¿Culpa de Quién?

Esta es la historia de una tragedia evitable. De una de tantas que día con día suceden a los excluidos, tragedias, las más de las veces, condenadas al olvido.

El primero de enero no me sentía plenamente cómodo saliendo de la comunidad, pero vaya que necesitaba un descanso, a un mes de terminar mi servicio social como médico. Acababa de pasar una racha de partos, todos habían salido bien. La mayoría de ellos habían sido en el hospital, algunos en casa, uno en el que me mandaron llamar porque estaba tardando y atendí en casa, junto con doña Evarista, una de las parteras del pueblo. En el censo de embarazadas, que meticulosamente debíamos mantener al corriente con el estado de salud de todas las embarazadas de la comunidad, sólo teníamos dos “cerca de salir”. Así que, con ese cierto nervio que sentía por salir de la comunidad, decidí ausentarme los tres días que tenía asignados como festivos, incluyendo el dos de enero que me habían dado a cambio del día de navidad. Igual hizo mi compañero, que se encontraba en la misma situación pues, por absurdo que parezca, los días festivos no se pueden reponer.

Como bien se nos había advertido por parte de la supervisión médica de la cual dependíamos, tomamos precauciones, especialmente con las embarazadas. A estas alturas, quizá el lector no médico se empezará a preguntar ¿Por qué la obsesión con las embarazadas? ¿Por qué un censo? ¿Por qué esa forma insistente de nombrarlas de acuerdo a esa condición nuevemesinamente transitoria? ¿Por qué, inclusive, todo un lenguaje construido en torno a ellas? Pero quien ha trabajado en el sector salud u observado de cerca sus dinámicas, sabe que no hay palabras que pongan a temblar más a los administrativos, que haga rodar cabezas, como las de “muerte materna”.

Se dice así, “una muerte materna”. Nunca “murió una mujer durante el parto”, “falleció una muchacha que acababa de tener a su bebé”, mucho menos “quedaron huérfanos tres niños” o “murió de injusticia otra mujer”. A veces, eso sí, se precisa: “era una preeclampsia severa”, “me llegó una hemorragia obstétrica”, “venía pélvico”. Pero siempre se dice “muerte materna”. No es que los términos técnicos como éste sean innecesarios, pero siempre corren el riesgo de ocultar la dolorosa realidad humana detrás de su pretendida neutralidad.

La muerte materna, al menos formalmente, constituye una prioridad para el sector salud, y lo es sinceramente para muchos de sus integrantes. Porque resulta que, entre los “Objetivos del Milenio” establecidos por la ONU, uno de los principales que distan, por mucho, de ser cumplidos en nuestro país, es precisamente la reducción de la mortalidad materna.


Doña Juana en su oficio. Temalac, Guerrero, mayo de 2002. Foto: Lilián González Chévez (Diario de Campo 60, pág.30, 2003)

Entonces resulta que la estrategia implementada por el gobierno mexicano para asumir ese compromiso o, desde una perspectiva más cruda, para “salvar pellejo”, se basa casi exclusivamente en acciones que deben ser implementadas por los trabajadores del sector salud. Como si el problema fuera sólo la falta de médicos, o su bajo desempeño. Como si la disponibilidad y calidad de vías de comunicación y medios de transporte no tuviera nada que ver. Como si la misma estructura de los servicios asistenciales no tuviera nada que ver. Como si la falta de buenas condiciones de alimentación e higiene – y las condiciones económicas que las posibilitan – no tuvieran nada que ver. Como si no tuviera nada que ver el acceso a condiciones de producción y educación que fundamenten una mejor situación general de vida a las mujeres y su entorno familiar. En todo caso, el médico de una clínica en una comunidad indígena (y no indígena) debe llevar un censo con todas las mujeres embarazadas, saber cómo está cada una de ellas e informar quincenalmente sobre quienes han sido clasificadas como de “alto riesgo”.

Sin embargo, sobre las virtudes y defectos de esta estrategia espero poder comentar en otro momento y de manera más formal, pues éste no es un análisis sobre la mortalidad materna o sobre mortalidad infantil. Hoy lo que quiero es contar la historia de Yaneli, la historia de ese dos de enero. Así que volvamos a la historia.

Yaneli era una de las dos embarazadas que teníamos registradas como “cerca de salir”, es decir, cuyo parto se acercaba, aquel dos de enero. La teníamos clasificada como de “Alto Riesgo”, pues su embarazo anterior había requerido una cesárea, lo que deja una cicatriz que, en ocasiones, llega a causar problemas en embarazos posteriores. Además, tenía 36 años, otro hecho que aumenta ligeramente las probabilidades de que se presenten ciertas complicaciones durante el embarazo. Pero ni su edad ni su cesárea previa tuvieron que ver con lo que sucedió.

Yaneli vivía – vive – en una localidad de unas 30 familias, cuyo acceso principal es en lancha hasta la comunidad donde se encuentra la clínica, que es bastante más grande. En invierno es temporada de viento y el acceso en lancha se vuelve sumamente difícil, llegando a ser en ciertos días francamente imposible.

Yaneli comenzó a ir a la clínica en cuanto supo que estaba embarazada, y nos pidió que diéramos la mayor cantidad de consultas de control prenatal en nuestras visitas quincenales a su comunidad. Cuando no podíamos ir, porque no había lancha disponible, por el viento, o por cualquier motivo administrativo, ella se trasladaba a la clínica. En total llevó unas nueve consultas con nosotros, muy por arriba de las cinco mínimas que indica la norma oficial mexicana.

Además, por haber clasificado su embarazo como de “Alto Riesgo”, le di desde el inicio un pase para que acudiera con el ginecólogo en el hospital más cercano, a una hora de la comunidad, cosa que no dudó en hacer. Y como su esposo estaba preocupado y quería “darle lo mejor”, acudió también con un ginecólogo particular un par de veces durante el embarazo. Además, visitaba a Evarista y Rigoberta, las parteras de la comunidad, quienes sobaban su barriga, le daban consejos y le insistían en que no dejara de ir a la clínica.


“Peace Within,” de Katie M. Berggren (kmberggren.com)

Todo parecía indicar que el embarazo de Yaneli transcurría con normalidad. En el octavo mes de su embarazo, le entregué una solicitud para que se hiciera un ultrasonido en el hospital, cuestión de rutina. Ya le habían realizado ultrasonidos varias veces, pues el ginecólogo particular con el que acudía era de los que acostumbran utilizar este aparato en cada consulta. Aun así, le dije que los ultrasonidos del hospital son mejores, porque los hace un radiólogo, un experto en eso. Ella fue al hospital público y pidió cita, pero ya para ese entonces era diciembre y las citas eran un bien que escaseaba. Le dieron una para principios de enero. Aprovechando el viaje, fue entonces con el ginecólogo particular y le pidió un ultrasonido.

Vi a Yaneli en consulta el día antes de salir de la comunidad. Me mostró el papel donde su ginecólogo había escrito su breve reporte de ultrasonido: “Producto único vivo de 38 Semanas de Gestación, en situación longitudinal, presentación cefálica, dorso a la izquierda, frecuencia cardiaca fetal 140 latidos por minuto”.

– “Todo bien” – le dije, y sabiendo que le angustiaba requerir una nueva cesárea, añadí–: “si no hay ninguna eventualidad, parece que va a poder ser parto normal”.

Lo mismo le había dicho el ginecólogo, según lo que ella me comentó. Tomando mis precauciones por mi próxima ausencia breve, le entregué una hoja de referencia para que acudiera directamente al servicio de urgencias del hospital en caso de cualquier eventualidad, incluyendo el hecho mismo de que comenzaran los dolores de parto. De cualquier manera, si algo pasaba mientras no estábamos, podía buscar a Yolanda o a Adriana, las enfermeras, para que, en dado caso, la mandaran en la ambulancia al hospital.

Así que en nuestros días de descanso, mi compañero y yo salimos de la comunidad, y no supimos nada hasta unos días después, cuando al volver me dijo Adriana, la enfermera: – “Doc, siempre que salen pasan cosas malas” –lo cual no era tan cierto –: “se murió el bebé de Yaneli”.

El dos de enero, Yaneli empezó con trabajo de parto o, como dicen en la comunidad, “dolió su barriga”. Segura de que los médicos le habíamos dicho que podría ser parto normal, decidió no tomar en cuenta la recomendación de acudir con la enfermera de la clínica ni al hospital, y mandó llamar a doña Rigoberta, una de las dos parteras activas en la comunidad.

Rigoberta es la mayor de las parteras, y la más tradicional. A diferencia de Evarista, quien había aprendido a atender partos cuando trabajó como auxiliar de enfermería en la clínica y tenía a su disposición algunos recursos biomédicos, como inyecciones de oxitocina, Rigoberta aprendió su oficio por tradición familiar. No sabía leer y escribir, a nuestras reuniones casi siempre acudía con su nieta, quien le ayudaba tomando apuntes. Su relación con el personal de la clínica – las enfermeras que llevaban tiempo ahí, y los médicos que cada año cambiamos – era un tanto ambigua. Siempre se mostró respetuosa, inclusive con una actitud que yo calificaría de obediente y que me llegaba a incomodar un tanto, por no saber cómo romper las relaciones jerárquicas que no era mi intención reproducir o  imponer. Rigoberta regularmente preguntaba qué partos podía y cuáles no podía atender – y de las mujeres de “alto riesgo”, como Yaneli, le decíamos que no, que esos debían atenderse en hospital. Pero a pesar de esa advertencia, al momento de atender partos, nunca nos mandaba avisar para que estuviéramos pendientes, nunca pedía ayuda.


“Henry Ford Hospital”, de Frida Kahlo (www.fridakahlo.org)

Quizá tenía miedo de que le fuésemos a “robar” parte de su ingreso, los $ 700 que cobraba por parto atendido (ella era la opción barata, Evarista cobraba $ 1,000, oxitocina incluída). Quizá temía que juzgáramos sus forma de atender partos, mucho más tradicional por lo que cuentan, que incluía masajes, uso de algunos aceites, y quizá otros elementos para mí desconocidos. Quizá era por mantener la cuestión entre mujeres, respetando el pudor de sus pacientes. Nunca nos lo dijo en realidad, ni se lo preguntamos.

Así que lo que pasó cuando Rigoberta notó que el niño de Yaneli “venía de piecitos” nunca quedó claro. Adriana afirma que ella como enfermera estuvo en la clínica ese día, que nadie la fue a buscar. Rigoberta dice que mandó al esposo de Yaneli a buscar a alguien a la clínica, pero que no hubo nadie. Que notó que la barriga de Yaneli estaba fría, que eso no le parecía normal. Que salieron primero los pies, pero que después el bebé ya no bajaba. Que hizo que Yaneli se pusiera de pie, y apretó su barriga. Que salió el niño, pero no lloró, no respiró, que estaba morado. Que Yaneli preguntaba qué pasaba, que no entendía, que ella estaba segura de que el bebé estaba bien y por eso había decidido tener a su hijo en casa. Que echaron agua al bebé. Que no funcionó, que no respiró...

–  “No vas a llorar, mamá” –le dijo Rigoberta a Yaneli, – “Yo ya lo viví, yo ya sufrí. No vas a llorar”.

Ese fue su consuelo...

Cuando Rigoberta nos contó su versión, su actitud era defensiva, temerosa. Insistía en que el bebé ya estaba muerto. Preguntaba si “iba a seguir trabajando”, refiriéndose al apoyo de $ 500 mensuales que el I.M.S.S. otorga a las “parteras empíricas” para que mantengan interrelación y “se capaciten” en las clínicas de IMSS-PROSPERA. O, si así lo decíamos, dejaría de atender partos. Decía que nunca le había pasado algo así.

“El Instituto no busca soluciones, busca culpables,” reza un refrán entre los trabajadores del Seguro Social. ¿Quién tuvo la culpa de esta tragedia evitable?

¿Tuve la culpa yo como médico? ¿Culpable de no estar ahí ese día, mi día de descanso? ¿No fui lo suficientemente claro en insistir en que, aunque todo pareciera marchar bien, tuviera a su hijo en un hospital? ¿De no haberle indicado con suficiente claridad a Rigoberta que no atendiera ese parto que era por nosotros reconocido como de “alto riesgo”? ¿De no conocer con más detalle el modo de proceder de la partera tradicional? ¿De haber insistido en contar con un estudio de ultrasonido más confiable? Quizá en la última cita que tuve con Yaneli no dediqué suficiente tiempo a escuchar sus planes, sus angustias.

¿Tuvo la culpa Rigoberta, por intentar atender un parto en presentación pélvica (“de piecitos”)? ¿Por no movilizar los recursos disponibles para que Yaneli fuera atendida en un hospital, al notar que no era un parto normal?

¿Tuvo la culpa Yaneli, por querer tener a su hijo en casa, de la misma forma que ella nació? ¿Por “no atender las indicaciones de los médicos”? ¿Por “no acudir a tiempo”? (probablemente, la opinión más común entre mis colegas).

¿Tuvo la culpa el ginecólogo que escribió “cefálico” en un reporte de ultrasonido, siendo tan bajas las probabilidades de que un bebé que viene “de cabeza” se voltee y se ponga “de pies” justamente en las últimas semanas? ¿O venía “de pies” y lo consignó como cefálico no siendo especialista en ultrasonido?

¿Tuvo la culpa la desregulación o la permisividad oficial, que hace posible que este tipo de establecimientos proliferen, dando una falsa salida a la saturación de los servicios públicos?

¿Tuvo la culpa el personal del hospital público que le dio cita a Yaneli demasiado tarde? ¿Que hizo que su experiencia en el parto anterior, que requirió cesárea, fuera tan traumática que ella no la quería repetir? Ese hospital, donde meses antes había nacido un niño en el baño, donde una mujer sufrió ruptura uterina habiendo indicios de un mal manejo médico, ¿tuvo la culpa de que Yaneli no deseara tener a su hijo ahí? ¿Tuvo la culpa de eso la cultura de violencia obstétrica, ampliamente documentada en nuestro país?


Ilustración de Pawel Kuczynski (www.pawelkuczynski.com)

¿Tuvo la culpa el risible presupuesto que hace que, con tan solo acercarse a dicho hospital, uno parezca escuchar un lamento que grita “Precariedad”? En ese hospital, como en la mayoría de los hospitales públicos, buena parte de la carga laboral recae en personal en formación con jornadas de más de 32 horas continuas de trabajo. ¿Tuvo la culpa este sistema de las tragedias anteriores ocurridas ahí, que hacían que la opinión generalizada en la comunidad de Yaneli fuera que “ahí no atienden”? ¿Tuvo la culpa todo ello de que Yaneli no quisiera tener a su hijo ahí?

¿Tuvo la culpa el gobierno municipal, cuya ambulancia era una combi destartalada, carente siempre de chofer? ¿El gobierno estatal, por mantener los caminos de acceso al hospital en mal estado? ¿El gobierno federal, por el aún deplorable estado del sistema de salud pública?

Y en otra escala, ¿tuvieron la culpa las compañías transnacionales, a las que sólo les interesa la comunidad en cuestión para apropiarse de su territorio para imponer ciertos megaproyectos cuestionables? ¿O el deterioro ecológico de la región (que incluye presas, una refinería, contaminación por agroquímicos, sobrepesca), que ha propiciado la escasez de pescado y camarón de los que tradicionalmente depende la comunidad, empujándola a una situación de mayor precariedad? ¿O los pocos inversionistas que se han beneficiado de este deterioro ecológico, mediante la concentración de la tierra en cada vez menos manos?

¿Tuvimos la culpa todos, por no haber sido capaces aún de generar un movimiento social con la fuerza suficiente para obligar al Estado a establecer un sistema de salud verdaderamente universal, no mercantilizado, gratuito, con perspectiva realmente intercultural, con suficientes recursos, respetuoso de los derechos de pacientes y trabajadores? ¿Por carecer de un Estado que haga su prioridad la Salud y no las ganancias privadas?

Claro, sabemos que el sentimiento de culpa no transforma nada. Lo que aquí importa es la certeza de una muerte infantil evitable. Y esa certeza ha de asumirse como una fuerza que derive efectivamente en transformaciones. Importa dilucidar en toda muerte evitable el juego de factores determinantes diversos, cuya sinergia cobra vidas, cercena futuros y demanda acciones concretas.

La actitud de Yaneli es resignada. Culpa a Dios pero acepta sus designios. Sin embargo, yo no veo fuerzas divinas en esta tragedia, sólo fuerzas sociales. Y aunque dicen que estudiar medicina es de lo más complejo, la fisiopatología de la distocia de cabeza en el parto en presentación pélvica es mucho menos complicada que la sociofisiopatología en la muerte de este niño, que no llegó a tener nombre. Y mientras no seamos capaces de organizarnos y tomar las riendas de este país, tragedias como esta seguirán ocurriendo día con día, condenadas al olvido.

 

Referencias

Breilh J. “La determinación social de la salud como herramienta de transformación hacia una nueva salud pública (salud colectiva)”, Revista de la Facultad Nacional de Salud Pública, 2013; 31(supl 1): S13-S27.

Hersch-Martínez, P. “Epidemiología Sociocultural: una perspectiva necesaria”, Salud Pública de México, 2013; Vol. 55(5): 512-518.

Observatorio de Mortalidad Materna en México, www.omm.org.mx