24, Agosto de 2013

Los pueblos indígenas ante la neocolonización

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El día internacional de los pueblos indígenas (9 de agosto) fue instaurado por la Organización de las Naciones Unidas en 1994, al inicio de la primera Década Internacional de los pueblos indígenas. Hace pocos días, el secretario general de la ONU, Ban Ki Moon, al iniciar un seminario sobre este tema en la sede de la Organización en Nueva York, subrayó la importancia de los derechos humanos de los pueblos indígenas.

En el mundo se calcula la población indígena en alrededor de 400 millones de personas, pero las cifras varían por no disponerse en todas partes de registros confiables. Al finalizar la Segunda Década Internacional de los Pueblos Indígenas, en 2014, la ONU organizará una conferencia mundial de pueblos indígenas, en cuya preparación participan activamente las organizaciones indígenas de distintos países. La diplomacia mexicana también ha estado activamente involucrada en estas actividades desde hace algunos años.

Si bien la celebración del Día Internacional es un acto simbólico y mediático, refleja la importancia de un fenómeno social, político y cultural significativo, que es la emergencia y la consolidación de los pueblos indígenas como nuevos actores en la escena internacional, así como en los distintos contextos nacionales alrededor del mundo.

En la escena internacional, debe señalarse a lo largo de las tres últimas décadas, la creciente presencia de los pueblos indígenas en los organismos especializados del sistema de la ONU, así como en organizaciones regionales tales como el Sistema Interamericano de Derechos Humanos y la Comisión Africana de Derechos Humanos. El activismo de las organizaciones indígenas y demás asociaciones de la sociedad civil, junto al apoyo de algunos estados miembros , condujo a la adopción de varios instrumentos internacionales, que ahora constituyen normas de protección de los derechos de estos pueblos.

El primero es el Convenio 169, sobre pueblos indígenas y tribales, de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), adoptado en 1989 y ratificado por México en 1990. El siguiente fue la Declaración sobre los derechos de los pueblos indígenas, proclamado por la Asamblea General de la ONU en 2007.

En el ámbito regional, han adquirido creciente relevancia las resoluciones y sentencias de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Algunas de estas resoluciones y sentencias implican a personas y comunidades indígenas de México, cuyo gobierno tiene la obligación, según los tratados internacionales firmados por nuestro país, de dar cumplimiento a estas decisiones internacionales.

Existen antecedentes históricos de estos procesos actuales. Podemos situar el comienzo de la internacionalización de los derechos indígenas en el Primer Congreso Indigenista Interamericano, convocado por el gobierno mexicano, y realizado en 1940 en Pátzcuaro, Michoacán. Allí los estados participantes decidieron la creación del Instituto Indigenista Interamericano y promovieron el establecimiento en los distintos países de sendas instituciones indigenistas nacionales. En México en 1948 fue creado el Instituto Nacional Indigenista (INI), hoy transformado en Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI).

Fue así que comenzó a perfilarse una política indigenista institucionalizada en nuestro país. En el México contemporáneo podemos distinguir tres vertientes de  la política del Estado mexicano hacia los pueblos indígenas, o tres etapas del  indigenismo:

a)                  El enfoque culturalista sostenía que el atraso económico y la marginación social de las comunidades indígenas en comparación con el resto del país se debía a las diferencias culturales entre los dos segmentos de población: los indígenas y los mestizos. Los primeros vivían en un mundo cerrado, arcaico, aislado y tradicional mientras los segundos formaban parte del México moderno y progresista. Para superar esta brecha, cuidadosamente estudiada por antropólogos y pedagogos, el indigenismo propuso un proceso de asimilación, de aculturación, es decir, de “cambio cultural” para los indígenas, diseñado por el gobierno. El eje de este proceso sería la educación y especialmente la castellanización.

b)                 El enfoque  socio-económico sostenía la necesidad de que la economía campesina indígena se transformara en agricultura comercial y moderna. El enfoque era desarrollista: proyectos productivos, crédito al productor, tecnología moderna, algo de infraestructura (caminos, pozos, servicios urbanos), según los modelos elaborados por los “tecnócratas” al servicio del gobierno y de las organizaciones internacionales. La imagen ideal era que el campesino de subsistencia indígena se fuera transformando en un empresario agrícola. En años recientes el Instituto Nacional Indigenista primero y luego la CDI privilegiaron este enfoque. En el actual gobierno, la novedad ha sido la Cruzada contra el Hambre, adscrita a la Secretaría de Desarrollo Social. (El sólo reconocimiento oficial de que existe hambre en el país dice mucho sobre el éxito relativo de los modelos anteriores). Con todo, el enfoque desarrollista hizo bien poco para el desarrollo de las regiones indígenas. Se trata más bien de nuevas formas de asistencialismo, para no sugerir el antiguo concepto de la “caridad pública.”

c)                  El enfoque intercultural surge a raíz del reconocimiento constitucional de México como nación pluricultural (reformas constitucionales de 1992 y 2001), concretamente el nuevo artículo 2º de la Constitución. La Cámara de Diputados aprobó en 2003 la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas, y se funda el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI). La Secretaría de Educación pasa de un modelo de educación indígena bilingüe a un modelo de educación intercultural para la enseñanza básica en escuelas en zonas indígenas.

El tema del multiculturalismo y la interculturalidad sigue generando controversias y debates en el país, así como acontece también a nivel internacional. En general, como se dice en el lenguaje del internet, “el sitio se encuentra aún en construcción….”

Durante casi medio siglo el indigenismo mexicano fue considerado como un modelo de política pública progresista, moderna y esclarecida dentro y fuera del país, sobre todo en contraste con otros países latinoamericanos. A partir de los años ochenta del siglo pasado, reflejando lo que estaba sucediendo en la ONU y otros foros internacionales, comenzó a escucharse (aunque no siempre a ser escuchada) una nueva voz de los pueblos indígenas. Esta voz, cristalizada en un emergente movimiento indígena y expresada a través del importante papel de voceros intelectuales , profesionales y políticos de las propias comunidades indígenas, elaboró una articulada crítica del indigenismo tradicional y dio a conocer la situación real de la población indígena en el país, poniendo en duda ante la opinión pública nacional e internacional los anunciados logros del indigenismo oficial asimilacionista y modernizador. En este movimiento destacaron también por su activa militancia numerosas mujeres líderes de sus comunidades y organizaciones.

Una visión alternativa, la de un México plural, comenzó  a deslizarse incluso en el discurso político, que finalmente fue recogido, pero sólo parcialmente, en la reforma constitucional del 2001.

¿Qué había pasado?

El modelo culturalista y asimilacionista del medio siglo anterior, según diversas fuentes y estudios, había fracasado. Ya para fines de la década de los ochentas, cuando el estado mexicano adoptó el llamado “Consenso de Washington” y normó según sus directivas las políticas económicas y sociales del país, este modelo había naufragado.

Pese a que algunos indicadores sociales efectivamente mostraron mejoría (educación, salud) sin embargo, en términos generales la situación de los pueblos y comunidades indígenas no solamente seguía estancada, sino había empeorado en términos absolutos y relativos en diversas regiones del país, en comparación con décadas anteriores.

¿Y qué sucedió entonces?

El Estado tenía una alternativa. Volver al modelo desarrollista de los alguna vez llamados “gobiernos de la Revolución” y tratar de hacerlo más eficiente, profundizando un esquema de desarrollo campesino, impulsando la productividad del campo, asegurando la autosuficiencia, soberanía y seguridad alimentarias, fortaleciendo el mercado interno, reteniendo la mano de obra indígena y campesina precisamente en el campo en vez de propiciar su emigración despavorida y anárquica al “otro lado,” y al mismo tiempo proteger y conservar el equilibrio ambiental y ecológico del país, así como –y no es lo menos importante- fortalecer el tejido social y cultural de las comunidades indígenas. Nada de esto se hizo al amparo del famoso Consenso de Washington y del Tratado de Libre Comercio (TLC) que le siguió, y los resultados están a la vista.

O bien, la otra alternativa, la que el Estado y buena parte de la clase política asumieron con entusiasmo: insertar la economía nacional en la globalización sin considerar costos ni resultados; privatizar funciones y responsabilidades del estado sin contemplar consecuencias sociales y culturales; promover la competitividad individualizada sin tener en cuenta los pilares de la cooperación y la vida comunitaria, sobre todo en el ya desgarrado campo mexicano en donde radican precisamente los pueblos originarios que según el artículo 2º constitucional constituyen la base de nuestra nacionalidad.

Quienes son históricamente responsables de estas decisiones no previeron la creciente desigualdad y polarización social que hoy caracteriza al país (aunque era perfectamente previsible); no pensaron en la destrucción del campo sino solamente en las ganancias obtenidas de las actividades agrocomerciales que benefician principalmente a algunos  estratos privilegiados; no tomaron en consideración la desintegración de la vida comunitaria que había dado fortaleza a lo largo de nuestra historia precisamente a los pueblos originarios.

Según datos oficiales (INEGI, CDI, Banco de México, Banco Mundial, CEPAL, Banco Interamericano de Desarrollo, PNUD, y un sinfín de estudios académicos e informes de las organizaciones de la sociedad civil (OSC), casi la mitad de la población nacional sufre hambre cotidiana; la mayoría de los pobres es gente del campo; la pobreza extrema se concentra entre la población indígena, la que también acusa los más bajos índices de bienestar social, niveles de vida, niveles educativos.

Agréguese a estos datos la creciente criminalidad y violencia que sufre la población nacional; que es precisamente la consecuencia  (sin duda inesperada pero ineluctable) de la desintegración social a la que acabo de hacer referencia.

Si hace un momento hablaba yo de bajos indicadores de seguridad alimentaria y bienestar económico entre la población indígena y rural campesina (sin precisar la condición étnica como un factor rígido, que complicaría innecesariamente el análisis),  ahora agregamos el nivel decreciente de seguridad humana (que incluye todos los factores anteriores) al cual estamos expuestos todos los mexicanos, independientemente de que seamos indígenas, mestizos o criollos (tres categorías étnicas que aún guardan su valor sociológico en este país plural).

Por todo lo anterior cobra importancia prestar debida atención al Día Internacional de los Pueblos Indígenas, no meramente para celebrar la diversidad cultural (como prefieren algunos), o recordar la raíz profunda de nuestra identidad nacional (como quisieran otros), sino para ponderar serena y objetivamente las disyuntivas que se presentan en el año del Pacto por México a la nación plural que somos y que quisiéramos mantener sin exclusiones ni discriminaciones.

Porque a lo largo de estas últimas décadas de debates, discusiones y proyectos, ha quedado evidente que la incidencia sobre la vida nacional de lo que en alguna época se llamaba, con el característico sesgo racista prevaleciente entonces, “el problema indígena,” ha configurado el discurso público de múltiples maneras.

Es notable, por ejemplo, que en las campañas electorales del año pasado se habló poco de esta “cuestión indígena” y menos aún de visiones alternativas de nación. Cuando toda la problemática expuesta anteriormente no se puede entender sin una visión clara de la Nación a futuro.

Desde otra perspectiva, la problemática contenida en el concepto de “cuestión nacional” (para usar otro término que aparece con frecuencia en la literatura), se encuentra hoy en día englobada en un discurso más amplio que rebasa temas constitucionales, legislativos o de políticas públicas. Me refiero al tema universal de los derechos humanos.

Ustedes, legisladores, lo han reconocido cuando establecieron los derechos humanos como artículo 1º de la CPEUM y los derechos indígenas como artículo 2º. Con estos dos artículos se abre la lectura de nuestra Constitución, y si yo fuera maestro de escuela, comenzaría por allí mi clase de civismo (Sólo que el civismo parece haber desaparecido del curriculum oficial..)

La ONU enfoca sus actividades en pro de los pueblos indígenas en sus derechos humanos. Este es el sentido profundo de la Declaración de 2007. Y lo es también, simbólicamente, del Día Internacional que ahora se celebra. La temática de los derechos humanos recibe atención pública principalmente cuando estos son violados. Es el caso de los derechos de los pueblos indígenas en el mundo, así como en México. De allí que las organizaciones y los movimientos indígenas enfocan sus luchas y demandas en la consecución de sus derechos humanos, sin los cuales no se pueden alcanzar políticas públicas eficaces.

En estos días, numerosas organizaciones de la sociedad civil (OSC) reclaman el cumplimiento de estos derechos. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos señala reiteradamente el aumento de violaciones de derechos humanos de los indígenas. Y es que existe una creciente brecha entre las leyes y su implementación, brecha que se ha llenado de violaciones acumuladas de los derechos indígenas.

La legislación internacional y nacional reconoce la existencia de derechos individuales y colectivos: los de los individuos indígenas, los conocidos derechos civiles y políticos; y los de las colectividades, comunidades y pueblos indígenas que abarcan también a los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales. Los indígenas en México han sido y siguen siendo víctimas de la violación de ambas categorías de derechos: individuales y colectivos. Los individuales se concentran en abusos de las fuerzas del orden, la corrupción en la administración de justicia, la ineficiencia de los servicios públicos (como en educación, salud, vivienda, servicios urbanos), y las actitudes racistas y discriminatorias de otros sectores de la población en contra de especialmente las mujeres y los niños y niñas indígenas.

Numerosas denuncias sobre estos abusos han sido canalizadas en años recientes a las comisiones estatales y nacional de derechos humanos, y también de manera creciente al sistema interamericano de protección de los derechos humanos, del cual es miembro México.  Aún más preocupante es que las violaciones a los derechos individuales están imbricadas en las violaciones a los derechos colectivos de pueblos y comunidades.

En consecuencia de la inserción de México en los procesos de globalización, el país ha sido invadido por empresas extranjeras que se han volcado como un tsunami sobre la extracción de recursos naturales y materias primas que se encuentran principalmente en las regiones indígenas. En estas zonas se han podido apoderar, con el apoyo de las autoridades locales, estatales y federales, de tierras, aguas, bosques, costas, espacios poblados y despoblados, áreas desérticas y selváticas (de las cuales quedan muy pocas….), con efectos considerables sobre el medio ambiente y las condiciones de vida de las poblaciones locales.

Gracias a la contrarreforma agraria de 1992 y la creciente privatización de la propiedad agraria, numerosos territorios indígenas (principalmente bajo la forma de propiedades ejidales y comunales) se han desintegrado y han perdido su capacidad de sostener las actividades que los pueblos indígenas necesitan para su sobrevivencia. Situación que se agravó durante décadas por la falta de políticas públicas de apoyo a la economía campesina. Esta situación ha conducido a numerosos focos de conflictos sociales y políticos en el país, protagonizados por comunidades indígenas en defensa de sus territorios y recursos ante lo que es de hecho una forma de neocolonización del México indígena.

Como ejemplo podemos citar el impacto de la actividad extractivista minera que creció considerablemente durante la década pasada, debido a la generosa distribución de miles de hectáreas de concesiones a docenas de poderosas empresas mineras que así se han apoderado efectivamente de buena parte de la superficie y del subsuelo  del país. Sus actividades están amparadas en una ley minera de 1992 que les otorga privilegios en contra de los derechos de los campesinos. La efímera burbuja económica que pueden producir estas actividades es en todo caso mínima frente al impacto ambiental, social y cultural negativo que una explotación de diez a quince años deja a largo plazo.

Múltiples asociaciones indígenas y de derechos humanos se han movilizado en años recientes para defenderse de estos procesos destructores.  En algunos casos han logrado pequeñas victorias con la suspensión (temporal o permanente) de la actividad minera. En otros, la corrupción y la represión física hacen estragos en las comunidades. Quienes defienden a su tierra y sus recursos son con frecuencia perseguidos ya que la criminalización de la protesta social es una de las violaciones persistentes de los derechos humanos de las cuales los indígenas suelen ser víctimas.

El mismo escenario se repite en casos de la instalación de parques de generación eléctrica eólica (como en el istmo de Tehuantepec), o de proyectos de construcción de plantas hidroeléctricas  (como en Guerrero y en Nayarit) , o grandes obras de infraestructura que desplazan a comunidades enteras.

El desplazamiento forzado de la población, la contaminación de los acuíferos, la destrucción de la flora y la fauna, la presencia de problemas nutricionales y de salud materno-infantil debido a los residuos contaminantes de la actividad minera a cielo abierto, constituyen otras tantas violaciones graves de los derechos humanos de los pueblos indígenas, a los cuales no se ha prestado suficiente atención.

De ahí que no basta reformar leyes y reglamentar los principios constitucionales (lo que debe ocurrir, por supuesto, como el proyecto de ley indígena recién presentado en Oaxaca (agosto de 2013). Es necesario asegurar el cumplimiento de las normas de derechos humanos a través de políticas públicas eficaces y sobre todo con la plena participación de los pueblos interesados. Entre los derechos ya garantizados a nivel internacional está el derecho a la consulta libre, previa e informada. En México ese derecho aún no se ha legislado, pero los indígenas y las organizaciones de derechos humanos demandan, con justa razón, que sea aplicado y respetado. Ha resultado muy fácil para el gobierno y las empresas simular la aplicación de este derecho a la consulta, en vez de respetar plenamente la voluntad de las comunidades indígenas mediante la participación efectiva y responsable de ambas partes. La (no) aplicación de este derecho no puede seguir siendo un pretexto más para violar los derechos humanos.

La Declaración de la ONU y el artículo segundo constitucional reconocen el derecho de libre determinación y a la autonomía de los pueblos indígenas. Sin embargo, se trata de otro de los derechos que aún no se aplica, tal vez porque nadie sabe bien cómo hacerlo. Muchos pueblos indígenas lo proclaman y lo exigen, pero en ausencia de un auténtico diálogo nacional sobre el tema, y el poco interés que las autoridades federales han demostrado por él, algunos pueblos han emprendido por su cuenta establecer su propia autonomía.  Allí están las experiencias de las comunidades zapatistas en Chiapas, allí están también los intentos de Cherán, en Michoacán, y en algunas otras regiones, como las policías comunitarias en Guerrero de las que ahora se habla mucho en los medios.

La celebración del Día Internacional de los Pueblos Indígenas es una oportunidad para reconocer la enorme deuda que nuestro país tiene con sus pueblos indígenas; y que sirva también para reafirmar la voluntad de todos los mexicanos para juntar esfuerzos con tal de que no sigan las violaciones  a sus derechos como ciudadanos y como pueblos originarios de esta nación, tal como lo ratifica el artículo segundo constitucional.

 


[1] Conferencia pronunciada ante la Comisión de Asuntos Indígenas del Senado de la República, 12 de agosto de 2013.