27, Noviembre de 2013

Una reflexión sobre los nortes del virreinato de la Nueva España

Las acciones y consecuencias de las existencias humanas no están ahí en el pasado inamovibles esperando a que las descubramos de una vez y para siempre a través de sus testimonios. Existen evidencias y prédicas de lo actuado, que de una u otra manera, privilegian determinadas circunstancias, acciones o inclusive reacciones, pero que son apenas tenues trazos de esos momentos que se pretenden describir y que de ningún modo hacen visible la complejidad de las existencias de esos momentos referidos.

 

El anterior señalamiento tiene por objeto llamar la atención sobre lo que considero comienza a convertirse en un consenso entre quienes estudiamos la “Historia”, esto es, que todo cuanto sabemos o mejor dicho creemos saber, debe estar en constante revisión crítica y no por un prurito de cambio o moda, sino porque cada vez es más evidente que los discursos de la historia, aún y con su supuesto cientificismo, son narrativas convenientes y convenidas en un determinado momento y a un determinado sistema, que a fuerza de repetirlas y adosarlas con datos convenientes, las convertimos en “verdades históricas”, que de repetirse una y otra vez se quedan como imágenes consagradas de los pasados, a las que a lo mucho, hay que adosarles los nombres y fechas que por una u otra razón, quedaron en ese mismo tiempo no mencionados.

En este sentido de revisión crítica de la historiografía —en que creo nos hemos instalados los que queremos participar en el seminario multi y transdisciplinario de la conformación histórica de la frontera norte de México— es que vengo a llamar la atención —para refrendar lo que ya se dijo en otro coloquio cuya temática general fue Los Nortes de México: culturas, geografías, temporalidades, llevado a cabo en Creel, Chihuahua, hace menos de un mes— sobre la pertinencia o impertinencia de seguir utilizando el sustantivo singular de frontera cuando nos estamos refiriendo a las historias de los nortes o septentriones novohispanos, aun y cuando en algunos casos se vaya un poco más allá de la designación de una porción territorial y se quiera ver el establecimiento de “relaciones humanas” entre grupos humanos diferentes como lo apunta David J. Weber[1], y que en muchos casos ha llegado al abuso de la retórico con expresiones que quisieran que todo fuera frontera: “época de frontera”, “espacios o provincias de frontera”, “culturas de frontera”, etc., abusos retórico digo, que termina diluyendo la especificidad de los supuestos “encuentros de grupos humanos” al silenciar o desviar la atención de las declaraciones de guerra de conquista, sometimiento y hasta aniquilación de los conquistadores occidentales hacia los pueblos y comunidades indígenas.

Los occidentales (españoles, ingleses y franceses, etc.,) tenían la convicción fanático religiosa de la supuesta necesidad divina y humana de “incorporar al modelo occidental”, a los seres humanos que según ellos suponían aislados de los “grandes procesos de las relaciones internacionales” y de las “corrientes universales” que ellos representaban.[2] Donde su accionar militar y guerrero no era prerrogativa exclusiva de ellos, sino que era una actitud muy humana, esparcida entre todos los pueblos del mundo, inclusive a los que se estaba conquistando y cuya diferencia estaba en el mayor o menor grado de beligerancia y crueldad y, por lo cual, las “relaciones humanas” de contacto se dan en condiciones de igualdad y semejanza en cuanto a actitud, pero diferenciados por sus prácticas concretas donde se descubre lo civilizado de los conquistadores y lo bárbaro y salvaje de los conquistados.

Así con esa operación de homogenización del género humano a su aserto pre-hobsiano: del hombre violento por naturaleza y por la misma causa guerrero hasta la medula, las guerra de conquista y los consecuentes procesos de resistencia de los pueblos originarios, quedan como historia anecdótica, donde lo que menos termina importando son las historias de la aniquilación de los pueblos y comunidades que se resistían a ser sometidos a otras visiones y otras actividades humanas.

Esta observación es la que me lleva a plantear la necesidad de discutir el sustantivo frontera, como un término que hasta hace poco resultaba muy cómodo y sintético para la historiografía de los nortes novohispanos[3], pero que al mismo tiempo diluía, lo complejo y diverso, no sólo de los espacios a los que se les atribuía, sino también el ocultamiento primario de la guerra de conquista, despojo y aniquilación a la que sometieron los españoles, ingleses y franceses a los pueblos y comunidades originarias de cualquier porción territorial de lo que se comenzó a llamar América.

Por ello mismo es que la discusión debe comenzar descubriendo las premisas ontológicas mayores que se establecieron desde que se inició la conquista de este inmenso y brutalmente desconocido, para los accidentales, continentes y pueblos originarios, que hoy llamamos América.

 

Premisas de cualquier conquista

Ante la conquista de los pueblos y comunidades de las Antillas y las costas meridionales del desconocido continente al que después se le llamaría América, Juan López de Palacios Rubio señalo categóricamente: “la sola presunción de su mal actuar [de los nativos a los que desde esos momentos se les considero infieles] debe prevenir a los cristianos para aherrojarlos de sus bienes y posesiones.”[4]

Hernán Cortes en los primeros párrafos de su Segunda Carta de Relación le escribía al rey “Que me rogaban [los nativos de Zempoala] que los defendiese de aquel gran señor que los tenía por fuerza y tiranía, y que les tomaba sus hijos para los matar y sacrificar a sus ídolos. Y me dijeron otras muchas quejas de él, y en esto han estado y están muy ciertos y leales en el servicio de vuestra alteza y creo lo estarán siempre por ser libres de la tiranía de aquél…” (Segunda Carta de Relación)

De aquella primera descripción violenta y de guerra entre los pueblos y comunidades originarias se derivó el supuesto mandato divino que asumió el rey de pacificar a esos habitantes, como se puede apreciar en narrativas como las siguientes:  

“Reprimiendo y refrenando el ímpetu y bestial y bárbara fiereza de los sobre dichos” {indios}. Conquista de la Nuevo México, pág. 294

“La profunda paz que disfrutaron todo el tiempo que demoramos entre ellos, no me permitió observar su verdadero traje de guerra; bien que pudo inferir por un baile marcial con que nos obsequiaron, que para combatir usan unas cueras de pieles de buras [venados] dobles, y bien curtidas, diferentes de las de nuestros soldados de provincias internas solamente en ser largas, y tener algunas malas figuras pintadas por encima. Se cuelgan de la cintura en estos casos un tahalí hecho de la misma piel, y casi les llega a la rodilla; a éste se hallan ajustadas en cuatro o seis líneas paralelas muchas cuerdas, en que están enhebrados huesos de pescados y cañones de pluma de águila, teniendo atadas en el remate algunas pezuñas de venado, para intimidar probablemente al enemigo con el ruido que estos colgajos hacen al marchar el campo”. Noticias de Nutka, Pág. 157

Así esa visión violenta y de permanente estado de guerra entre los diversos pueblos y comunidades, junto con su pobreza, idolatría, sacrificios de seres humanos o franco canibalismo –inhumanidad absoluta— fueron los soportes ideológico-discursivos sobre los que se alzó la conquista y dominación de pueblos y comunidades originarios de este continente y que por desgracia siguen vigentes en nuestra historiografía, pese a que han recibido duras críticas como las establecidas por Tzvetan Tódorov en La conquista de América, la cuestión del otro, 1982.

No se trata, de ninguna manera, por oposición a esa posición, de negarla sin más y establecer una visión romántica o idílica de los Pueblos y comunidades, porque ello no sería más que otra charlatanería. Muy posiblemente lo vivido y ocurrido a esa diversidad y pluralidad de pueblos y comunidades ya se perdió, ya no nos serán accesible ni sus pasados remotos ni los cercanos a la conquista española, francesa, británica o portuguesa, por la cantidad de pre-juicios que intentaron dar cuenta interesada de ellos. Pero en cambio todavía están aquí pueblos y comunidades —aunque sólo sean una pálida sombra de la diversidad existente antes del “topamiento colombino” — actuando y viviendo en resistencia creativa contra la subsunción de los colonialismos que pretendían y pretenden imponerles nuevas formas de vida incluyendo claro está, su desapego y despojo de sus tierras y territorios.

Así que ante la evidencia antes señalada de la persistencia de la existencia de pueblos y comunidades no sólo ancladas en elementos estructurales de su pasado, sino con la dignidad suficiente para reclamar la vigencia de sus presentes y futuros, es necesario revisar los discursos de la Historia en su “coherencia” interna y en el mensaje a enviar y eternizar.

Muy posiblemente no podamos contrastar los dichos con los hechos, aquí la ciencia se encuentra con que las manifestaciones e implicaciones en los pasados sobre todo autóctonos ya han sido borradas o distorsionados por múltiples circunstancias, por lo que hay que prescindir de principio de los supuestos pasados consagrados por los discursos historiográficos, para dar primero paso al análisis de las lógicas del discurso conquistador. Descubiertas esas líneas argumentativas y la permanencia de los pueblos y comunidades quizás podamos repensar pasados y actuar en consecuencia.

Lo anterior me lleva pues, a volver a pensar todo, porque en la visión colonialista y colonizada que por desgracia sigue enquistada aun en los medios académicos, los “indios” de ayer y hoy son un accidente o sujetos de enumeración, de conquista, sometimiento, cristianización, humanización, educación, transformación, civilización; en fin, de que se les niegue e imponga otra historia, si otra y unitaria, porque las suyas, diversas y distintas, muy poco importan por inoperantes, aborrecibles, por lo bestial y precario de las mismas que se exhiben de cuerpo entero y, de una vez y para siempre, en los presentes que dicen o señalaron como vividos y sufridos los primeros conquistadores, en donde estamos incluidos nosotros los criollos y mestizos de hoy. Porque dichas apreciaciones las hemos dejado intocadas y dadas por muy buenas y valederas, sin la más mínima noción de crítica, porque nuestra asepsia humanista nos lleva a no entender nada y terminar justificando la visión de los vencedores al confundir todo bajo las premisas de por ejemplo que “la ira, la venganza y la avidez de sangre se desataron a menudo en aquella situación y que no creo se puedan encontrar palabras capaces de justificar su ejercicio indiscriminado.” Cuauhtémoc Velasco, 2013, pág 18.

Es claro que no se trata de justificar nada, de lo que se trataría en todo caso es de dar cuenta de la guerra de conquista, sometimiento y aniquilación en que se empeñaron los occidentales contra los pueblos y comunidades de este continente y de sus diversas maneras de resistir y oponerse a esa guerra no buscada ni deseada por ellos.

Lo peor es que la parte más negativa se carga sobre los pueblos o comunidades autóctonas, porque los conquistadores y colonizadores describieron sus sufrimientos, sus penurias, sus maltratos su labor incansable de civilizar… Mientras que del otro lado no hay fuentes y en el mayor de los casos sólo hay sobrevivientes que siguen siendo tratados como objetos a conquistar y colonizar.

No hay exageración en lo dicho, en estos mismos momentos podemos revisar la prensa para ver en la situación en que tienen los gobiernos federal, estatales, municipales, capitalista de todo tipo nacionales y trasnacionales a los Mayos, Yaquis, Series, Rarámuris , Tohono O´Otham, Ñañúz, Otomíes, Zoques, Mames, Triquis, Pimas, Mazahuas, Nahuas de Guerrero o de Oaxaca, Pames, Purépechas, Wirrárika, Tojolabales, Tzeltales, Tzotziles, Mames, Totonacos etc., Así pues, y ante esta realidad, qué pertinente es tratar de nuevo los prolegómenos de la conquista y los colonialismos en los territorios norteños y la diversidad de pueblos que los poblaban, dominaban y aprovechaban, aun antes de que siquiera los imaginaran los occidentales.

En algunos casos las resistencias se manifiestan con armas en las manos para defender lo propio, sin que hasta ahora sepamos que las hayan utilizado para atacar al invasor o enemigo encarnados en las instituciones del Estado y de la industria o el comercio nacional o trasnacional. En otros casos se organizan de muy diversas maneras para intentar detener las embestidas. Los muertos son de ellos, sin que hasta ahora sepamos que haya habido del otro lado, esto es: finqueros, gobiernos, industriales, narcotraficantes, mineros o banqueros.

Hay pues diversidad de resistencias para defender lo propio, frente a una embestida común aunque múltiple por los intereses y recursos que los mueven y persiguen, para arrebatarles tierras y territorios y sujetarlos a un orden totalmente distinto al que poseen.

Las estrategias de los conquistadores de ayer y de hoy, pasa necesariamente por su pretensión de borrarles sus señas de identidad y su desarraigo a sus tierras y territorios, así como de sus usos y costumbres, lo cual pretendían lograrlo con las denominadas “congregaciones de indios” –en el norte con la denominada mancuerna presido misión de la historia novohispana— y hoy con las “nuevas ciudades rurales”.

A esos intentos de aniquilación de los mundos indígenas de ayer y hoy deben sumársele en nuestros días las campañas más atroces para el despojo de tierras y territorios por el supuesto narco o paramilitares, dueños de mineras, industrias eólicas, explotación del agua etc., que pretenden apoderarse de sus tierras, territorios y consecuentemente con todos sus recursos naturales llegando incluso al aire, el agua, para la construcción de acueductos o de los llamados parques eólicos, etc.

Ciertamente no existe una acción concertada entre todos los pueblos y comunidades para enfrentar las nuevas embestidas de despojo, pese a los esfuerzos del Ejército Zapatista de Liberación Nacional y el Congreso Nacional Indígena por unificar las luchas y enfrentarlas en conjunto.

Es claro que muchos pueblos y comunidades saben, tienen conocimiento y aún apoyan las luchas de otros, pero no ha habido posibilidad de lo que podríamos llamar “una lucha unitaria” o “política unitaria” como la entendemos nosotros los occidentales, un mando único, una política de acción consensuada entre la diversidad de pueblos y comunidades, una negociación determinada y dirigida por los “representantes” de ellas, esto es un gobierno o representación única que les permita en términos de igualdad enfrentar a los intereses externos que pretenden despojarlos de sus tierras, territorios, recursos naturales y sociales.

Hoy como hace 500, 400, 300, 200, cien y aún en nuestros días eso no existe y los intentos de los Zapatistas y el Congreso Nacional Indígena, no han ido por esa vía de aglutinar, de subsumir a los diversos en una sola unidad política mayor abstracta que termine formando “Estados nación” como hoy los conocemos.

Eso es, lo que justamente no encontraron los españoles en estas tierras y territorios y entre los pueblos y comunidades. Y de ello se “dolían” los españoles o mejor dicho les servía para calificar a estos mundos sociales como bárbaros y primitivos, por carecer de lo que ellos suponían una organización política superior como lo era en su momento la monarquía, esto es, una sociedad estratificada que se conducía por la voluntad de un grupo dirigente político-militar y religioso, tal y cual era su mundo[5].

Lo encontrado en Temistitan, Tenuxtitan o Tenochtitlan era lo que ellos supusieron como lo más cercano al orden que ellos vivían. Una Monarquía que regía en un inmenso territorio y entre muy diversas comunidades y pueblos de lo que hoy sería el centro sur de aquella fabulosa ciudad.

La evidencia de tal circunstancia está dada por las narrativas de los españoles y luego por los materiales que ellos mandaron elaborar para ratificar aquellas existencias a través de las nóminas de tributos, pictogramas genealógico y “mapas de supuestas o imaginarias jurisdicciones”, de “señoríos”, etc., que a más de ratificar “pasados” servían para asentar derechos de los nuevos conquistadores y sus aliados y allegados “indígenas” y con lo cual suponían tenían garantizado el derecho a dominar la cabeza y todos sus ramales de esa llamada monarquía o imperio indiano que partía de la ciudad de Temistitan y luego de la ciudad de México.

Así que la existencia de esa monarquía indiana tiene por lo menos la presunción de una conveniencia a los intereses de los conquistadores, delimitaba pueblos y comunidades, así como tierras y territorios para quedar bajo control de las nuevas circunstancias de conquista y ocupación, que por la “sumisión” mostrada por el monarca indígena al rey de Castilla, implicaba necesariamente que todos sus súbditos quedasen sometidos y con lo cual se evitaban el solicitar a cada comunidad y pueblo que hicieran la presentación de aquel vasallaje. Economía de acción.

Sea lo que fuera de ello, aquel reino o monarquía suponía en la lógica del conquistador, una delimitación humana y territorial específica, que existiendo o no, la hicieron valer en el presente colonial y en el pasado prehispánico, con las narrativas que llevaron a cabo frailes, criollos y mestizos, donde pretendían hacer valer sus intereses, asentados en un pasado mitológico. En todo ello no hay más que estados de fe que no de ciencia y todo ello se complica más por el estado de la arqueología que siempre interpreta a partir de las narrativas coloniales y el pensamiento colonizado.

Pero decíamos que fuera de aquel “imperio” había muchísimos más pueblos y comunidades que de una u otra manera poseían, utilizados y aprovechados esos inmensos y variados territorios por medio de sus rancherías estacionales o móviles para llevar a cabo la caza, recolección o agricultura.

Tanto al norte como al sur de la ciudad de México, que quedó instituida formalmente dentro del orden colonial en 1531 como capital del virreinato, casi no dejó de haber pueblos y comunidades que no se resistiesen a la imposición del orden colonial que pretendían imponer los españoles. Su irreductibilidad a los modos de vida que les querían imponer los conquistadores, los hizo ser insoportables para estos últimos. La unidad buscada por los conquistadores para trazar una línea de control y dominación absoluta, se estrellaba con la fragmentación que parecía infinita y que hacía casi imposible la permanente sujeción, no sólo de las comunidades y pueblos, sino también sobre las propias tierras y territorios de aquellos extensos y diversos territorios, que en muchos casos, poseían los tan ansiados metales precios que ellos perseguían con sed insaciable y locura desmedida.

Por aquí y por allá, independientemente de las áreas más o menos bien colonizadas, controladas y negociadas con pueblos y comunidades a través de las Repúblicas de Indios, sobre todo estamos pensando en lo que hoy sería el centro de la república lo que incluiría el denominado bajío, Michoacán, partes de lo que hoy serían Querétaro, San Luís Potosí y Zacatecas y entre más al norte se dirige la mirada del investigador, veríamos surgir enclaves coloniales a lo largo del denominado comino de tierra adentro y, algunos ramales, al occidente y oriente del mismo, sin que ello llegara a ser una unidad geopolítica controlada y dominada por los conquistadores. Una revisión crítica de las guerras de conquista y dominación sobre los pueblos originarios de dichas regiones nos mostraría que los conquistadores no lograron un control absoluto de ese inmenso y variado territorio y mucho menos de los pueblos y comunidades que los poblaban y dominaban, no fueron sujetos al orden colonial pese a todos los intentos que se hicieron durante los dos siglos y medio de dominación española y luego de la república mexicana.

Lo antes dicho me obliga a señalar que al tratar el tema de los nortes tendríamos que tener por lo menos dos consideraciones formales de frontera. Una que aplicaban las coronas europeas para reconocer entre ellas, los territorios que decían estaban bajo su potestad y jurisdicción, y en esa media exigían a las otras que respetasen sus demarcaciones independientemente de lo que sucediese al interior de las mismas.

Y por otra parte al interior de los territorios coloniales podemos reconocer, por muchas evidencias, que no llegaron a ser unidades geopolíticas más o menos bien estructuradas y controladas, que dentro ese espacio colonial había infinidad de inmensos huecos que se sustraían al orden colonial, dada la resistencia de los pueblos y comunidades a ser subsumidos en la conquista y dominación que pretendían tanto españoles como franceses o ingleses.

Esa circunstancia debía ser suficiente para reconocer las fronteras internas con esos pueblos y comunidades, pero ello no fue algo que pudiera ser aceptado por los conquistadores porque para ellos toda la tierra ya tenía dueño, ellos los conquistadores y sus pobladores castellanizados. Los pueblos y comunidades que llevaban milenios viviéndolas y aprovechándolas no se les reconocía ningún derecho a sus tierras y territorios, salvo que se sujetasen al orden colonial. Si no era así, la única posibilidad de existencia era la de permanente guerra que provocaría su conquista y dominación de tierras, territorios, recursos naturales y el arrasamiento de pueblos y comunidades que se opusiesen no sólo a sus ocupaciones, sino en el supuesto camino hacia los bordes más norteños de la delimitación reconocida por otras monarquías.

Esa última acción colonial de ir sembrando poblados-presidios-misiones hacia los bordes fronterizos que reconocían otras monarquías y que se veían de una u otra manera favorecidos por la existencia de yacimientos argentíferos que propiciaba núcleos de colonización, aunque quedasen a cientos de kilómetros de aquellas imaginarias de lo que podría reconocerse ya entonces como “líneas internacionales”, ha provocado que muchos estudiosos traten toda esa inmensa área como tierras de frontera, visión que se refuerza con la visión idílica de los presidios-misiones, que se quieren presentar además de centros civilizatorios como los que marcan y demuestran el dominio militar absoluto español o novohispano de aquellos inmensos territorios.

Así es visión del presidio misión no deja de ser por una parte una simple alegoría del supuesto poder español en sus extensos territorios coloniales y por otra parte, un ocultamiento de las realidades; porque en sentido estricto ni la corona de España ni las autoridades virreinales llegaron a controlar y subordinar a los pueblos y comunidades que poblaban y dominaban aquellos vastos territorios.

Y si ello fue cierto también lo fue que nunca reconocieron ese hecho como tampoco el que pudiera haber fronteras internas dentro de sus territorios coloniales, como tampoco luego lo reconocería la naciente nación mexicana, pero para ocultar esas realidades se prefirió tratar lo ocurrido en aquellos territorios como si fueran fronterizos, aunque que como tales se les asigna una condición muy sui géneris, ya que no se reconocen a los pueblos y comunidades que poblaban y dominaban aquellos territorios con derechos sobre sus tierras y territorios, por lo que se termina reduciendo todo al permanente estado de guerra de bandas salvajes que se niegan a ser reducidos a una vida sedentaria, productiva y dentro de los cánones cristianos.

A esos enfrentamientos es a lo que se reduce la vida de frontera que se extiende a casi todos los actuales estados norteños de la República mexicana sin notar, según mi punto de vista que ranchos, haciendas, poblados, reales mineros, presidios y misiones que se dirigían a los bordes imaginarios de la Nueva España, no fueron más que enclaves coloniales con una delimitación muy singular a partir del Camino Real de Tierra Adentro y algunos que otros ramales a occidente y oriente, dadas las mismas presencias de metales preciosos.

Así pues y en contraposición a lo que considero ha sido un abuso al señalar a los nortes como un permanente estado fronterizo, sugiero que observemos mejor las realidades que se establecieron a partir de una categoría analítica como sería la de enclave colonial, porque ella misma nos abre la posibilidad de reconocer por una parte el estado de guerra permanente que iniciaron los conquistadores al trastocar usos y costumbres milenarias de uso y ocupación de las tierras y territorios, por otra parte el no dominio y control de comunidades, pueblos, tierras y territorios y, por último, la actitud colonialista de negar la presencia y valía de los pueblos y comunidades que detentaban, utilizaban y se aprovechaban de esos inmensos territorios; y que, por lo tanto, debieron merecer respeto, tal y cual hoy lo merecen sus legítimos herederos y descendientes.  

Extraña en la bibliografía de las regiones de los nortes, no se traten temas como las resistencias a la conquista española en una diversidad de posibilidades, sino que, en lugar de ello, se privilegie lo que se ha supuesto como definitorio de esos pueblos y comunidades en su estado “natural de barbarie”, esto es la violencia-guerra frente no solo a los españoles, sino también contra todos los otros pueblos y comunidades existentes en la región.

Bajo esa concepción, a la que se le añade el que se clasifica a la mayoría de los pueblos y comunidades como simples nómadas, se pierde toda posibilidad de entendimiento por, justamente, su “errabundez” y con lo cual se hace prevalente la concepción mayor e imperial del estado salvaje y bruta de aquellos pueblos y comunidades a lo que a los sumo se trataría de evangelizar, charada para implantar los enclaves coloniales cuyas motivaciones principales se llamaban metales preciosos y los caminos a sus bordes imaginarias con otras coronas europeas.

Esa visión y actitudes no cambiaron con la independencia de España y con el establecimiento de la República. Ya don Pablo González Casanova ha llamado la atención sobre lo que él ha denominado el colonialismo interno de la nación mexicana, hacia los pueblos y comunidades que no habían sido integrados a la vida colonial española; y que fue un objetivo a perseguir, de buena o mala fe de los gobiernos mexicanos desde que surgieron como tales y hasta nuestros días. Acción colonizadora nacional que soslayó el reconocimiento de las fronteras reales que impusieron pueblos y comunidades que no terminaron aceptando o quedando subsumidos en la conquista española, porque en si nunca se les reconocieron.

Por ello y aún después de la independencia, ciudades y pueblos de los nortes de México, deben de seguir siendo considerados como enclaves coloniales, aunque después de la guerra de invasión y conquista norteamericana hacia la República Mexicana, muchas de ellas sí ya quedaron formando claramente parte de la frontera internacional de la República Mexicana, con los Estados Unidos de Norteamérica. Condiciones que ameritan otras consideraciones, pero donde no se deben de perder de vista las que tienen que ver con el no reconocimiento de los pueblos y comunidades, a las que se intentaba obligar a ingresar al orden nacional y que en no pocos casos terminó en enfrentamiento directo con pueblos y comunidades como fue el más conocido, por la virulencia que mostró el Estado nación frente a Yaquis, Mayos, Seris, Opatas, Apaches, Comanches, etc. No fueron los únicos, pero si los más vistos y difundidos desde los propios momentos en que el Estado nacional les declaro la guerra.

A temporalizar la vida de frontera para los lejanos “nortes” no solo es engañoso dentro la concepción española, puesto que resulta un eufemismo para ocultar por una parte el peramente estado de guerra que ellos impulsaron para doblegar y aniquilar a las comunidades y pueblos que habitaban y dominaban aquellos extensos y variados territorios y a los que nunca pudieron sujetar; y por otra para, dejar a salvo la demarcación mayor de sus supuestas posesiones, que para ser tales deberían de contener algunos puntos de avanzada que aseguraran según ellos los limites imaginarios de su extensión colonial frente a las otras coronas de Europa y que ahora se pretende a-temporal y a-circunstancial para validar la consigna de una estado fronterizo milenario ya trazada por el destino manifiesto.

 

Bibliografía

“De las Islas de Mar Océano”, Juan López de Palacios Rubios, Introducción de Silvio Zavala, traducción, notas y bibliografía Agustín Millares Carlo, México, FCE, 1954.

Felipe I. Echenique March, Fuentes para el estudio de los pueblos de naturales de la Nueva España, México, INAH, 1992.

Gaspar de Villagrá, Historia de la Nueva México, introducción, trascripción y notas Felipe I. Echenique March, INAH, 1993.

José Mariano Moziño y sus noticias de Nutka a través del tiempo, presentación, ensayo y 2ª. Edición de la de Alberto María Carreño por Felipe I. Echenique March. México, INAH, 2013

Alfredo Jiménez, El Gran Norte de México, una frontera imperial en la Nueva España (1520-1820), Madrid, España, Tébar, 2006.

David J. Weber, La Frontera norte de México, 1821-1846, trad, Agustín Bárcena, México, FCE, 1988,

Cuauhtémoc Velasco Ávila, La frontera étnica en el noreste mexicano. Los comanches entre 1800-1841, México, INAH, CIESAS, 2012



[1] David J. Weber, La Frontera norte de México, 1821-1846, trad, Agustín Bárcena, México, FCE, 1988.

[2] Cartas de Relación de Hernán Cortés, edición conmemorativa V centenario del descubrimiento de América, Institvto Gallach, Barcelona, España, 1992

[3] Utilizo el término nortes novohispanos porque mi periodo de reflexión esta inserto en la época colonial española. Para el periodo prehispánico la determinación del área que ahora nos ocupa, tiene problemas conceptuales graves ya que no contamos con referentes claros que nos ayuden a salvar los caprichos de designaciones modernas que más ayudan a confundir que a intentar entender y explicar ese mundo que quedo literalmente cortado aunque no anulado en sus historias.     

[4] Juan López de Palacios Rubios, De las islas del mar océano; y del dominio de los reyes de España sobre los indios, por fray Matías de Paz, introducción de Silvio Zavala, traducción , notas y bibliografía de Agustín Millares Carlo, México, F.C. E. 1954, (cfr. 56-57)

[5] Esto no es ninguna exageración véase lo que señalaba Juan López de Palacios Rubios, en su tratadillo de las Islas del mar Océano, “la naturaleza creo iguales a todos los hombres, más que la justa aunque oculta distribución divina antepuso unos a otros en razón de sus méritos” (pag 28) y así existen hombres para servir y otros para mandar y la perfección se encuentra cuando se establecen reinos dirigidos y bendecidos por Dios véase pág. 73 y subsecuentes de la obra referida.