La antropología y la historia cultural han recuperado el modo en que los procesos de modernización afectaron de manera sustantiva las expresiones de las culturas sensibles locales, regionales, nacionales e internacionales. Si la modernidad está fundada en la hegemonía de la razón, los conceptos y la lógica en el pensamiento, la modernización, gracias a la ciencia y la tecnología, solventa los cambios sustantivos de la transportación, comunicación, edificación y producción, principalmente urbana. Muchas veces, la modernización, aunque cambia el modo de vida, evidencia que en el imaginario social, tanto las imágenes como ideas que suscitan y que dan cuenta de ello, carecen de racionalidad. Los propios modos de percepción de la realidad, filtrados por las marcas culturales emergentes o los viejos sedimentos ideológicos, pueden acoplarse o no con la modernidad. En otros casos, los rechazos a la modernización y sus bienes, pueden traducir ideas y creencias antimodernas. Trataremos de ilustrar una arista de estos densos y complejos procesos, situándonos en la percepción visual de un viaje en ferrocarril.
Recordemos que la modernización en el curso de la segunda mitad del siglo XIX, fue configurando un nuevo modo de circulación de bienes y de pasajeros gracias a la navegación a vapor y a los ferrocarriles. Agregaremos que estos vehículos de nuevo tipo, posibilitaron inéditos procesos de circulación de ideas y redes políticas, como lo prueba la proyección del Partido Liberal Mexicano de los Flores Magón entre los años de 1906 y 1911 y poco después, la irradiación de la I.W.W y del propio movimiento zapatista. A la larga, ambos circuitos de comunicación fueron tejiendo puentes y articulaciones entre sí, anudando de muchas maneras los espacios nacionales e internacionales. A partir de entonces los flujos interculturales fueron constantes y crecientes como los procesos de recepción y cambio que suscitaron, acompañando con distinto ritmo a los más perceptibles de la economía.
El viaje y la modernidad
El viaje, en el contexto modernizante decimonónico mexicano, entendido como práctica cultural y representación, cambió de referentes. Tuvo que ver con el acortamiento del tiempo y las distancias; también con un cambio de los itinerarios del transporte y su valoración. Así se fue afirmando la creencia de que el ferrocarril y el buque a vapor ofrecían a los usuarios mayor seguridad y comodidad frente a las diligencias y los barcos de vela. La propia percepción del viajero resintió la experiencia de las imágenes fugaces del paisaje, de los embates de la naturaleza, o de la presencia pasiva o provocadora de los asentamientos próximos o distantes y de sus pobladores.
Viajar devino en el modo de vivenciar dos experiencias propias de la modernidad: la de la fugacidad del instante y la del vértigo de la velocidad. A partir de entonces la regularidad del viaje se afinó, apoyándose en los usos del reloj público y de bolsillo así como en las nuevas exigencias de los ritmos capitalistas de la producción, circulación y consumo. La experiencia de aproximarse al juego de interacciones múltiples en los puertos o en las estaciones intermedias fue también una novedad. Los pasajeros tuvieron la posibilidad de transitar o cambiar de mirador sin tener que bajar de las novísimas unidades de transporte y sin que éstas renunciasen a sus velocidades de desplazamiento. No fue casual que proliferasen en la segunda mitad del siglo XIX, una multiplicidad de crónicas sobre viajes en estos fascinantes medios de locomoción. Desde fuera, la tradición oral, fue constituyendo sus propios relatos y creencias sobre el ferrocarril o el humeante navío. Estos anticipaban sus presencias a través de las ostensibles señas sonoras de sus inconfundibles silbatos y campanas.
Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893), conocido novelista y político de extracción indígena, fue testigo de este proceso de modernización y cambio cultural. El escenario y la historia morelense no le fueron desconocidos. Altamirano vivió dos años que m arcaron su tránsito de la adolescencia a la juventud en una población cercana a Cuautla. Se le atribuye la autoría de una obra extraviada titulada Morelos en Cuautla (1852). De sus viajes al interior quedan una cuantas crónicas que mencionan su paso por Morelos en diligencia y en ferrocarril entre 1870 y 1881 respectivamente. Hacia 1870, la población total morelense se estimaba en 125 mil pobladores. La tasa de crecimiento poblacional, fue magra aunque positiva al alcanzar un 0.6% para el periodo de 1793 y 1870.{tip ::Brígida Von Mentz ; Pueblos de Indios, Mulatos y Mestizos, 1770-1870: los campesinos y las transformaciones protoindustriales en el poniente de Morelos, México: CIESAS, Ediciones de la Casa Chata, 1988, p. 79.}[1]{/tip} Aunque la industria de la caña de azúcar -al seguir siendo hegemónica- condicionó la pervivencia de la fisonomía rural de la región, se vivieron algunos cambios regionales relevantes, los cuales han sido reseñados por Brígida von Mentz: el abandono por parte de las empresas del régimen esclavista en favor de formas menos arcaicas, crecimiento y diferenciación social de los pueblos que favoreció a los “intermediarios” y muy poco a los contados artesanos, un clientelismo remozado gracias a los intermediarios de los pueblos que favoreció a los terratenientes regionales como los Pérez Palacios por ejemplo. La movilidad territorial fue reportada como relevante hacia principios del siglo XX.
Del primero, sólo figura el trazo de un viaje imaginario a Cuernavaca que presumiblemente recrea una experiencia previa y/o los relatos de sus conocidos. Este fue publicado en el muy conocido diario capitalino El Siglo XIX con fecha 5 de junio de 1870, así dice:
"Atravesamos la gigantesca cordillera que rodea la mesa central, pasemos rápidamente por la hermosa cañada de Cuernavaca, toda bordada de risueñas poblaciones, de ricas haciendas de caña de azúcar y de inmensas huertas en las que hoy florecen los naranjos y comienzan a ostentar sus frutos los plátanos y los mangueros. Dejemos atrás, bajo las sombras de los sauces, el Amacusac confluente del Mescala y cuyas aguas corren todavía escasas y silenciosas a pesar de las primeras lluvias..."
El viaje ficcional de Altamirano obvia referir el entorno boscoso del norte morelense y sus poblaciones, sólo hay mirada y palabras para el floreciente valle azucarero y su villa, también para sus fronteras naturales de norte a sur, la cordillera y el río. Lo demás no cuenta.
El año de 1878, la onda modernizadora del transporte ferroviario tuvo que ver con la línea interoceánica que se venia proyectando. Delfín Sánchez, empresario español, lideró a un grupo de inversionistas articulados a la principal zona productora de azúcar, logró concentrar y unir los ramales ferroviarios locales bajo la sociedad “Ferrocarriles Unidos de Morelos, Irolo y Acapulco. “Todavía tendrían que pasar algo más de un lustro para estructurar la malla ferroviaria interoceánica, que remodelaría el mercado interno y el eslabonamiento regional agroexportador al mercado mundial.{tip ::Sandra Kuntz y Priscilla Connoly, 1999: 9: 46.}[2]{/tip}
Altamirano, once años después de su primera crónica de viaje pre ferroviaria, dio curso a sus impresiones en un ritualizado viaje inaugural en Ferrocarril a la ciudad de Cuautla, del cual sólo tomaremos los pasajes que se eslabonan con nuestro tema. Altamirano el 21 de junio de 1881, publicó una sugestiva crónica titulada "El ferrocarril de Morelos" en el diario capitalino La República, que nos servirá de pretexto para terrenalizar nuestra aproximación cultural al viaje, al viajero y a la mirada.
Nuestro escritor, a diferencia de las crónicas precedentes que narraban las experiencias de viaje en ferrocarril en el tramo México-Nepantla que atrajeron a plumas reconocidas como la de Guillermo Prieto, o de las más azarosas a lomo de bestia o en diligencia entre la ciudad de México a Cuernavaca. Nuestro escritor optó por narrar su viaje en tren en 1881 de la estación de Nepantla a la de Cuautla. Corrían los tiempos de la gubernatura estatal del General Pacheco, el cual mostró interés por el papel modernizador de la obra pública pero también el de las iniciativas privadas que tenían previsible impacto económico y social como la del ferrocarril.
Ignacio Manuel Altamirano reseñó que esta pujante empresa ferroviaria presuntamente a cargo de Manuel Mendoza, y apoyada por los hacendados del valle de Amilpas, fue apadrinada por el gobernador Pacheco. Esta reseña, cojea de realidad, porque el liderazgo empresarial ferroviario regional estuvo a cargo de Delfín Sánchez, tan español como Mendoza. La asociación de los hacendados españoles y mexicanos fue reivindicada como la principal gestora de dicho proyecto modernizador en el escenario regional. Sin lugar a dudas, la ampliación de la red ferroviaria daría nuevo cauce comercial a los excedentes agrícolas del valle en manos de los hacendados.
La crónica de Altamirano asumió dos criterios desde los cuales fijó el valor de los pueblos morelenses, visualizados fugazmente durante el viaje. El primero, el de "su importancia", que sin aclararnos su sentido nos sugiere -tomando en cuenta el locus cultural de la enunciación del narrador y su tiempo- los pesos demográficos y económicos de las localidades. No hay duda que nuestro cronista estaba casado con las ideas fuertes del progreso y la civilización, las cuales se hicieron explícitas al final de su escrito.
El segundo criterio de Altamirano fue más manifiesto en su adscripción de valor a la población, siempre "que sea digna de mención por encerrar recuerdos históricos". Pero, esta visión patrimonialista y valorativa de Altamirano puede ser filiada culturalmente. En lo general, no es muy abierta y plural que digamos, por lo menos en el texto que nos ocupa. Los ejemplos de Ozumba y Nepantla a los que apela nuestro escritor refrendan nuestro aserto. Los relatos que le confieren relevancia a estos pueblos nos remiten a las presencias o huellas culturales coloniales legadas por dos figuras intelectuales de primer orden. Altamirano evoca al teólogo José Antonio Alzate y Ramírez (1737-1799), nativo de Ozumba, acaso motivado por las preocupaciones de éste por descifrar a su manera las ruinas de Xochicalco y también por sus cultas aficiones astronómicas y letradas. La otra figura que reivindicó Altamirano es la de Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695), originaria de Nepantla y fina poetisa.
Una nueva mirada cultural
Salvo Ozumba y Nepantla, en dicho tramo de viaje no existe ningún otro digno de tom arse en cuenta. Ello no quiere decir que la mirada del escritor viajero se desplome, queda todavía el cambiante paisaje visto en panorámicas. Y ojo que las experiencias visuales de las panorámicas, a pesar de la visión romántica de Altamirano sobre la naturaleza, tienen un sello muy propio de la modernidad, es más, afirmamos que son hechuras de ella. Las panorámicas no son pura percepción, recordemos que están filtradas por la cultura letrada y moderna de su tiempo, también por los despliegues de una nueva práctica arquitectónica e ingenieril y los consumos culturales y estéticos que le correspondieron.
La visión de Ignacio Manuel Altamirano es elocuente: "...hay que fijarse solamente en las bellezas naturales del camino, bellezas indescribibles y que no son sino para vistas pues si de pintarlas con la pluma se tratara, tendrían que reproducirse paisajes monótonos a pesar de su variedad de pálidos, a pesar del brillante colorido que constituye su belleza". La analogía que propone nuestro viajero oscila, entre los más apropiados modos artísticos de representación -el que viene de la pintura- y el que procede de la literatura. Entre uno y otro, el cronista opta por obvias razones por el segundo, aunque reconociendo sus límites. Más allá de lo dicho, Altamirano agrega que su singular experiencia como viajero tiene una ostensible carga estética, aunque implícitamente revele la presencia de la tradición romántica. Él, dice algo más, que su experiencia es en cierto sentido colectiva, es decir, propia de los viajeros en ferrocarril: "Tamaño espectáculo atrae las miradas de los viajeros y los sumerge en muda contemplación".
Mirar hacia fuera o hacia dentro del vagón de pasajeros exhibe una opción personal que sólo marca una diferencia cultural, no su ruptura. Hacia adentro y presumiblemente en la primera clase, la mirada del escritor indígena resiente las marcas de distinción de los consumos culturales de las élites criollas; también le pesa el despliegue de frívolas prácticas conversacionales. Otras crónicas debidas a la firma y genio de nuestro escritor acerca de los consumos culturales de las élites capitalinas, revelan que algunos de ellos los veía con simpatía y que no le eran ajenos, incluyendo las noctámbulas ofertas gastronómicas y artísticas de Fulcheri. En este caso, Altamirano -el viajero- ironiza al decir: "Quédese la charla insignificante para los frívolos a quienes la hermosura de la naturaleza nada dice; quédese la observación de los detalles pueriles, la novedad del traje de los mozos de Fulcheri y del adorno de los vagones, las pequeñeces de la concurrencia misma, para los que han ido al viaje a poner enfrente de esas mezquindades el pobrísimo y turbio foco de su imaginación sietemesina, para sacar de todo eso una gracejada fría y sin sal, un epigrama infeliz que no saca chispas, ni restregado con la piedra del odio y de la envidia.(...) la verdad es: que el espíritu serio sólo se fija en las grandezas naturales de nuestro país. " Ni tanto, ni tan poco.
Altamirano nos revela otro plano de su mirada sobre el paisaje, la seriedad política del mirar patrimonialista nacional sobre "las grandezas naturales". Mijail Bajtin ha argumentado sin desperdicio acerca del perfil moderno, elitista y autoritario del paradigma de la seriedad. El escritor mexicano traza desde la seriedad y el saber otra frontera, otra marca de distinción que confronta a la exagerada precariedad lúdica y frívola que construye y adscribe a sus anónimos y circunstanciados acompañantes criollos y mestizos, quizás porque socialmente se sienta marginado.
La reflexión y mirada de Altamirano se desliza ahora en otra dirección en su relato. Las grandezas naturales guardan más perfección y valor que la obra de ingeniería humana que sostiene este circuito ferroviario, pero que dada su utilidad merecen pasarse por altos sus "irregularidades". Nuestro autor concede: "El camino es atrevido y bello y honra altamente al ingeniero que lo trazó y ejecutó y a la empresa, que no ha desfallecido ante las dificultades"- El ingeniero Chimalpopoca debió sentirse halagado de tal mención. Más adelante volverá sobre la filiación indígena del ingeniero para confrontar indirectamente el racismo y los prejuicios que reinan en las élites criollas actualizados por las modas positivistas y socialdarwinistas de su tiempo.
Los registros valorativos de las poblaciones morelenses de Altamirano resultan interesantes en la medida en que nos muestran descarnadamente su distancia frente a los asentamientos nahuas encarnados en Tetelcingo: "...en que domina pertinaz y ciego el espíritu de abyección que impuso la encomienda". Pero, el ideario liberal de Altamirano se desdibuja cuando enfrenta la cuestión laboral en las haciendas cañeras a partir de un caso que considera paradigmático. Se trata de la hacienda "Santa Inés" cerca de Cuautla, conducida por el virtuoso español don Luis Rovalo. La gestión de este hacendado modelo condensa la alternativa paternalista de Altamirano para las haciendas. Rovalo, al decir de Altamirano, "supo unir al hacendado con el trabajador" y tratar a este último como "un padre", eliminando "en su espíritu las preocupaciones que transmiten la miseria y el desaliento y que fomentan el odio y la ignorancia". El paternalismo autoritario no parece estar reñido con la retórica desplegada por el propio Altamirano sobre la libertad. De otro lado, la España de la negatividad de la encomienda se atenúa con el espíritu modernizador de los empresarios españoles de fines del siglo XIX.
Reflexiones finales
La crónica de Altamirano encapsula otro texto suyo, el discurso que pronunció en el ritual de inauguración del servicio de ferrocarril en la estación de Cuautla. Rescatemos dos de las muchas entradas del discurso de Altamirano a manera de cierre. La primera subraya la función económica del servicio ferroviario: "Esta vía atravesando la riquísima zona de la tierra caliente, va a inundarla de bienestar, va a acercar entre sí a estos pueblos y a comunicarlos con los pueblos centrales, llevando a sus mercados los frutos de la zona tórrida, los más productivos de nuestra tierra. Es la paz la que ha producido tan grandes bienes". La segunda, hace explícito el papel modernizador del indígena aculturado, letrado y versado en la ingeniería, acaso porque se ve con orgullo en dicho espejo: "Hay señores, en la compañía del Ferrocarril de Morelos, un joven mexicano, tan modesto como inteligente, un indio que ha dirigido en calidad de ingeniero esta vía, que la ha proyectado y la ha construido. Es el ingeniero director Chimalpopoca. (...) ¡Chimalpopoca! que significa escudo que arroja humo. En su antepasado, ese humo fue el símbolo de la guerra, del incendio y de la conquista. Ahora en él, ese humo es el símbolo glorioso y bendita de la paz, del trabajo, y de la civilización."
Notas:
[1] Brígida Von Mentz ; Pueblos de Indios, Mulatos y Mestizos, 1770-1870: los campesinos y las transformaciones protoindustriales en el poniente de Morelos, México: CIESAS, Ediciones de la Casa Chata, 1988, p. 79.
[2] Sandra Kuntz y Priscilla Connoly, 1999: 9: 46.
Bibliografía
- Altamirano, Ignacio Manuel, "Revista de la Semana, 5 de junio de 1869": Crónicas 2. Obras Completas VIII, México: SEP, 1987, pp. 273-274
- __________, "El ferrocarril de Morelos" en Crónicas 3. Obras Completas VIII, Mèxico; SEP, 1987, pp. 180-190.
- Brígida Von Mentz ; Pueblos de Indios, Mulatos y Mestizos, 1770-1870: los campesinos y las transformaciones protoindustriales en el poniente de Morelos, México: CIESAS, Ediciones de la Casa Chata, 1988,
- Sandra Kuntz y Priscilla Connoly, Ferrocarriles y obras públicas, México: Instituto Mora, 1999,