“Detrás de una imagen hay un sueño”
Carlos Fuentes
Detrás de una imagen también es posible que haya un cuento y porque no, un mito. En estos dos casos la imagen y el relato, el texto y el paratexto se aproximan, cruzan y yuxtaponen en su dimensión simbólica sin llegar a la fusión. Otro es el caso del sueño, el que sólo como controvertida memoria o traducción de sus fragmentos acostumbramos a recibir vía la oralidad o la escritura, aunque algunos artistas con desigual éxito han apostado a espejear imágenes oníricas con imágenes pictóricas, muy propias de sus corrientes y técnicas en boga. Remedios Varo y Frida Kahlo en nuestro medio, han dejado un significativo legado de representaciones oníricas, pero no vean en ello una privilegiada clave de género, también tenemos nuestros Goyas nativos con pesadillas o sin ellas, más allá de Morfeo. Diego Rivera también nos dejó pintados algunos sueños, al igual que otros connotados artistas plásticos.
La intención de este artículo gira en torno al sueño y sus relaciones con los cuentos y los mitos. En esta dirección hemos de evocar en primera instancia a José María Arguedas- nuestro insigne antropólogo y narrador latinoamericano. En el relato El sueño del pongo, borró la frontera entre el relato onírico y el cuento colectivo, el registro etnográfico y el ejercicio del narrador. Nuestro antropólogo recuperó este cuento de acusados tonos milenaristas en una comunidad andina dotándolo de perdurabilidad y algo más. El encanto oral y gestual del anónimo narrador quechua asumió una nueva textura, gracias a la fina escritura de Arguedas. Sin embargo, sería un error contraponer calidades y autorías. Subrayemos el hecho de que una trama de sentido, gracias a sus posibilidades de conversión y transfiguración vía otros géneros artísticos expande su presencia. Sin lugar a dudas, se trata de un texto polimórfico que complejiza el circuito de su producción y recepción. Lo refrenda el hecho de que a principios de los años setenta, fue puesto en escena por parte de más de un grupo de teatro popular en el Perú y fuera de su país, asumió otro formato de edición y recepción.
Este sueñicuento o cuentisueño andino fue llevado a la pantalla grande por ese genial documentalista y cineasta cubano Santiago Álvarez con el apoyo de Roberto Fernández Retamar. Esta versión fílmica caribeña de El sueño del Pongo ganó en 1971 el Primer Premio Concha de Oro en el Festival de San Sebastián.
Evitaremos elaborar un síntesis de los contenidos de esta obra para que sean los propios lectores quienes disfruten sin mediaciones su lectura en: www.unc.edu/~amejiasl/Pongo.htm, o en las ediciones impresas, tanto peruanas como españolas. El film, en cambio, es más difícil conseguirlo, está fuera del circuito mercantil por lo que no existe versión disponible en DVD legal o pirata. Una visita a la filmoteca del ICAIC en La Habana no sería mala idea para verlo. O quizás tengamos más suerte, si existe alguna copia en la filmoteca de la UNAM. El relato fílmico ejerce una fascinación visual de corte distinto a la que suscita la lectura o escucha del cuento. Advertiremos a los lectores que este motivo del pongo es un pretexto para navegar en mares algo agitados y con riesgos de naufragio. Vayamos al grano.
El sueño frente a la modernidad
La otra modernidad que nutrió el proceso de occidentalización de Nuestra América tuvo que enfrentar diversos ciclos reactivos, en los que el sueño jugó un papel relevante y subversivo, entre la oralidad, la imagen y la escritura. Los cruces de estas respuestas culturales filiaron importantes capítulos de la literatura, las artes visuales y el pensamiento criollo-mestizo. Sus productos se fueron sedimentando y reposicionando en nuestros imaginarios colectivos entre la hegemonía y la subalternidad. Juan José Sebrelli desde el acotado campo de la historia de las vanguardias artísticas del siglo XX, encuentra un hilo de continuidad no racionalista que nos remite al barroco del siglo XVII, y a otros movimientos reactivos frente a las sucesivas oleadas hegemónicas de la modernidad. Lo anterior, invita a explorar los modos de recepción popular de lo barroco, lo romántico, lo vanguardista, etc.
La cultura del barroco, en el curso del siglo XVII y aún mucho después le dio juego a lo sobrenatural y privilegió los tópicos de: la locura, la muerte, el sueño y la melancolía. El teatro y la poesía barrocos lo refrendan. Recordemos que Sor Juana Inés de la Cruz nos dejó el legado contradictorio del sueño barroco. Por un lado, nos presentó un sueño significado por su pertenencia al decorado del atrio impío (Juana Inés de la Cruz, 1979: 42), concediendo fueros a la estigmatización onírica puesta en boga por la Inquisición y El Martillo de las Brujas. Y por el otro, Sor Juana en su poema "Primero Sueño” desplegó otros sentidos, para su íntimo solaz, ajeno a toda censura. Brilla la nocturnidad, las alusiones mitológicas y algunos conceptos científicos de su tiempo, amalgamados para dar cuenta de su representación barroca de su mundo.
Pocos han caído en cuenta que el sueño ha coexistido con la razón moderna, de Descartes hasta el presente. El racionalismo barroco de Descartes no olvidó una serie nocturna de tres actos oníricos, si nos atenemos a la versión de su biógrafo Adrián Baillet. Primer acto onírico. Situado en una calle barrida por el viento e impotente de mantener el equilibrio sus compañeros lo sostuvieron. Segundo acto onírico. Haber sido conmocionado por el estruendo y la luz de un rayo en su habitación. Tercer acto onírico. Soñó que encontraba un diccionario en su mesa y mirando otro libro leyó: Quid vitae sectabor iter? (¿Qué clase de vida debo seguir?), mientras un desconocido le decía: Est et non, que identificó como la primera línea de un poema de Decimus Magnus Ausonius. Descartes vio una advertencia en el primer sueño por sus errores de vida, el segundo como un rito de pasaje a la posesión de la verdad, y el tercero como una guía hacia los saberes de su tiempo. Frente al relato onírico cartesiano, el propio Freud manifestó su desconfianza sobre la viabilidad interpretativa, la lectura inmanentista no era legítima, le pesaba como plomo la obvia ausencia del soñante. Advertencia para los etnógrafos del sueño, toda vez que el autor-soñador cuenta para algo más que la interpretación. Peculiar modo de anudar sueño, memoria, vida cotidiana y opción de futuro.
El romanticismo en el siglo XIX fecundó sus obsesiones literarias con temas densos como la muerte, el sueño y el amor e impregnó la cultura urbana. En 1939, mucho antes que Arguedas, Albert Béguin, el gran estudioso del sueño en la poesía romántica, confesó lo que parecía ser una certeza personal:
“Percibo un parentesco profundo entre las fábulas de las diversas mitologías, los cuentos de hadas, las invenciones de algunos poetas y el sueño que se desarrolla en mí. La imaginación colectiva, en sus creaciones espontáneas, y la imaginación que ciertos instantes excepcionales liberan en el individuo parecen referirse a un mismo universo. Sus imágenes poseen precisamente la facultad de conmover mi sueño interior, de llamarlo a la superficie y de proyectarlo sobre las cosas que me rodean; o en otras palabras, las cosas son las que dejan de ser exteriores a mí y las que, llamadas al fin por su verdadero nombre mágico, se animan para iniciar conmigo una nueva relación” (Béguin, 1954: 12).
El sueño puede servir de vehículo de trasgresión entre las féminas según nos lo prueba el poema romántico Adiós de la mexicana Laura Méndez, tan contrario a los ideales domésticos de nuestros románticos escritores liberales, como bien lo ha destacado la crítica cubana Susana Montero. La visión amorosa en el poema fue colocada en pasional plano horizontal y aunque a muchos de nosotros, no a todos, nos parezca aceptable y deseable, en su tiempo no lo era. Escribe la Laura Méndez: “Soñé que el santuario donde te adora el alma, /era tu boca un nido de amores para mí, / y en el altar augusto de nuestra santa calma/ cambiaba sonriendo mi ensangrentada palma/ por pájaros y besos para ti/ ¡Qué hermoso era el delirio de mi alma soñadora! ...Un mundo de delicias gozar hora tras hora...” (Montero, 2002: 78)
En la misma dirección, el siglo XX, nos ha dejado algunos pequeños ecos surrealistas que no pueden ser desdeñados. El diálogo sumergido entre André Bretón y Gastón Bachelard merece ser atendido. Hemos de recordar que la cuestión del sueño apareció en el Primer Manifiesto surrealista de 1924, con nuevas entradas que marcaron distancias frente al Psicoanálisis, agudamente señaladas por Durozoi y Lecherbonnier: la de la discontinuidad y la unidad del sueño y su incidencia en la vida cotidiana y extraordinaria; la puesta entre paréntesis de la vigilia en el camino de la significación, al olvidarse que ésta es atravesada por el inconsciente y la gravitación onírica. El sueño supera los límites de los órdenes ordinarios de la vigilia, es decir, todo es posible; fundar un nuevo saber que supere la antinomia entre sueño y la razón de vigilia quizás no sea una quimera en estos tiempos, caros a la cultura de la imagen y las nuevas tecnologías de la representación.
Si el sueño es vivenciado individualmente, no necesariamente anula las redes intersubjetivas que posibilitan su circulación y reiteración, más allá de sus variantes menores. El sueño colectivo es tan significativo como el individual; ambos muestran de vez en vez enlaces significativos. Si la reiteración configura la presencia de un sueño colectivo por la vía oral, la vía literaria lo reafirma. Los cuentos y otras piezas literarias portadoras de relatos oníricos en América Latina, pueden decir algo sobre tópicos que no son ajenos a las preocupaciones de la vigilia, como la discriminación, la inseguridad, la violencia, la justicia, el castigo, la resistencia y la identidad, por citar sólo a algunos.
El sueño en la poesía romántica, al decir de Béguin, posee siete entradas: como sueños nocturnos “que tienen un alcance estético o metafísico particular”, como la “constante vida de las imágenes más cargadas de afectividad que la vida de las ideas” opera como mejor refugio espiritual; “el sueño se asimila al tesoro de las reminiscencias atávicas de donde el poeta y la imaginación mitológica sacan por igual sus riquezas”; algunas “veces el sueño es el lugar terrible que frecuentan los espectros”; el sueño “es el pórtico suntuoso que da entrada al paraíso”; es “Dios mismo quien por este conducto nos transmite sus solemnes advertencias” “o bien son nuestras raíces terrestres las que se hunde por allí hasta el seno fecundo de la naturaleza” (Béguin, Ob. Cit.: 20). Como se podrá apreciar en estas entradas, el sueño romántico estaba volcado principalmente hacia el pasado, abriendo entre líneas algunos puentes con las ulteriores lecturas psicoanalíticas propuestas por Freud y por Jung, entre el pasado infantil y el primigenio pasado colectivo. Hemos de destacar que las series de imágenes oníricas en que se expresa a nivel primario el sueño, pueden ser entendidas como el sueño mismo, destacando en ellas una parcial irreductibilidad de su campo de simbolización y de sentido. La veta recuperable dista de haber precisado sus límites, sus líneas de investigación y de debate.
Crítica del paradigma psicoanalítico
Mario Benedetti con fina ironía apela a un cuentisueño, nos referimos al titulado Conciliar el Sueño, desde esta conjunción de relatos, el narrador coloca en aprietos al psicoanalista y al propio psicoanálisis. El anónimo personaje le narra a su analista que él acostumbra soñar por “ciclos temáticos”, lógica que buscaba escaparse del saber clínico sobre los sueños recurrentes. La camisa de fuerza de la patología onírica pierde eficacia cuando el personaje remarca sus puentes con el presente o futuro inmediato. Por si fuera poco, el tránsito entre sueño y la vigilia revela su liminaridad, tanto como el existente entre la racionalidad y la irracionalidad o entre lo deseado y lo experimentado. Soñar con inundaciones, aviones, partidos de futbol, actrices de cine y hasta temas de familia e identidad etnocultural. Veamos este último en las palabras de Mario Benedetti:
“En otra etapa soñé reiteradamente con hijos. Hijos que eran míos. Yo que soy soltero y no los tengo ni siquiera naturales. Con el mundo como está.
Me parece un acto irresponsable concebir nuevos seres. ¿Usted tiene hijos? ¿Cinco? Excúseme. A veces digo cada pavada.
Los niños de mis sueños eran bastante pequeños. Algunos gateaban y otros se pasaban la vida en el baño. Al parecer, eran huérfanos de madre, ya que ella jamás aparecía y los niños no habían aprendido a decir mamá. En realidad, tampoco me decían papá, sino que en su media lengua me decían «turco». Tan luego a mí, que vengo de abuelos coruñeses y bisabuelos lucenses. «Turco vení», «Turco, quero la papa», «Turco, me hice pipí». En uno de esos sueños, bajaba yo por una escalera medio rota, y zas, me caí.
Entonces el mayorcito de mis nenes me miró sin piedad y dijo: «Turco, jodete». Ya era demasiado, así que desperté de apuro a mi realidad sin angelitos.”
El historiador como el antropólogo, al decir de Steiner, ve en este como en cualesquier otro relato del cuento o del sueño un documento, el cual está sometido a las mismas condicionantes históricas que marcan los estilos, las convenciones narrativas, la sintaxis, las connotaciones y las palabras (Steiner, 1983: 11). Pero los extrañamientos frente a los documentos crecen, cuando hay matrices culturales de por medio. Por lo anterior, advertimos que nuestra lectura del cuento de Benedetti por la trama, los símbolos y el lenguaje que despliega tiene que ver con nuestro tiempo aunque no necesariamente con nuestra generación y lugar cultural. La manera en que Benedetti se vale del recurso onírico para tratar el conflicto de identidad y horizonte de futuro, se mueve entre los límites de lo verosímil en contextos consureños, atravesados por las grandes corrientes migratorias transocéanicas, que legaron densos y variados anclajes culturales. La propia figura y rol de psicoanalista, hechura del siglo XX es distinta. El psicoanalista tiene un papel destacado en las ciudades conosureñas que no es culturalmente homologable a las del resto de América Latina. En cambio, el simbolismo de la escalera rota para signar desencuentros parece atravesar varias matrices culturales.
La tradición psicoanalítica confinó la interpretación de los sueños al campo ignoto de los recuerdos infantiles, mientras que la antropología y la historia los han proyectado indistintamente sobre el pasado, el presente y el futuro. Sin embargo, el texto de Freud La interpretación de los sueños (1900), marcó un parteaguas en la manera de ver los relatos oníricos, a contracorriente de los prejuicios positivistas en los medios académicos, aunque como bien lo ha señalado George Steiner no impidió que en amplios sectores de la población, siguieran circulando los denominados “Libros de los Sueños” preñados de lecturas arcaizantes y herméticas. Lo anterior supone que “una gran parte de la humanidad –incluso en sociedades que se dicen avanzadas y tecnológicas- sigue otorgándole valores adivinatorios y proféticos a sus sueños” (Steiner, 1983: 10)
La crítica al psicoanálisis de los sueños ha sido extendida al descuidado ámbito del tratamiento del material lingüístico. Se le reprocha no sin razón a Freud, contemporáneo de Wittgenstein, considerar al lenguaje, el vehículo que narra los sueños como neutro y transparente. Decir “recuerdo” para abrir la narración del sueño, exhibe más de una complicación epistemológica.
Eslabones y espejos
Cerremos nuestro texto presentando al mito, al cuento y al sueño casi a la deriva en la muy contemporánea dimensión cultural de las imágenes del controvertido proceso de globalización que nos toca vivir. En otras palabras, mito, cuento y sueño, se expresan a través de una contradictoria malla imaginaria donde los campos culturales de la tradición oral, letrada, escénica y de la imagen desdibujan sus propios límites.
El antropólogo Marc Augé, ha destacado otra ventana sobre las nuevas condiciones de circulación y ficcionalización de estos tres relatos, la cual redondea nuestra lectura a condición de marcar dos distancias críticas. Para Augé, las condiciones de circulación y de ficcionalización “sistemática” entre lo imaginario individual y lo colectivo en el mundo contemporáneo, descansan en “una relación de fuerzas muy concreta”, y la aplicación de nuevas tecnologías de la información (Augé, 1998: 19), la cual no explicita a pesar del ostensible desborde unipolar. La segunda, porque disocia a la ficción literaria y artística del imaginario individual y colectivo y ancla con exceso al sueño en la dimensión imaginaria individual, aunque en otro capítulo concede, como debe ser, acerca de la existencia de sueños colectivos.
¿Pero qué sentido tiene hablar de cuentos, mitos y sueños en este tiempo crepuscular signado por lo que se viene denominando la cuarta guerra mundial? Tiempos de muchas polarizaciones planetarias que han llevado al historiador Serge Gruzinski a significarlo desde un mirador de larga duración sobre la occidentalización del mundo, como el capítulo neobarroco de la Guerra de las Imágenes (1990). Por su lado, el antropólogo Marc Augé ha preferido signar a este agitado y alucinado tiempo planetario con el elocuente nombre de La guerra de los Sueños (1998). La amenaza de confundir las fronteras entre la ficción, el sueño y la realidad erosiona nuestras matrices culturales y civilizatorias. La imagen bélica para signar a los sueños desde dos miradores disciplinarios nos brinda una señal de alerta.
Al respecto nos vienen a la memoria unos versos del poeta León Felipe escritos en tono provocador: “Me durmieron con un cuento...y me he despertado con un sueño.” Esta inversión de sentido que logra el poeta español con alta carga de ironía es legítima. Evitaremos elucidar la trama antifascista con que el escritor enfiló sus dardos contra esa zona de encuentros entre la retórica del poder y el sueño insurgente que descubre la realidad, para referirnos a su veta más cotidiana. Nos referimos a la tradición de contar cuentos, aquella que se contrajo en el universo familiar frente a la fase expansiva de la televisión y los comics para niños. Contar cuentos a los niños a la hora de dormir fue una práctica extendida durante la primera mitad del siglo XX entre las capas medias urbanas. Tradición más fuerte incluso, que la fundada creencia en los sueños premonitorios e iluminadores.
Consideramos que el sueño puede tener elevada carga política y el cuento un inmenso potencial comunitario de resistencia como lo muestra el Sueño del pongo. Ambas posibilidades son polémicas y por ende invitan a la investigación. Para tal fin, recordaremos una sagaz advertencia muy contemporánea. Hace algunos años, Adolfo Gilly desde las páginas del diario La Jornada abrió una inédita lectura cultural sobre la guerra neocolonial iniciada por los Estados Unidos en Afganistán. Tomó como centro de sus reflexiones un video transmitido por las corporaciones televisivas estadounidenses sobre una reunión realizada por Bill Laden y los líderes religiosos talibanes, tratando de “probar” visualmente su complicidad. Gilly destacó la importancia política y cultural de los sueños oníricos para todos y cada uno de los participantes en ese cónclave conspirativo. Todos narraron sus sueños y explicitaron sus presagios antinorteamericanos, sorprendiéndose de su verosimilitud a la luz de los luctuosos sucesos del 11 de septiembre de 2001. De otro lado, en la localidad de Ceuta, la madre de Hamed Abderramanh, el talibán español, tuvo una pesadilla premonitoria. Soñó a su hijo con las manos atadas y caminando de rodillas, días después bajo tales condiciones contrarias a la Convención de Ginebra, Hamed apareció confinado en el campo de concentración estadounidense en Guantánamo. En dicho campo de concentración, la novedad no han sido las publicitadas e inhumanas “perreras”, sino la labor que vienen desplegando los especialistas militares, en un inédito experimento entre la extracción de información onírica para fines de inteligencia y la tortura, se trata de arrancarles los sueños a los no reconocidos prisioneros de guerra. El costo es real, las psicopatías e intentos de suicidio han sido documentados tanto por la prensa europea como por organizaciones occidentales defensoras de los derechos humanos. Por todo lo anterior, concluimos que los sueños como los cuentos seguirán diciendo nuestra identidad, nuestras iras, amores y miedos, también nuestras convenciones culturales y sus trasgresiones. No faltara más de un desesperado frente a este mundo de desencantos múltiples, gritar ¡Arráncame los sueños! Nosotros preferimos seguirlos contando y soñando.
Bibliografía:
- Arguedas, J. M., (1965). El sueño del Pongo: cuento quechua., Lima: Salqantay,.
- Augé, Marc, La guerra de los sueños: ejercicios de etno-ficción, Barcelona: Gedisa, 1998.
- Béguin, Albert, Alma romántica y el sueño: ensayo sobre el romanticismo alemán y la poesía francesa, México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1954.
- Benedetti, Mario, Buzón de tiempo, Madrid: Alfaguara, 1999.
- Descartes, René. Meditaciones metafísicas. Madrid: Gredos, 1987.
- Durozoi, Gérard y Lecherbonnier, Bernard, André Bretón: la escritura surrealista, Madrid: Ediciones Guadarrama, 1976.
- Gruzinski, Serge, La guerra de las imágenes De Cristóbal Colón a "Blade Runner" (1492-2019), México: Fondo De Cultura Económica 1990.
- Juana Inés de la Cruz, & Trabulse, E. (1979). Florilegio: poesía, teatro, prosa. México, Promexa Editores.
- Montero, Susana, La construcción simbólica de las identidades sociales: un análisis a través de la literatura mexicana del siglo XIX, México, D.F.: UNAM/Plaza y Valdés Editores, 2002.
- Sebreli, Juan José, Las aventuras de la vanguardia: el arte moderno contra la modernidad, Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 2000.
- Steiner, George, "¿Los sueños participan de la historia? (dos preguntas para Freud)", Revista de la Universidad (México), Vol. XXXIX, Nueva Época, Octubre de 1983, pp.7-13.