníferas. Una clasificación orográfica más reciente. Señalaba que 112.20 km2, es decir, el 59 %de la superficie municipal está constituida por cerros y “zonas abruptas y accidentadas, las zonas semiplanas abarcan 66.56 20 km2, aproximadamente un 35% de la superficie municipal y las zonas planas representan 11.41 20 km2, el 6% restante del espacio municipal, según reporta el diagnóstico de Alvarado y otros en 1989). Recordaremos que este espacio de bosque, lomas y cerros, incide en la fisionomía demográfica de los pueblos alteños así como en sus peculiares modos de asentamiento y en sus prácticas culturales. En las representaciones iconográficas de los títulos primordiales de Coajomulco, cerros y árboles son referentes ostensibles. Reconsiderar los bajos volúmenes demográficos que algunos autores significan a las poblaciones de asentamiento disperso, cuya economía incorporaba el sistema agrícola de tumba, roza y quema (Wolf y Palerm), nos sugiere explorar algunos indicios que han marcado con matices, la memoria de otros tiempos en las localidades de Huitzilac y Coajomulco.
La tradición letrada y las imágenes
La mirada antropológica sigue siendo deudora de una lectura ingenua de las fuentes que dan cuenta de la tradición y de la modernidad, no solo porque las opone con exceso, sino porque sobredimensiona el peso de la oralidad, es decir, la palabra presuntamente virginal de sus informantes. La mayoría de veces, las huellas de los tlacuilos quedan fuera de las pesquisas de los etnógrafos, hayan existido o no. La mirada antropológica, olvida con facilidad los viejos anclajes de la cultura letrada. En el curso de los siglos XVI y XVII florecieron los títulos primordiales que celosamente guardaron los pueblos originarios, nahuas o no y suscitaron lecturas endógenas y reinterpretaciones comunitarias. Fuera de ello, parece que no existiese para muchos de nuestros colegas, más que un tiempo cultural marcado por la más prístina oralidad, el presente.
El cambio cultural refiere pues, distintos momentos del eslabonamiento entre las tradiciones orales y la cultura letrada en Coajomulco. En lo general, consideramos que el encuentro de los pueblos originarios con la cultura letrada moderna, no puede ser restringido a su acceso contemporáneo al universo de la lectoescritura, quedando negado para los pobladores adscritos bajo la categoría de analfabetas. Para los censos del siglo XX, este es un indicador parcial del impacto de la cultura letrada en los pueblos, como lo es también el referente censal de edad, género y escolaridad. Los datos censales anteriores a 1990, refieren municipio y por ello sólo dan una idea aproximada sobre el panorama educacional de la cabecera municipal y las localidades.
Las cifras de mediados de los noventa daban la siguiente correlación para pobladores de 6 años o más en Coajomulco: 845 alfabetas contra 1123 analfabetas (23.7%) (INEGI, 1995). En el sexenio 1990-1995, el analfabetismo a nivel municipal se incrementó al pasar de 5.26% al 8.34% (Oswald, s/f: 30). El Censo de 2010 maquilló las cifras del analfabetismo al pretender haber disminuido sus tasas, registrando un total de 86 analfabetas mayores de quince años, 18 varones y 68 mujeres. No es el único caso de maquillaje formal del censo. El evidente analfabetismo funcional y las marcas de la disglosia en el habla en Coajomulco no sólo contrarían el modelo educativo y su vocación integracionista, toda vez que los saberes locales se reproducen fuera y a contracorriente del sistema escolar, reafirmando su identidad. La modelación de una nueva intelectualidad nativa a que le no le es ajena la escritura ni la memoria local, ni la lengua de sus ancestros, viene redefiniendo sus tradiciones y las urgencias comunitarias. Coajomulco es algo más que un espejo más del fracaso de la modernización educativa y del sueño mestizo de la disolución de las identidades originarias; es un lugar de resistencia cultural aunque no exento de contradicciones intracomunitarias. Un muestreo de los modos que tienen los jóvenes que siguieron parcial o completo el ciclo de educación básica, se expresa al escribir sus nombres completos, firmar o redactar un párrafo de carta o solicitud, arrojando ostensibles falencias. No leen, pero reciben de otro modo los influjos de la cultura letrada a través de la oralidad secundaria vía la radio, la tv, las películas, el internet. o los mensajes telefónicos de sus migrantes. Coajomulco no está aislado del mundo. Pesan en sus gustos, las imágenes, han conquistado el primer lugar de sus preferencias. En general, los adolescentes y jóvenes grafitean mejor de lo que escriben.
El cuadro local es ilustrativo de la modernidad educativa del salinismo, pero que puede estar asociado a un cuadro de carencias menos visibles. La pretendida primavera panista, no lo fue ni para el país, ni para Morelos ni para Coajomulco, se revistió de real invierno según lo refrendan cifras y hechos. El asunto de la cultura letrada es más complejo que los ámbitos de la escolaridad formal, aunque esta exhibe una densa historicidad. En la actualidad funcionan en Coajomulco tres centros educativos: un kínder, una primaria y una telesecundaria, cuyas modernas construcciones no son anteriores a la década de los sesenta, aunque la oferta educativa data de fechas más tempranas. La educación que se imparte en Coajomulco no ha sido bilingüe, sosteniendo una larga y agresiva campaña de castellanización. Una próxima auscultación en los archivos de la SEP, podrían darnos una información más puntual sobre el panorama educativo de este poblado en el curso de las últimas décadas.
La cultura letrada en Coajomulco comenzó a expresar ya desde el siglo XVIII, las tensiones entre el náhuatl y el castellano. El año de 1768 la familia De la Cruz solicitó la traducción del náhuatl al castellano de los títulos primordiales de San Buenaventura Coajomulco al traductor de la Real Audiencia, en razón de que no podían entender la lengua dominante en el espacio público, vehículo de comunicación del orden colonial, signado por la subalternidad, el pacto y no pocas veces, por la resistencia. ¿Qué no podían entender los coajomulqueños? ¿El texto letrado en náhuatl o la lengua náhuatl? Sin lugar a dudas el primero, pero además de situar la defensa de sus tierras y derechos en castellano. En 1789, a once años de la solicitud de traducción, la misma familia solicitó una copia de dicha versión. La serie de litigios de tierras en que se vio envuelto Coajomulco durante el siglo XVIII, ha sido oportunamente señalada con oportunidad y detalle por Marcela Pérez (1997): contra los dueños del trapiche de Amanalco por corte de leña en 1709 y 1732, el Rancho Santa Teresa y el Convento de San Gerónimo en los años de 1732-34 por linderos corridos, con Ahuatepec y Ocotepec en 1790 por linderos y derecho de monte. En el siglo XVIII, con tales acontecimientos, deparó a los coajomulquenses una visión más transparente y equilibrada de la significación y valor de los documentos y testimonios orales propios y ajenos. Recordaré por su significación intercomunitaria que el testimonio de los de Huitzilac en el litigio librado por Coajomulco contra Ocotepec, pesó de manera decisiva en la resolución del litigio de linderos y tierras a favor de los coajomulquenses.
En Coajomulco y Huitzilac la presencia de instituciones escolares aparece registrada desde 1826, o para decirlo como se decía en la época, contaban con “escuelas de primeras letras”, las que se contaban entre las 11 escuelas que poseía el distrito de Cuernavaca. Estas se sostuvieron gracias al interés de sus propios pobladores que contribuyeron a su sostenimiento con sus propios recursos. Estas “escuelas”, aparecieron evaluadas desde la calidad de sus dotaciones materiales y educativas, siendo consideradas malas en el Informe. También fue objeto de evaluación el polémico perfil de sus dos preceptores, “hombres ineptos, que como dicen en los pueblos 'sólo sirven para maestros de escuela'” a los cuales les pagaban anualmente un suelo promedio de 110 pesos en Coajomulco y 96 en Huitzilac al decir de Orellana, p. 71. Este diagnóstico parece haber tenido menos relación con los propios parámetros de la cultura letrada, que con la función social de dicha educación disociada de la vida económica de sus pobladores. Más allá de esta apreciación, merecen consignarse las cuatro categorías educativas con que se evaluó a los niños de Coajomulco y Huitzilac, con la salvedad de que este informe obvia la información sobre las niñas adscritas a la escuela de Coajomulco (12) y a la de Huitzilac (14):
Niños en edad escolar en las “escuelas” comunitarias |
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En doctrina |
Leyendo |
Escribiendo |
Contando |
Coajomulco |
18 |
4 |
2 |
1 |
Huitzilac |
12 |
5 |
2 |
1 |
Fuente: Orellana (1826) |
La cultura letrada ha ganado presencia en los espacios públicos de Coajomulco en el curso de las últimas décadas: la seña escrita de la nomenclatura de las calles del poblado sólo es visible en la calle Leona Vicario, las demás descansan en una novísima tradición oral que va relevando la nomenclatura oral nahua de los parajes familiares: Majara, Techuchulco (piedra desgranada en la que nacen flores). La nomenclatura de calles está ligada a su trazado lineal urbano que marca con visible simetría sus espacios, dejando atrás las veredas y la lógica irregular de los parajes familiares. La autopista, el ramal carretero y las calles, fracturaron su anterior lógica cultural.
La oferta mercantil permite distinguir a través de rótulos pintados en las paredes, hojas de papel, láminas de metal o maderas, sus ramos y productos más que los nombres de las tiendas: abarrotes, tortillas, pan, funeraria “San José”, etc. Desde fines de los años 30, la identidad de los difuntos sigue siendo registrada tanto en las tumbas del cementerio como el atrio de la capilla principal; de esta última transcribo los más antiguos: FCS, 1939; Ignacio López, 1940; Marcelo Vásquez, 1946. En las lápidas de los años cincuenta, además de los nombres y la edad de los difuntos se filian los afectos de los deudos más próximos y sentidos (esposa, hijos).
Sin lugar a dudas, la escritura mortuoria ensancha sus señas, acompañando el ritmo de la modernización educativa. El grafito anuncia su presencia lúdica o deportiva: los clubes Azteca y Atlas desde la década pasada anunciaban en los pequeños recuadros de sus improvisadas pizarras colocadas sobre las paredes de las casas de sus auspiciadores, los partidos y horas de juego pendientes. Los escolares de la primaria estampan un colorido mural infantil en la pared del auditorio anexo a la ayudantía municipal. El grafito político de la campaña electoral de 1994 dejó algunas huellas un tanto desgastadas de sus filiaciones: Frente Cardenista, PRD. También se podía leer una añeja pinta contra el Comisariado de Bienes Comunales por presunta venta de terrenos a particulares. En la vereda que sube y da acceso a la derruida capilla de El Calvario se podía leer, por esas mismas fechas, en una penca de maguey, un texto explícito de petición de daño a una familia por presuntos agravios. La dualidad de este derruido espacio sagrado, en que el bien y el mal son asumidos como dones y promesas, miedos y contentos a través de ofrendas y rituales visibles o encubiertos, la palabra y la escritura convergen episódicamente. Este campo escritural público, dice sobre la contemporaneidad cultural de San Buenaventura Coajomulco. Sin embargo, hay otras huellas escriturales sobre los espacios arquitectónicos que marcan hitos de la historia del pueblo: “El 22 de diciembre de 1924, ce empezo esta tore y se acabó el 1° de abril de 1925 ciendo Fiscal: Francisco Millan”, reza un letrero pintado en recuadro en el lado izquierdo de la fachada de la capilla. Doble memoria de la escritura en castellano por los muchos sentidos que porta.
La oralidad viene cobrando nuevos atributos de cara a los registros magnetofónicos y de video que vienen practicando por lo menos una treintena de jóvenes coajomulquenses. Ellos privilegian como objetos de registro los rituales familiares (bautizos, fiestas de quince y diecisiete años, bodas), que se extienden a redes sociales mucho más amplias, que abarcan a personas residentes en diversos pueblos o ciudades como Cuernavaca y el Distrito Federal. De los rituales comunitarios, los jóvenes seleccionan como sus principales objetos fílmicos los de carácter cívico (15 de septiembre, 20 de noviembre), especialmente los jaripeos, aunque estos pueden acompañar a una fiesta religiosa de alta gravitación simbólica, como la celebración del 15 de julio, día de San Buenaventura, santo patrón del pueblo.
Estos registros fílmicos, a los que habría que agregar que los magnetofónicos y fotográficos, que emergen desde el seno de la propia comunidad, constituyen un inestimable campo cultural donde confluyen la memoria y la identidad; al cabo de unos cuantos años, podremos valorar sus reales consumos transgeneracionales y su gravitación sobre la continuidad de algunas de las tradiciones coajomulquenses.
Un pequeño número de pobladores tiene acceso a los dos textos referidos. El de Dubernard fue proporcionado por un sacerdote franciscano, interesado en abrir puertas de acceso a los controvertidos títulos de Quahxomulco, al que se suman cinco fotocopias que nosotros hicimos circular entre los que en 1999, cumplían como fiscales sus obligaciones religiosas. La tesis anteriormente aludida fue entregada por la autora a la ayudantía municipal para consulta de los pobladores, más una copia de la misma entregada por nosotros al señor Marino Cedillo, nativo de Coajomulco, quien viene redactó y publicó a primera historia de su pueblo, no será la única, existen otras miradas, otras maneras de asumir la tradición y el futuro.
Cerrando líneas
Los antropólogos e historiadores no siempre somos conscientes de nuestra inserción en los espacios comunitarios como agentes de cambio cultural, sumándonos con matices a los papeles cumplidos diferencialmente por doctrineros y maestros del siglo XVI al presente. A pocos días de finalizar el siglo XX, constatamos una nueva orientación en el proceso de reconfiguración de la tradición y la identidad coajomulquenses, a través de nuevos ejes de eslabonamiento entre los modos de comunicación cultural, la cual ha persistido y madurado. En lo que va del siglo XXI; los nuevos liderazgos comunitarios han multiplicado sus textos, sea para hacer memorias o formales peticiones de grupos de interés o más amplios, a favor de la comunidad en pleno. También han renovado sus modos de producir imágenes y símbolos en tiempos de crisis. Los coajomulqueños han asumido sus palabras, sus escrituras y sus imágenes, se saben diversos en la unidad e identidad comunitaria.