Introducción
En el presente texto realizamos una aproximación a la discusión de los riesgos y desastres relacionados a los fenómenos hidrometeorológicos. Elaboramos un análisis sobre las concepciones naturalistas y conservadoras que colocan al origen del desastre en los fenómenos hidrometeorológicos (huracanes, frentes fríos, granizadas y vientos) o geológicos (sismos, erupciones volcánicas y movimientos en masa en laderas). Esas concepciones las identificamos como base de las definiciones de los programas para manejar y gestionar riesgos y desastres como ocurre en la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL)[3] y el Banco Mundial (BM), así como en las dependencias gubernamentales en México. Aunque en sus discursos se mencione que el desastre no es natural, ni causal, aun así, las explicaciones que ofrecen se basan en una idea esencialista, puesto que para estás agencias el fenómeno natural en sí mismo trae consigo el riesgo y el desastre.
En este punto es primordial plantear tres preguntas. La primera ¿qué idea de naturaleza manifiestan las concepciones de riesgos hidrometeorológicos? La segunda ¿cómo se piensa el espacio social y a los pueblos que lo construyen? Y la tercera ¿cómo se define el riesgo de desastre? Resulta importante discutir los conceptos y definiciones, puesto que son utilizadas y aplicadas por actores políticos e instituciones axiales en el impulso de la política de gestión de riesgos. Igualmente, porque los conceptos mencionados remiten su idea política sobre los propios pueblos o colonias que habitan los territorios y son los afectados directos por el desastre. Máxime que: “todo pensamiento tiene un contenido, un objeto. Y al mismo tiempo es una voluntad, una elección. ¿Qué proposición no entraña responsabilidad? Ninguna. ¿Quién piensa inocentemente? Nadie” (Lefebvre, 1970: 35). Y porque todo conocimiento de la realidad depende de una concepción implícita y explicita de lo que se conceptualiza como la realidad (Kosík, 1967). Bajo este orden de ideas, se puede decir que la indagación sobre las descripciones y acontecimientos suscitados en un desastre, manifiestan su posición y tesis del asunto. Además, dirigen a una vía la explicación y por otro lado oculta al mismo tiempo la complejidad del problema.
En ese sentido en el mundo social de los riesgos y los desastres no se encuentra a la sociedad frente a fenómenos naturales o ante cosas, sino ante relaciones sociales, políticas y culturales, en donde las ideas acerca del mundo, de la sociedad, aspiraciones, ideales, valoraciones, guían el comportamiento y más que explicar el conocimiento trata de justificarlo. Sin embargo, al mismo tiempo se reproduce como objeto pensado de lo real (Sánchez, 2003: 485-509).
En consecuencia, las teorías, los conceptos y definiciones en los discursos e investigaciones son sumamente importantes en la explicación y compresión de la realidad social de los riesgos y desastres, también los hechos y relaciones políticas concretas que los producen. Más aun esto actualmente resulta sumamente importante tenerlo en cuenta, dado que en las últimas décadas la investigación aplicada, ha estado colmada de un neofuncianalismo (o neoliberalismo epistémico) que concibe a las metodologías científicas y a la investigación en sí mismas como formas neutrales que explican “apropiadamente” la realidad (Silva, 2014: 21). Sin clarificar y mucho menos cuestionar sus teorías y conceptos, los cuales se asumen de forma instrumental, tanto para justificar programas de gobierno, como de investigación y sostener amplias ideas racistas, coloniales, centralistas, naturalizadas sobre los pueblos campesinos y originarios, así como del origen y construcción social del riesgo y los desastres. Bajo estas consideraciones, el escrito lo hemos estructurado en dos secciones. En la primera discutimos las concepciones de naturaleza, riesgo y espacio social. En la segunda explicitamos de forma resumida las concepciones que poseen los pueblos originarios, sobre los riesgos y desastres. Por último, nuestras conclusiones.
La naturaleza, el riesgo y el espacio social
El 13 de septiembre de 2017, se informaba en un periódico mexicano de circulación nacional:
El principal peligro para México, en cuanto a desastres naturales, es el agua. En el siglo XX, el país tuvo al menos 253 eventos considerados desastres, que requirieron inversiones millonarias para la reconstrucción. En momentos en que se planea la reconstrucción para las zonas dañadas por el sismo del jueves pasado, grupos civiles y la Secretaría de Gobernación coinciden en destacar la importancia de la prevención y planeación de la reconstrucción, para mitigar los efectos de los siguientes eventos de carácter natural. Alrededor de 80 por ciento de los desastres en México se relacionan con tormentas e inundaciones y, en esa misma proporción, los efectos relacionados con el agua (exceso o carencia) absorben los gastos para la reconstrucción. No obstante, hoy el país enfrenta de manera simultánea efectos por lluvia, huracán, tormenta y terremoto (Martínez, 2017: 14).
Esta nota sirve de bastidor para analizar como en esta definición la naturaleza aparece como ente externo, inmutable y en ocasiones peligrosa: como riesgo latente. Empero esto es una distinción ya clásica de larga data sobre la sociedad y naturaleza. Esta ha sido un argumento ontológico de lo natural y lo social que proviene al menos de la ilustración europea, ligada con otros dualismos que han organizado nuestro pensamiento, tales como rural-urbano, país-ciudad y desierto-civilización, naturaleza-cultura, mente-materia, natural-artificial (Castree, 2001: 6-7). En este sentido, la naturaleza abarca cualquier elemento externo a la acción humana y al mismo tiempo una condición de posibilidad universal. De la misma forma coexiste una idea de naturaleza como una cualidad inherente e indispensable de algo, vista como algo fijo e invariable y definido por uno u otro atributo o calidad “esencial” (Harvey, 2017: 255).
Estas concepciones antiguas, realmente son parte de los argumentos contemporáneos sobre la naturaleza y están unidas a las visiones dominantes y conservadoras sobre los riesgos y desastres que han jugado un papel relevante en fundamentar su origen y causa.[4] Verbigracia en el caso específico de los denominados riesgos hidrometeorológicos, los cuales son considerados como agentes perturbadores que se generan por la acción de los agentes atmosféricos como: “ciclones tropicales, lluvias extremas, inundaciones pluviales, fluviales, costeras y lacustres; tormentas de nieve, granizo, polvo y electricidad; heladas; sequías; ondas cálidas y gélidas; y tornados” (CNPC, 2016: 4). Todos estos vinculados automáticamente a la contingencia, a la proximidad de un daño; el peligro, amenaza y a la posibilidad de que ocurra una desgracia o algo indeseado o sufrir un daño. Aunque hay que decir que estas mismas concepciones están mezcladas entre las definiciones climáticas y meteorológicas que explican condiciones del tiempo y atmosféricas que en si mismas tienen un sentido.
De esta forma las concepciones sobre estos riesgos revelan una naturaleza externa, inmutable y peligrosa, sumamente sedimentada en tanto en las notas periodísticas y en algunos estudios académicos y gubernamentales. De esto se puede colocar una gran cantidad de ejemplos, como las narrativas producidas sobre el huracán categoría 3,[5] Isidore del 2002 que generó una marea de tormenta mayor de 3 milímetros de precipitación de lluvia y provocó inundaciones en las zonas costeras, o la depresión tropical número 11 de octubre de 1999 que causó precipitaciones mayores a los 441 milímetros en 24 horas en Puebla y que según el argumento oficial tanto de gobierno federal como del Centro Nacional de Prevención de Desastres (CENAPRED) produjo deslizamientos de tierra (los cuales son un efecto indirecto de los ciclones tropicales) en Teziutlán y la consecuente pérdida de vidas humanas. Sin embargo, hay que advertir que los sismos no ocurren en un espacio neutro, como la lluvia nunca precipita en un territorio vacío, sino en uno organizado, política y económicamente.
Un punto que considerar es que han existido amplias disertaciones ya desde siglos atrás como las Jean-Jacques Rousseau y François-Marie Arouet y Voltaire que desde el siglo XVIII realizaron en torno a los desastres del terremoto en Lisboa 1775, por los daños en la infraestructura de la ciudad y a la muerte de un gran número de personas, lo cual condujo a firmar a Rousseau que los desastres no son naturales y Voltaire aseveró que la gran mayoría de nuestros males físicos son obra nuestra (Arieta, 2011: 21-25). Incluso las mismas discusiones en el siglo XX llevadas a cabo por Beck (2014), Luhmann (1999), Douglas (1996). Adicionales a las críticas a las visiones dominantes que Hewitt elaboró desde 1983 y Blaikie en 1994. Sin embargo, en muchas investigaciones actuales sobre riesgos, peligros y desastres ligados a las inundaciones y sismos se ven como “eventos naturales” regidos por leyes físicas (Castree, 2001: 6).
Empero desde nuestro punto de vista se debe partir bajo la concepción que la naturaleza, la cultura y política se encuentran entrelazadas (Arnold, 2001). En donde la conformación de la vida material, la apropiación y símbolos de ese mundo material depende de cada caso de las necesidades ya desarrolladas, y tanto la creación como la satisfacción de estas necesidades es un problema histórico; así existe una naturaleza histórica y una historia natural (Marx y Engels, 1958: 47 y 83).
Por consiguiente, el conocimiento e investigación científica que se realiza de los sismos o huracanes igualmente es parte de la producción social y cultura de la realidad. Por lo tanto, las definiciones de naturaleza son “inevitablemente producto de una visión del mundo propia de una edad, sociedad y clase particulares” (Arnold, 2001: 171-172). Aquí las relaciones de poder entre países, universidades y centros de investigación tienen una expresión en cómo se produce el conocimiento denominado “natural” y cómo se define y clasifica. Esto, en absoluto no resulta una negación de la realidad material –que se denomina natural- árboles, ríos, animales, huracanes, sismos. Al contrario, estos elementos son posibles en sus formas y funciones, en los contextos sociales, económicas, culturales, técnicos y científicos específicos; así la naturaleza es un producto histórico.
Por lo tanto, el mismo “pedazo” de la naturaleza –como la selva amazónica– tendrá diferentes atributos físicos y consecuencias para las sociedades, dependiendo de cómo las sociedades usan. En este sentido, las características físicas de la naturaleza están supeditadas a las prácticas sociales que no son fijas (Castree, 2001: 13). De ese modo, no existe nada a priori antinatural en las ciudades, pueblos, o en las presas, los sistemas de riego. Al contrario, es una naturaleza social e históricamente producida, tanto en términos de contenido social como de cualidades físico-ambientales (Swyngedouw, 2009: 56). Bajo estas mismas consideraciones el riesgo, es un producto social, dado que como menciona Beck (2010) el concepto es evidentemente moderno y su primer uso conocido, según el diccionario Merriam Webster, fue aproximadamente por 1661 (Merriam, 2015). Entonces se puede sostener que éste como los demás conceptos son históricos y políticos; tiene una intención y función en distintas escalas en la sociedad actual.
En todo esto el espacio y el tiempo son fundamentales en las formas como se expresan y entienden los riesgos, resultado del proceso histórico-político. Los espacios y tiempos del riesgo y desastre estarán ampliamente vinculados a la idea de naturaleza que se exprese en la explicación de los desastres. Para esto hay que tener presente que el espacio es una producción social que se puede comprender bajo: la práctica espacial, las representaciones del espacio, los espacios de representación. La primera designa tanto las acciones y prácticas como: “los flujos, transferencias e interacciones físicas y materiales que ocurren en y cruzando el espacio para asegurar la producción y la reproducción social”. Las segundas: “son todos los signos y significaciones, códigos y saberes que permiten que esas prácticas materiales sean posibles y comprendan” (Lefebvre, 2013: 133-150). Ellas van desde el conocimiento popular y comunidades, hasta los enrevesados argumentos de las disciplinas académicas, las cuales forman parte de las prácticas espaciales; en esto la planeación, la definición de los fenómenos “naturales” o en el caso de los riesgos hidrometeorológicos (ciclones tropicales, lluvias, inundaciones, tormentas, granizo, heladas, sequías, ondas cálidas y gélidas, y tornados), forman parte de las representaciones del espacio y por supuesto son al mismo tiempo parte de las prácticas espaciales.
Los espacios de representación igualmente se encuentran entrelazados con las dos anteriores, son los códigos, signos, “discursos espaciales”, espacios simbólicos, que imaginan nuevos sentidos o nuevas posibilidades de las prácticas espaciales, como ambientes construidos específicos, cuadros, museos, entre otros (Harvey, 1998: 244). En el caso específico de los riesgos y desastres los modelos que se producen para calcular los niveles y formas de precipitación de lluvias, los modelos estadísticos para el clima y los sismos, entre otros.
En esta forma, la producción social del espacio y el tiempo, no son neutrales, ni vacíos. Todos estos se definen en el contexto económico y social en donde se construye. En el caso del capitalismo, el espacio-tiempo se producen en general bajo una dirección de generación de ganancia que se concretiza de forma diversa en el planeta. No obstante, esto no difumina ni desaparece las diversas formas de apropiación del espacio y del tiempo, puesto que, se puede advertir nuevos significados para las viejas materializaciones del espacio-tiempo y apropiaciones del espacio muy antiguas y modernas que conviven (Harvey, 1998).
En esa dirección los riesgos y desastres poseen una expresión territorial, una localización y son producto de las condiciones concretas en que se ha construido la naturaleza: el espacio social. En donde el territorio es siempre una dimensión política del espacio: un recorte espacial del espacio social en el contexto relacional de los espacios (Moreira, 2011: 96-97). En esa dirección la formación de un territorio es una fragmentación del espacio (Raffestin, 2013). Por lo tanto la región, el territorio, la tierra, los terrenos (Elden, 2010), el terruño y el paisaje, formaran categorías necesarias para descifrar las complejidades en la forma cómo se construyen el riesgo y los desastres tanto para los habitantes nativos, los migrantes y extranjeros (Marie, 2015). Por consiguiente el riesgo y los desastres tendrán una expresión territorial, localizada, con actores específicos en un contexto general y particular, se construirán bajo una lógica temporal y espacial que es por su puesto territorial y política.
Representación cartográfica de recorridos de huracanes, en la Huasteca potosina, en territorios indígenas, ejidales y comunales. Elaboración propia (2014).
Pueblos, riesgo y desastres
En las consideraciones precedentes es claro que las prácticas y conceptos sobre los riesgos y desastres en los diversos pueblos originarios, campesinos mestizos y afrometizos en América Latina estan fuertemente vunculados a los territorios que ocupan, a su historia económica, política y su organización sociespacial que implica también lo ambiental y cultural. Verbigracia si se pone antención en las diversas regiones de México cómo las comununidades originarias organizan su vida por medio de una cosmovisión mítico-religiosa, unida a la moralidad y ética política, en donde los riesgos de no cumplir con rituales para ocupar un puesto político en el pueblo, amenzan la vida y propesperidad de la misma comunidad, colocando a esta frente a un embate de riesgos de ataques exteriores, de escasez de agua en las lagunas, de pesca de camarón y pescado, de comida, entre otros riesgos (Filgueiras, 2013: 19-35). Como se puede advertir por ejemplo en Xalpatláhuac, Guerrero, donde existe siempre:
[…] el riesgo de espantar el maíz al cosecharlo, por lo cual se debe contrarrestar por medio del ritual de bienvenida, puesto que el maíz es capaz de enojarse con el agricultor, en particular en caso de adulterio de su esposa; por consiguiente, la prohibición de las relaciones adúlteras representa un medio de evitar la pérdida de la cosecha (Dehouve, 2009: 8).
Igualmente con los Pentecostés que celebran ritos de expulsión de los riesgos asociados con el poder y se reitera la limpia de los responsables municipales, de sus bastones y de su mesa (Dehouve, 2012: 76). Estos mismos elementos se pueden advertir en otras sociedades, empero cambia su articulación territorial, temporal, social, política, técnica, científica e incluso su propia incorporación en la cultura. Es más, la agenda de riesgos y desastres por atender, estudiar y financiar se gesta como parte de las políticas públicas e institucionales de los Estados y de las propias universidades. En esta argamasa de condiciones, formas, políticas, acciones y prácticas es que el riesgo y los desastres son productos sociales que se construyen tanto porque ellos “son pensados, simbolizados, jerarquizados y argumentados socialmente” y los hombres y mujeres e instituciones convierten en vulnerables y riesgosos a determinados grupos sociales y los territorios que ocupan (Peña, 2019: 8).
En estas consideraciones los pueblos, comunidades originarias, campesinas o afromestizas en todo momento tienen una participación, antes, durante y en el postdesastre. Tanto porque tienen simbolizado y apropiado el territorio, las tierras y terrenos, como porque se encuentran organizados políticamente e incluso porque defienden de diversas formas jurídica y políticamente o incluso de forma armada sus territorios. En este sentido, la manifestación del desastre será la acumulación de espacio-tiempo que se construyó en un ambiente de desigualdad, disputa y conflictos por tierras, despojos y expropiaciones territoriales. Solo baste ver cómo se manifiestan los desastres que la minería ocasiona en los territorios ejidales o comunales, por el rompimiento de sus presas de jales, condicionando el manejo posterior de las tierras contaminadas. En donde en el discurso minero se colocando a esta construcción territorial y desastres como sólo un accidente, producto en algunos casos de un acto individual de un trabajador, no de la propia forma como se instaló la mina, ocupó las tierras, acumuló y usa el agua, todo bajo el impulso y promoción del Estado nacional. Lo mismo se puede ver en el caso de las lluvias que precipitan en el litoral del Golfo de México o en el Pacífico mexicano, en donde los propios recorridos de los huracanes son vigilados y acusados de antemano de ocasionar riesgos de inundación o deslaves, colocando de esa forma, la responsabilidad en el huracán, como un ente externo natural a las condiciones urbanas o rurales en donde se acumula, escurre e inunda el agua.
Un punto sustancial a recalcar es cómo los pueblos, comunidades o población de colonias y barrios en espacios urbanos presentan una partición activa, antes, durante y después de los desastres, tanto porque forman parte de los núcleos de población que compraron casas en zonas de inundación, dadas sus condiciones económicas y de trabajo precarizadas, o porque se organizan para enfrentar los embates de la propia catástrofe, cuando las instituciones y funcionarios del estado actúan de una forma tecnocrática, considerando a las poblaciones como indefensas, no organizadas y sin conocimiento técnico, lo que profundiza aún más las condiciones del propio desastre: como ya se observó en los casos de los sismos e inundaciones en México, cuando la propia organización de la población a resultada efectiva en el resguardo de bienes y en salvar vidas o como también se lee en las crónicas de Monsiváis sobre la solidaridad en el desastre del sismo de 1985 [como también se puede observar en la catástrofe de derrumbe de parte de la línea 12 del metro]:
De todas partes llegan a sumarse a los bomberos, a los granaderos, a los trabajadores del Departamento Central y de las delegaciones, a los policías del DF y del Estado de México. Convocada por su propio impulso, la ciudadanía decide existir a través de la solidaridad, del ir y venir frenético, del agolpamiento presuroso y valeroso, de la preocupación, por otros que, en la prueba limite, es ajena al riesgo y al cansancio. Sin previo aviso, espontáneamente, sobre la marcha, se organizan brigadas de 25 a 100 personas, pequeños ejércitos de voluntarios listos al esfuerzo y al transformismo: donde había tablones y sábanas surgirán camillas; donde cunden los curiosos, se fundarán hileras disciplinadas que trasladan de mano en mano objetos, tiran de sogas, anhelan salvar siquiera una vida (Monsiváis, 1988: 19).
En este sentido aparecen acciones, prácticas colectivas y comunitarias, que despliegan las comunidades o habitantes de colonias cuando se organizan y asumen los riesgos para enfrentan los desastres. Las cuales hay que decir no lo hacen sin disensos o disputas políticas, puesto que, como en los mismos casos de sismos e inundaciones en la ciudad de México, Puebla, Oaxaca y Tabasco, ocurren en un sedimentado campo político de actuación de organización gremiales como la Confederación Nacional Campesina (CNC), Confederación de Trabajadores en México (CTM) o el Movimiento Antorchista Nacional, entre otros. Y en entrelazamientos políticos, económicos y jurídicos altamente complejos de municipios, gobiernos estatales y federal, empresas trasnacionales, partidos políticos y organizaciones sociales. Lo que a su vez está travesado y determinado por la propiedad ejidal, comunal y privada.
Imagen que describe una idea naturalista del desastre en inundaciones en Juchitán, Oaxaca. Fuente: Noticias, voz e imagen de Oaxaca, sábado 02 de octubre de 1999.
De esa manera el riesgo de tipo hidrometeorológico y los desastres, desde nuestro punto de vista, pueden ser atendidos y estudiados desde el propio espacio social de los pueblos, colonias y barrios, el cual es contradictorio, está lleno de diálogo y desacuerdos políticos, pero que en el caso de la organización comunitaria de las comunidades y pueblos se ha dirigido a preservar la vida y su patrimonio. En todo esto la lluvia, el huracán, la granizada, es una ínfima parte del riesgo y de los desastres, en ellos no se encuentra la explicación de las catástrofes.[6] Como incluso podemos observar en el caso del desarrollo de la pandemia por Covid-19 (SARS-CoV2) que ha afectado en todo el planeta, con graves consecuencias para la población trabajadora y con grandes beneficios para las farmacéuticas y trasnacionales cibernéticas.
Reflexiones finales
Nos parece que las consideraciones aquí vertidas son importantes para entender cómo se genera la percepción del riesgo y los desastres porque de ahí se deriva gran parte de la forma de investigar y profundizar su examen, para brindar soluciones a las catástrofes y deslindar responsabilidades en la construcción de estas. Nos parece que es así como se puede explicar la contingencia más allá de solo pensar que fue el evento natural el responsable de los desastres, y no la forma como se ocupó y apropio el espacio; en donde se podrán advertir los conflictos y despojo de territorios y se puede comprender cómo diversas poblaciones llegaron a residir en el área siniestrada.
Escurrimientos de agua e inundaciones en las calles de la colonia Morales, San Luis Potosí. Fuente: Talledos (2018).
Pensamos que de esa forma la explicación del proceso del desastre es importante, porque permite sumergirse en las acciones y prácticas, los discursos y representaciones que se hacen y producen el mismo y que involucran a actores e instituciones gubernamentales y privadas, con responsabilidad directa.
Pequeñas obras al interior de las casas que consisten en… para enfrentar las inundaciones en el sur de San Luis Potosí. Fuente: Talledos (2017).
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[1] Conacyt-Colegio de San Luis AC. Dirección electrónica: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.
[2] Maestría en Gestión Sustentable del Agua, Colegio de San Luis AC.
[3] La definición de la que parte la CEPAL ejemplifica esta aseveración: “Los desastres son consecuencia de fenómenos naturales desencadenantes de procesos que provocan daños físicos y pérdidas de vidas humanas y de capital, al tiempo que alteran la vida de comunidades y personas, y la actividad económica de los territorios afectados. La recuperación después de dichos eventos requiere de la acción de los gobiernos y, en muchos países, de recursos externos sin los cuales esta sería improbable” (CEPAL, 2014: 17-18).
[4] Actualmente estas ideas sostienen programas, de gobiernos sobre los territorios de desastre, como en los documentos de atención a los desastres. A pesar de la amplia investigación en América Latina y México, sobre la construcción social de los desastres (Calderón 1999, García, 1985; García, 2005; entre otros).
[5] Los huracanes se miden por su nivel de intensidad de vientos y los daños que pueden causar, con base en la escala Saffir-Simpson. Van de la categoría 1 a la 5, la categoría tres se encuentra con una categoría de vientos intensos.
[6] Resulta oportuno mencionar que, en México, como en casi todos los países existen sistemas de medición de las variables hidrometeorológicas de forma manual y automatizada, de las cuales se apoyan los gobiernos para dar estados del tiempo atmosférico, tratar de predecir recorridos e intensidad de huracanes, tormentas tropicales, frentes fríos, etcétera. Esto esta relacionado tanto a la política de medición de estas variables, como a la producción de datos, no obstante, esta también está vinculado a las formas tecnológicas de las cuales se depende para desarrollar esta información. Lo cual en México es deficiente y ampliamente problemático, cómo ya algunas investigaciones mostrado (Peña, 2019; Velázquez y Talledos, 2019).