8, Abril de 2012

Entre líneas

 

Los momentos y los errores y las ansias y las esperanzas, lo que antes y después pasó, confundidos. No quiero abrazar ataúdes. Así es la cosa.

Cuéntalo, al menos. Alguien entenderá.

La violencia y sus muchas muertes cotidianas  forman parte del escándalo que se diluye en el escándalo, como diría Jean Paul Sartre. Y ya tenemos tan diluidos los escándalos en escándalos, que todo pareciera natural. Guerrero es, en efecto, uno de los tres estados de la República con mayores tasas de mortalidad infantil en México.{tip ::Mortalidad infantil por estados 2009, Consejo Nacional de la Población, México, 2009.}[1]{/tip} Pero el estado donde se fraguan estas muertes es solamente uno, indiscutible: el de la colectiva y endémica incapacidad para organizarnos de mejor manera con el propósito de proteger la vida en todo el país, en América Latina, en el planeta.

 

El protocolo que entre otros temas aborda la “morbimortalidad evitable” en municipios rurales, fue enviado a las apuradas, apenas el viernes a las 23:23 horas, antes de las precisas 23:59 horas marcadas como límite de entrega de la institución convocante. El lunes temprano, los alumnos y su profesor están de visita en el museo de Acapantzingo. El discurso de la exposición está en las cédulas y ya de uno depende que se diga lo que está entre esas líneas impresas. Que las muertes evitables, que el alcoholismo y la desnutrición, que cincuenta mil niños al año fallecen en nuestro país por causas que se pueden evitar, que “cada muerte nos pregunta y nos reclama”. Guiar una visita permite subsanar detalles no resueltos de la exposición en Acapantzingo, completar, dar ejemplos, hacer inteligible el tema, supongo.


La niña. Ilustración de Beatriz Martín Vidal (beatrizmartinvidal.blogspot.mx)

Hace dos meses estábamos en Tlalcozotitlán. En la comida estaba Antonia, pegada a su padre como una lapa, gozada por su papá. Recuerdo que Martín nos dijo: “me tengo que ir sin que se de cuenta,  si no, no me deja”.  Pero el tecolote despertó a Martín ese mismo lunes. Nunca lo había oído en Cuernavaca, al menos eso dice. Y mientras estaba en la prepa abierta, estaba inquieto: ¿por qué oyó al tecolote en la madrugada? ¿Por qué tenía que morir Antonia unas horas después?

En camino a Tlalcozotitlán, los sollozos y lágrimas del padre se liberan. Retiro la sábana de su cara. Está como dormida. Reviso su cuerpo. Era gordita. Los globos oculares hundidos podrían estar así porque hace ya unas tres horas que falleció o por una deshidratación. Está aún fláccida. Los pliegues de su cuello denotan que no está lavada. Un rasguño en la mejilla, que la madre se apresura a decirme, fue producto de un tropezón nada serio. Las narinas con algo de secreción. En la mesa están sus zapatos negros, pero también sus botitas de color rosa.  Su vestido luego será colocado adentro, una vez que por la tarde llegamos con la caja. Pero será a la mañana siguiente, luego que regresemos de Iguala, que Chepa, la primita de Antonia, quede apretada contra la caja en brazos de su abuela viendo fijamente el rostro de la difuntita. La abuela la insta a mirarla, no entiendo más. Con una delicadeza extrema se colocan las flores y los ramos en el interior del ataúd. Alguien ha hecho en papel una palomita blanca que se niega a estar erguida.

Y te vas enterando. Por ejemplo, te enteras de que un ataúd sencillo para una niña de dos años de edad cuesta ochocientos pesos. Y te lo venden con una tela blanca que ya está manchada de óxido de los clavos, y te enteras al otro día que tenía que haber tenido algún broche para cerrar la tapa y no lo tiene.  Así que se tendrá que cerrar con cintas hechas de palma, tejidas y hechas nudo con prestancia en el momento crítico de sacar a Toñita de su casa.  Los niños muy traviesos entran en tropel al local oscuro donde en Copalillo se guardan los ataúdes. El regaño de la madre se atenúa cuando le decimos que sus hijos se ven “tremenditos pero contentos”. Ya antes, mientras llegaba la madre para abrirnos su tienda de cajas mortuorias, uno de ellos nos preguntó con toda su naturalidad quién se había muerto.  Claro, es la misma pregunta natural del hijo del herrero: ¿para quién es el cancel? Yo soy el que entiende poco. Los tres niños, de ojos castaño claro, se parecen mucho en su sonrisa y en la pegosteosa mano de dulce colorado que me tienden y que sacudo con las suyas al mismo tiempo, entre su risa.

El colega de Acapulco adscrito a Copalillo tiene un criterio que expresar y lo hace bien. Esperamos con él al síndico, quien está dispuesto a enviar ya la ambulancia del ayuntamiento a Tlalcozotitlán, mientras se llena el oficio para el Ministerio Público de Iguala. En la espera, me comenta de un seropositivo identificado en la comunidad, de quien ha hecho ya reporte, pero los encargados del programa de Sida desdeñan estudiar su red de contactos; el seropositivo es muy popular entre los muchachitos de la secundaria y muchos hombres casados forman también parte de esa red: hechos relevantes, dinámicas críticas, testimonios categóricos que se encuentran al margen de un análisis imprescindible. Pero regresemos: será el maquinista -es decir, el que le hace a la máquina de escribir- profesor que trabaja con el síndico, quien nos aclare que la cosa se hace de otro modo: el Ministerio Público tiene que desplazarse desde Iguala, pero van a pedir que sea segura la autorización de los padres para la necropsia. Y como puede pasar que a la mera hora se echen para atrás, es mejor que esté firme la decisión. Entonces se llama a Iguala, sí, en principio no puedo asegurar que eventualmente haya cambios de parecer, pero es el mismo padre quien ha inquirido por la causa de la muerte de su hija. Que vienen para acá, que llegarán en unas tres horas, me dice el síndico.

Son tal vez las diez de la noche de ese lunes. Es la misma habitación donde hace años revisamos junto con don Lupe y su esposa unos folletos antes ser impresos. La difuntita era bisnieta de ese curador de daños puestos. Es la misma habitación donde el féretro de don Lupe albergaba su cuerpo al lado de las fotos que Clotilde le traía, de sus diplomas y su credencial que le hicimos. La misma habitación donde su esposa, delgadísima, nos tendía sus manos suaves, arrugadas y morenas. Ahora, este velorio se ha convertido, sin buscarlo ni poderlo creer nosotros, en una reunión de reflexión colectiva. El ministro católico –así se presentó- fluido en lengua náhuatl, dirige el rosario y luego habla de la aceptación, pero también de que la niña tenía que haber sido bautizada. Martín aprovecha el momento, angustiado al darse cuenta de que la idea de una autopsia no va a ser bien aceptada entre sus familiares y amigos, para informarle al ministro sobre la idea de hacer ese estudio, dada la falta de información sobre la causa de la muerte. El ministro, con calma, desautoriza la idea. La niña ya está bien, nadie le devolverá la vida, ha sido una decisión de Dios y no tiene sentido sacarla ya de su casa a eso.


El visitador, tomada de mhr79.deviantart.com

Me mira Martín, comenta que quiere que hable yo “como médico” y lo pide categóricamente. Me incorporo desde el fondo del fondo, desde el fondo de la silla chaparrita que está al fondo de la habitación. El tronco transversal que sostiene la estructura de la casa está tan bajo que me tengo que inclinar hacia adelante sin mover mis pies para no caerle encima a quienes están inmediatamente antes que yo. “Dios ha querido llevarse a Toñita, yo con todo respeto creo que es importante reconocer la voluntad divina y por eso hay que averiguar si lo que le pasó a nuestra Toñita puede pasarle a otro niño. Esa es una tarea que tenemos que hacer como parte del plan de Dios, que nos está encargando a los niños que quedan. ¿Qué pasaría si murió por una enfermedad contagiosa? Dios no quiere que nos quedemos con los brazos cruzados, y como bien dice el sacerdote –luego me dirá que es ministro- ella ya está con Dios, ya lo que quedó aquí es su cuerpecito.

Luego del silencio, el ministro toma la palabra y tranquilamente dice entender lo que se ha comentado, pero en ese caso, lo recomendable es entonces llamar a algún médico particular y pedirle que le saque unas muestras de sangre para que se hagan esos estudios, y no sacar de la casa el cuerpecito de la difunta.  Los vocablos nahuas están en el aire y no es mi lengua. Pido hablar de nuevo y les digo que agradezco las palabras del ministro, pero que no tiene caso sacarle ya sangre a la pequeña, que lo que nos pide Dios es cuidar a todos los niños, que Toñita nos está dando un regalo de despedida, y es el de que veamos con el estudio de su cuerpo qué fue lo que le pasó. Y añade que la respuesta de si va o no va es de los padres, y que todos nosotros respetaremos y apoyaremos lo que digan ellos, si se va o no se va a Iguala. En eso un  hombre de pelo corto, en otra esquina de la amplia habitación, dice que Dios nos dio la inteligencia y que es nuestra responsabilidad con Dios utilizarla. Que él tiene niños, que está de acuerdo con los estudios que dice el médico. El ministro accede. Otros hablan, y finalmente hay varios dispuestos a acompañarnos a Iguala, pues la camioneta con el Ministerio Público llegará al rato. Deciden entonces que se quedarán a esperar el cuerpo de regreso, que acompañarán velando hasta que se regrese de Iguala.

Llegan a eso de las once de la noche tres camionetas. El cielo está estrelladísimo. Una con el síndico y su “maquinista”, otra con todos los policías municipales y sus armas largas y una de una funeraria, que es la que trae al Ministerio Público, además de otras personas, con cámaras. El licenciado apunta en un papel los nombres de los padres y de la finada. Entrando a la habitación del velorio, acceden cuando les pido silencio. Hay que hacer lugar en la camioneta: hay una camilla con tiras metálicas que hemos de hacer a un lado. Antes de regresar de Iguala al otro día, veré fotografiada esa camilla en el periódico local que está en el escritorio del médico forense, portando un “calcinado”, ése del que se hablaba precisamente en la oficina del Ministerio Público igualteco. Salimos en cinco vehículos, pues hay quienes acompañan a la niña. Pasamos al lado de la zona arqueológica de Teopantecuanitlán. La lucha por no dormirme en el volante es franca; los pellizcos en los brazos, a falta de un café o una coca, efectivos.

Hay una máquina de escribir colocada verticalmente en uno de los escritorios de la oficina del ministerio público en Iguala, el de la “Mesa de trámite 2”, dice en la pared. Los túmulos de expedientes compiten por espacio con el desvencijado mobiliario. Es evidente que quien viene a esta oficina lo hace en condiciones de apremio o desmesura o desventura, o de franca inercia institucional, no a poner bonitas las cosas o armónicos los espacios como ahora está de moda en ciertos circuitos sociales. La secretaria tiende su saco de dormir en el piso de la oficina, entre las columnas de viejos expedientes y el escritorio que se ubica en la “Mesa de detenidos”. A las tres de la mañana, pienso, es más que legítimo detenerse un poco si no hay más que hacer.


Sueños de papel, de Beatriz Martín

Un corazoncito rojo dice arriba en letra manuscrita “San Valentín. Día del Amor y la Amistad”, y en eso, reparo que me mira una mujer fijamente: está muy maquillada y es bella. Pero ya ahora yo mismo, devolviéndole la mirada fija a ella, veo que algo no checa: el párpado superior derecho está morado, los hombros también, la nariz se ve un poco desviada. Pero será hasta las cuatro de la mañana, en la tercera vuelta de esa larga madrugada, cuando me percate de que una de sus comisuras labiales tiene una pequeña costra de sangre. “Te puedes maquillar las heridas de tu cuerpo, pero no las de tu corazón”, anuncia el cartel contra la violencia doméstica desde donde se asoma la imagen de la joven golpeada. Tiempo hace que no se pintan estas paredes.

El sujeto denominado “Ministerio Público”, con su enorme playera de color rojo y un cocodrilito verde que imita el de las playeras caras, va colocando con cuidado una hoja de papel carbón entre cada hoja delgada de papel blanco hasta sumar siete. En su desvelo, la disposición de estos funcionarios es amable, pero se me hará ver luego que tal vez esa amabilidad no fuese tan manifiesta si a esos padres indígenas no los acompañara un güerito doctor. No estoy seguro, siento genuina su desmañanada amabilidad con ellos.

Disimula las horas que son, y con propiedad se dirige a los padres. Estamos con el médico forense en la Semefo de Iguala, la oficina que queda al lado de la Discoteca del Zodiaco, ésta tal vez ubicada ahí por pragmatismo empresarial. Hay una mesita con una enorme televisión apagada. La oficina tiene pegados varios papeles en la pared, frente al muro que tiene encuadrada la lista de agencias funerarias que hay en la ciudad. Son fotocopias: una persona extraviada, otras copias de imágenes a detalle de dos cadáveres que no ha sido reconocidos.

- ¿Ellos son los papás? -pregunta el forense, también con cierta delicadeza

- ¿La trajeron para saber de qué murió?

- Sí doctor…

- ¿Hay denuncia en contra de alguien?

- No.

- Dígame qué tenía la niña.

- Estaba bien. Se murió en dos horas.

- ¿Tuvo fiebre, diarrea? ¿Tenía tos?

- No.

- ¿Tenía ataques? ¿Era enfermiza?

- No. ¿Nació bien?

- Sí.

El forense añade:

Pues no tenemos datos de violencia. Miren, ya revisé a la niña, no la he abierto. No tiene señas de una infección, la piel en esos casos está como con manchas blancas, además usted señora me dice que no tuvo ni fiebre, ni diarrea, ni tos ni nada. Tiene todas sus uñitas moraditas, eso nos habla de una obstrucción. Pero no sabemos si su corazoncito estaba mal o qué. Para saber más de eso, la tendría que abrir todita: su cabecita, su corazoncito, sus pulmoncitos, sus partecitas, toda, y tomar muestras para estudios de los laboratorios, estudios que no se hacen aquí y que tardan. Así que ustedes deciden si quieren que la abramos todita…

Toma entonces unas hojas de su escritorio y advierte:

- Mire: aquí hay unas fotos de lo que tendría que hacer… Yo estoy aquí para eso, pero es necesario que lo sepan…

El padre responde:

- No, pero, ¿ya se sabe que no fue algo contagioso verdad?

- Yo les puedo decir -responde el médico- que no hay indicios en el examen externo de que haya sido una infección lo de ella…

- Pues entonces no hay que ir más adelante, dice Martín, mientras Ana se agacha desfallecida en su silla. “Nos preocupaba que esto fuera a contagiar a otros niños, pero si no es así, entonces ya no necesitamos abrirla a mi hija”.

A ver… -le mira apenas redespertado el Ministerio Público, de nuevo en la oficina, ubicada en otro rumbo de Iguala:

- “¿Queora no quieren?”

– Sí licenciado, el médico forense les explicó que no hay elementos en la exploración ocular que sugieran algún proceso infeccioso o contagioso como causa de la muerte de la niña, y como eso era lo que principalmente les preocupaba para evitar algún toma contagio en la comunidad a otros niños, ya no quieren que se haga la necropsia. Están muy presionados por la familia.


Ilustración de Beatriz Martín Vidal (beatrizmartinvidal.blogspot.mx)

El licenciado se mesa los cabellos, frente a la pantalla de la computadora le pregunta a la secretaria qué puede hacer. La voz amodorrada de la secretaria sale de atrás del escritorio:

- “No conozco de ninguna situación así, no me ha tocado”.

- Pues sí doctor, -le dice el licenciado con preocupación- pero ya está solicitada la necropsia y no puedo revertir el procedimiento.

– Oiga, ¿y si solicita en lugar de eso una mera inspección ocular?

- No, ya está registrado el oficio, y además eso suena muy raro, no es lo usual.  Déjeme consultar al jefe, aunque sean las cuatro y cuarto de la mañana.  “Sí, ya lo explicamos, está bien, yo le informo, está bien licenciado”. Cuelga:

- Dice que no se puede. Es más, por ley solamente el procurador de justicia del estado de Guerrero es el único que puede desistirse de una solicitud de necropsia. Para eso tendríamos que esperarnos a hablar con el fiscal, pero llega a las nueve y media de la mañana y entiendo que no arreglaron el cadáver para tantas horas.  El doctor la tiene que hacer, eso es lo que está solicitado.

- Oiga, pero se va a armar un problema… ¿y si le pido de plano al forense que invente el reporte de necropsia?

- es que en el reporte van fotografías… y además es delicado.

- Sí licenciado, déjeme ir ahora de nuevo al Semefo. Entonces explico a los padres que habiendo ellos solicitado en esa oficina unas horas antes el procedimiento, no se pueden desdecir, si hasta dejaron sus tarjetas del IFE para acreditarse.

Así que de vuelta a la oficina de la Semefo, ya un lugar muy conocido a estas alturas para nosotros. Entran los padres, los abuelos… Explicada la situación en corto, el forense advierte a la familia, ya en otro tono:

- No, pues hay que hacer la necropsia: de todas maneras eso nos va a ayudar a saber ya de una vez bien qué es lo que pasó.

Martín y su suegro hablan en náhuatl, los rostros denotan desencuentro, pero el padre que ha perdido a su hija afirma luego que la única persona contraria es la madre, entonces la autopsia tiene que hacerse. Me quedo pensando por qué si existen huérfanos y viudos, no hay una palabra para denotar la condición del padre que ha perdido a su hija, como si la lengua no quisiera dar su acuerdo a esta barbaridad que subvierte la transferencia generacional de la vida.


Ilustración de Beatriz Martín Vidal (beatrizmartinvidal.blogspot.mx)

“Fue broncoaspiración”, anuncia finalmente el doctor que abre cuerpos inanimados cuando ya empieza a clarear en Iguala. “Su estomaguito estaba lleno de alimento; se asfixió, le faltó aire, porque el alimento pasó a la vía respiratoria y se hizo un tapón que no la dejó respirar. Ese es el resultado, no hay necesidad de tomar más muestras”. Recogeremos el cadáver en la entrada trasera de la Semefo, al lado del Centro Nocturno Géminis.  Huele muy, muy mal en el depósito. Hay restos de otro cuerpo tapados con plástico. Nos apresuramos, colocamos el ataúd en la camioneta, cabe bien; el padre intenta, una y otra vez, bajar los párpados y juntar los labios de la menor en su cajita. Le agradecemos al doctor; estrecho también la mano aún medio húmeda y fría de su ayudante, cuya mirada es sombría: ¿puede ser de otra forma?

Se va aclarando esta muerte, evitable, como supusimos inmediatamente. Su evitabilidad es un conflicto. Cómo quisiera hablar en este momento con Jaime, que me diga cómo se manejaban en San Ramón esas auditorías. Que me diga otras cosas, que me diga cómo salir de este abismo, además de escribir barbaridades. El cúmulo de implicaciones me rebasa, me aturde, me avergüenza. Museo, proyecto, programa, rollo.  Una muerte evitable se me incrusta como una bofetada, que aún en este momento me nubla la vista y me agarra el cogote; se me agarra del alma y me la lacera: pero no tiene nada que ver con la intensidad de lo que está viviendo Martín en este momento. Nada que ver.

Una muerte evitable, incrustada en un integrante de un proyecto que recurre a la figura retórica de la muerte evitable. La versión de la madre no coincide con la versión de una vecina, ni con la de la enfermera del centro de salud. Según la vecina, la niña había tenido algo de diarrea desde un par de días antes; la madre, en cambio, refiere que la niña estaba bien, sin tos, sin fiebre, sin diarrea, y que se cayó al estar defecando y que se quedó “como privada”, y fue entonces que la llevó al centro de salud, donde empeoró poniéndose “como morada”. De ahí la llevó de nuevo a su casa, donde murió. Pero ambas enfermeras refieren que no estaba cianótica, sino deshidratada y abatida, hipotónica y aceptando suero oral, habiendo ellas intentado infructuosamente canalizar una de sus colapsadas venas. La intervención de la curandera de Copalillo es una clave que se les ha ocultado por parte de la madre, quien nunca refirió haber recurrido a ella, a doña Sofía.

La curandera atiende a la niña luego que ésta es llevada a su casa por la madre que no sigue la indicación perentoria de la enfermera, de llevarla de inmediato al centro de salud de la cabecera municipal, Copalillo. Entonces, en la derivación elegida por la madre y por la abuela materna, a su vez convencida de la calidad de “caballera” de su nieta, la curandera introduce su dedo en la garganta de la menor, pues precisa saber si la niña “quiere curarse”, siendo como es, una “caballera”. Es el procedimiento que se sigue en el mopatiznequi, con el cual los niños caballeros reaccionan si se quieren curar y se les ofrece un corazón de pichón aun latiendo.{tip ::Sobre el mopatiznequi, ritual terapéutico para restituir el corazón del niño entre los nahuas del Alto Balsas y sobre “los caballeritos”, véase: González Chévez, Lilián, 2010, “Los ‘caballeritos’: hombres-dioses-nahuales detonadores de la regeneración cíclica del orden cósmico y social entre los nahuas de Guerrero”, en: Fagetti, Antonella (coord)., Iniciaciones, trances, sueños… investigaciones sobre el chamanismo en México, México: Plaza y Valdés Editores y Benemérita Universidad de Puebla, pp. 41-87.}[2]{/tip} El estímulo del reflejo nauseoso provoca el vómito de la menor y con ello, suponemos, la broncoaspiración.  ¿Pudo haber sido más firme y no negociable la posición de la enfermera, al grado de ir con la niña y su madre a Copalillo? No es ese al parecer el perfil esperado usualmente de una trabajadora institucional, máxime cuando está ya el coche con el motor encendido y se le hace entender a la enfermera que en efecto, la madre se llevará a Antonia a Copalillo.

Emeteria, enfermera en el centro de salud, es enfática:

Le dije que tenía que irse a Copalillo pero ya. Pero me metió aquí al consultorio a la curandera. Yo le pedí a la señora que saliera. La niña estaba aceptando el suero oral que yo le daba, ha de haber tomado unos diez mililitros en cucharaditas. Abría su boquita y aceptaba el suero, no estaba cianótica, estaba chocándose, muy decaída, había tenido diarrea aunque no vi las deposiciones, esta toda guagüita. Ya el coche estaba esperando para salir y creí que se fueron. En el apuro no le llené la hoja de referencia. No me dijo que se quedaba...

El chile está picosísimo. Hay actividad febril preparando alimentos. Hoy falleció una segunda niña. Ayer lunes como a las once de la mañana Toñita y ahora ella. Ya es mucho. Hace un par de semanas matan a José y a su caballo a bala, los que andan colindando hacia el lado de Chilapa con tierras de la comunidad y que ahora están en el cultivo de mariguana. Luego se muere una mujer de unos cuarenta años, a la semana; la llevaron al hospital de Huitzuco y ahí falleció. Una bola que le empezó en el brazo y le terminó en el corazón, dicen. Y dijo una vecina ya de edad, cuando vio que no se le cerraban los ojos y boca a Toñita, que por eso moriría otra niña al día siguiente, y así fue, la nieta de la fallecida en Huitzuco, que fue atendida por la misma curandera.

¿Es que hemos de idealizar los saberes de la gente? ¿y qué con el torneo de precariedades que no cesa? ¿no es el marco de marginación de quienes portan esos saberes lo que exige transformación? ¿es que la voz y la vivencia de Ana, la madre, no importan? ¿es que la lógica que subyace en todo esto es tan exótica, es tan inaccesible? No es el mopatisnequi el problema. No son las estrategias de sobrevivencia. Es la marginación y la precariedad que se agolpan, que brotan articuladas por doquier.

El ataúd pesa más de lo que creía.  Las cintas de palma no aprietan bien. Pero se mantienen en su sitio. Tienes que abrazar al ataúd aunque lo llevemos dos. Yendo como voy adelante, no camino tan derecho como quisiera y para colmo hay topes. Hay topes. No entiendo por qué en esa calle hay topes, pero menos entiendo en ese momento cómo es que estamos aquí haciendo algo que no debiéramos de estar haciendo. Pero se me quiere deslizar otra vez el ataúd y la atención a no dejarlo caer no deja pie a consideraciones, ni el humo del copal, ni el ritmo de los rezos y del canto que presiden la marcha y acompañan la procesión que tiene un orden que escapa a mis sentidos. Edmundo ha ido por los cohetes y los va tirando atrás de todos nosotros. Los cirios delgaditos y encendidos van junto a las flores de cempoasuchil o los ramos de albahacar.

La tierra está muy caliente. Las suelas de mis zapatos no logran atenuar ese calor. Las cruces de madera, agrietadas, dispersas, unas en pie, otras tendidas, otras a pedazos, están repartidas por todo el predio. “Santa madre de las vírgenes, ruega por ella”. Las toscas placas de cemento de las lápidas tienen los nombres y las fechas escritos con algún palo, mientras la mezcla estaba fresca. “Ahora disfrutarás del cielo, angelita nuestra”. La hierba amarilla refleja este sol poderoso y devastador que cae a plomo de un cielo despejadísimo.

Los lentes oscuros se me atoran en su parte inferior y eso está bien: detienen el flujo que comparto con las señoras de delantal a cuadritos. “No mijita, tú no te vas, ¿ora que hacemos?”. Quisieran entrar al ataúd con la niña. No caben. La tumba ha sido abierta antes de nuestra llegada y espera. Los cempasúchiles y los ramos de albahacar ya se van juntando al lado de la fosa. El polvo de la tierra se eleva, llevado por un aire que pega de lleno en el cuerpo y el rostro de dos de los hombres, pero ellos, sin su sombrero y con su silencio, están en otro lado, porque no se inmutan: miran ese hueco en la tierra como ausentes, mientras el polvo se les echa encima, salido del ávido hueco que recibe las paladas. Ese agujero que compartimos. Ese agujero que se traga lo que pudo ser.


Ilustración tomada de x-rommie-x.deviantart.com

 


[1] Mortalidad infantil por estados 2009, Consejo Nacional de la Población, México, 2009.

[2] Sobre el mopatiznequi, ritual terapéutico para restituir el corazón del niño entre los nahuas del Alto Balsas y sobre “los caballeritos”, véase: González Chévez, Lilián, 2010, “Los ‘caballeritos’: hombres-dioses-nahuales detonadores de la regeneración cíclica del orden cósmico y social entre los nahuas de Guerrero”, en: Fagetti, Antonella (coord)., Iniciaciones, trances, sueños… investigaciones sobre el chamanismo en México, México: Plaza y Valdés Editores y Benemérita Universidad de Puebla, pp. 41-87.