Dirección de Etnología y Antropología Social, INAH
Este texto reflexiona sobre algunas experiencias de organización comunitaria e indígena en las cuales la defensa del territorio ha tenido especial relevancia. En estos contextos se observa que la producción de significados y prácticas arraigadas en el territorio (territorialidad) representa un elemento clave no solo para la defensa de los bienes comunes naturales, sino para la reivindicación de identidad y cultura, para enfrentar las múltiples dimensiones de la violencia y para fortalecer proyectos civilizatorios más respetuosos de la dignidad humana y de la vida misma.
Expongo a grandes rasgos algunos de los principales aspectos que constituyen el complejo entramado denominado “tierra-territorio” de los pueblos indígenas y campesinos. Sucesivamente, relato las principales amenazas a los modos y medios de vida, territorialmente arraigados, que enfrentan los pueblos indígenas en algunas regiones de Michoacán, Guerrero y Chiapas, así como las formas de organización territorial, material y simbólica cuyo fortalecimiento les ha permitido mantenerse como pueblos y enfrentar violencias y despojos.
Los territorios indígenas y campesinos: dimensión cultural y productiva
Actualmente, el discurso político de las organizaciones de base y las reflexiones académicas refieren en su mayoría a procesos –de afectación y de defensa- que giran alrededor del territorio, entendido como derecho y como entidad concreta, arena de la disputa entre intereses y racionalidades contrastantes. La reivindicación por la tierra, eje de las luchas campesinas y de los procesos de organización alrededor de instancias colectivas de producción hasta la década de los noventa, se extendió a ámbitos distintos y, en la lucha por el territorio, incorporó las dimensiones culturales, rituales e históricas. La emergencia del movimiento indígena y sus reclamos de reconocimiento a los derechos colectivos de los pueblos originarios –entre ellos el territorio- impulsaron un nuevo giro en las demandas del mundo rural, que incluyó el énfasis en la identidad y la diversidad de la población campesina e indígena. El nuevo giro en la lucha campesindia –retomando un sugerente término acuñado por Armando Bartra (2010)- coincidió también con la drástica reducción de los subsidios al campo, la acelerada transformación de los hábitos cotidianos y de los referentes culturales impuesta por la globalización, y el incremento de los procesos migratorios y de urbanización. El giro conceptual y político hacia el “territorio”, si bien enfatiza elementos ya presentes e implícitos en la configuración del concepto “tierra” (Bartra 2016) como el trabajo colectivo y un modo de vida históricamente construido, introduce en el espacio político dimensiones fundamentales como la cultura y la historia, permitiendo la interacción y la convergencia entre sujetos distintos, como pueblos indígenas y colectividades urbanas o semiurbanas.
El territorio es una entidad espacial conformada por la cultura y por la historia; incluye los aspectos culturales y simbólicos, las implicaciones políticas y las relaciones de poder, y las potencialidades productivas y reproductivas. La disciplina antropológica ha estudiado ampliamente la relación mutuamente constitutiva entre territorio y cultura (Giménez 2000) y el “uso de los recursos naturales según patrones culturales” en el territorio biocultural (Boege, 2008). Por territorio entiendo entonces el lugar “donde arraiga una identidad en la que se enlaza lo real, lo imaginario y lo simbólico” (Leff 2001: ix); la cultura se apropia de la tierra, significándola, y coevoluciona con la naturaleza definiendo la identidad colectiva e individual de quienes habitan el territorio. El cruce entre las dimensiones temporales y espaciales de la vida de una sociedad se materializa en el territorio, que representa la historia de un pueblo en un lugar (Barabas 2004: 150).
Protestan en Chiapas contra el Tren Maya. Foto de Graciela López/Cuartoscuro. Tomada de sinembargo.mx
La significación cultural de los territorios , en particular aquellos habitados por los pueblos indígenas o etnoterritorios (Barabas 2004) se hace evidente en la organización temporal de las actividades productivas o ciclo agrícola, ordenado por momentos rituales y festivos en los que se reafirma el vínculo estrecho entre los hombres y el territorio donde viven, invocando o agradeciendo buenas cosechas y una relación positiva con los elementos naturales, de los que depende la misma sobrevivencia humana. La dimensión cultural determina modos y medios de la apropiación productiva de la tierra, ya sea en las más tradicionales agriculturas de subsistencia como en los cultivos comerciales, siempre y cuando se trate de actividades realizadas por los mismos campesinos e indígenas de forma autónoma y cooperativa. Contrario a esto, los monocultivos y las agroindustria no fortalecen las etnoterritorialidades sino que operan en el sentido de la destrucción de significados territoriales.
Amenazas a los territorios indígenas y campesinos
Actualmente, la explotación indiscriminada de los recursos naturales ha puesto en riesgo la integridad de los territorios, y con ello la sobrevivencia de las culturas y de los mismos pueblos. Este “capitalismo de rapiña” es la manifestación evidente del proceso definido por Harvey (2004) acumulación por despojo, que supone la mercantilización de bienes comunes naturales y culturales y su explotación intensiva, en la mayoría de los casos de carácter trasnacional y orientada a la exportación para el consumo en el mercado mundial.
Se observa un incremento exponencial de la presión sobre territorios indígenas y campesinos por emprendimientos extractivos, de infraestructura, turísticos, energéticos e industriales, cuya voracidad responde en parte a la reprimarización de la economía a nivel continental, y en parte a la necesidad de incorporar al círculo “producción de servicios-consumo de mercancías” a espacios y poblaciones hasta ahora marginales o no completamente integradas a la economía de mercado.
La ampliación de los monocultivos sobre territorios de siembra tradicional o de agricultura familiar, el despojo de tierras de propiedad social y pequeña propiedad para la agroindustria va de la mano con la privatización del agua y el incremento imparable del uso de agroquímicos. El auge de la minería a cielo abierto se acompaña al desarrollo de enormes parques generadores de energía “verde” como la eólica y la fotovoltáica. Las actividades extractivas no convencionales como el fracking suman sus efectos devastadores en el plano social y ambiental a actividades extractivas de “larga tradición” e impactos ya irreparables, como la extracción petrolera y la tala de madera. Grandes obras de infraestructura como trenes y corredores multimodales se suman a las “tradicionales” represas y gasoductos.
Estas acciones “transformadoras”, justificadas por las “buenas intenciones” de llevar “desarrollo y progreso” a poblaciones supuestamente marginadas, resultan más bien en emprendimientos neo-coloniales que fragmentan los territorios campesindios y las áreas naturales, y afectan las formas primarias de aprovechamiento territorial: para habitar y para alimentarse.
Estas evidentes manifestaciones de despojo de medios de vida se acompañan a la privación de los modos de vida, pues la transformación territorial y el desplazamiento hacen inviable mantener la organización tradicional. La urbanización y el crecimiento de pequeños pueblos rurales, y la migración imparable hacia las ciudades de los jóvenes hijos de campesinos, es un proceso delicado cuyas consecuencias en el mundo rural apenas se están observando: contribuyen a crear “espacios vacíos” o con poca densidad (poblacional pero también de significados) que son rápidamente apropiados por los emprendimientos industriales o extractivos.
Mientras el territorio sea un espacio de producción y reproducción natural, económica, cultural y organizativa, quienes los habitan no permitirán que sea transformado en una zona de sacrificio o en “territorios socialmente vaciables” (Svampa 2011:203), esto es, espacios funcionales a los intereses privados, mediante la eliminación de la población y de sus formas y modos de vida previos.
Un territorio pierde el significado identitario y deja de ser percibido como elemento que produce identidad y futuro cuando se rompe la relación estrecha y de mutua dependencia entre los hombres y la naturaleza (desaparición de las actividades agrícolas e implementación de otras formas de subsistencia, como los programas asistenciales, y de aprovechamiento territorial, como el pago por servicios ambientales, o los mono-cultivos para exportación), o bien cuando se imponen en el territorio condiciones que no permiten la vida individual y colectiva (contaminación, situaciones de violencia extrema -zonas de guerra, militarización, paramilitarización, ocupación por parte de la delincuencia organizada-).
Una dimensión muy contundente del despojo es aquella que actúa en el ámbito de la cultura, la memoria y la organización social; el rechazo hacia el modo de vida campesino y la homogeneización en los hábitos de consumo redunda en una suerte de despojo o erosión cultural, condición previa hacia otras formas de despojo, y en la denigración del trabajo en el campo.
Las múltiples manifestaciones del despojo como son la enajenación de tierras, territorios y bienes comunes, el desplazamiento, el impulso a la migración y el despojo cultural son procesos intrínsecamente violentos, que se basan principalmente en la dimensión estructural de la violencia, entendida como desigualdad y explotación. A la violencia estatal utilizada para legitimar el despojo en proyectos extractivos y de infraestructura, se suma el incremento de la participación de organizaciones criminales en el manejo de actividades extractivas ilegales como el corte de la madera, en el despojo y acaparamiento de tierra, en el control de cultivos agroindustriales como el aguacate, y en el contubernio con empresas extractivas, como las mineras, que operan de manera irregular, a las que ofrecen protección violenta.
Respuestas comunitarias para la defensa del territorio
En tal contexto nacional, cuyas particularidades regionales y locales traté de resumir identificando tendencias generales, sobresale una multiplicidad de experiencias colectivas que enfrentan las violencias y el despojo, y fortalecen alternativas de vida en sus territorios. Discutiré a continuación algunos casos que tuve la oportunidad de conocer y acompañar, enfatizando la importancia de las actividades ligadas a la tierra y al territorio para la reproducción cultural de los pueblos: la defensa del bosque y la reconstitución del territorio en Cherán; la lucha contra la explotación minera en la Montaña de Guerrero; el cuidado de la madre tierra y de la buena vida en la Zona Norte de Chiapas.
Cherán: reconstitución de la comunidad y del territorio
La comunidad purépecha de Cherán adquirió notoriedad a partir del 2011, cuando un verdadero levantamiento popular logró detener y, paulatinamente, expulsar de su territorio al grupo criminal responsable de la masiva e indiscriminada tala ilegal de sus bosques comunales, así como de extorsiones, desapariciones y asesinatos. La investigación realizada en el año 2016 puso en evidencia un complejo entramado de conflictos y una cadena de despojos que llevaron al estallido en la meseta michoacana (Gasparello, 2018). En primer lugar, la tala criminal de los bosques de pinos tiene como antecedente al menos cuatro décadas de tala clandestina o no controlada, a pequeña y mediana escala, favorecida por la corrupción de las autoridades agrarias y municipales, y ocasionada por la elevada pobreza y marginación de la población indígena. Históricamente, los cheranenses han vivido de la agricultura (principalmente siembra de cereales), la ganadería y el aprovechamiento del bosque (resinación, recolección de hongos, y corte de árboles maderables). Sin embargo, varios factores explican la progresiva pérdida de arraigo territorial y la disminución de las actividades agrícolas.
La migración hacia Estados Unidos, iniciada hace casi un siglo, ha alcanzado una magnitud tal que, según las autoridades locales, casi la tercera parte de la población de Cherán vive “al otro lado”. La experiencia migratoria ha transformado los modos de vida en la comunidad, y es portadora de prácticas culturales y hábitos distintos. Se estima que más del 20% de los ingresos de la población de Cherán proviene de las remesas, lo cual ha cambiado los hábitos de trabajo de los que se quedan, en su mayoría mujeres y adultos mayores, que pueden prescindir de las pesadas y poco redituables labores en el campo.
La acelerada urbanización y la preferencia por un estilo de vida “urbano” ha impactado negativamente en la identidad indígena y en la vitalidad de la cultura purépecha, ya erosionada por largas décadas de agresivo indigenismo integracionista.
Esta cadena de múltiples despojos impactó en una generación de jóvenes y adultos que viven en condiciones de elevada marginación, que no migraron o tuvieron una experiencia migratoria negativa, que no alcanzaron a ser “citadinos”, pero que tampoco ya quieren ser campesinos y para quienes la identidad indígena no es un referente de sentido colectivo. Este sector de la población fue fácilmente cooptado para emplearse en el corte criminal de la madera y otras actividades ilícitas, situación que exacerbó la fragmentación social.
Indígenas en San Cristobal de las Casas. Foto de Isaín Mandujano. Tomada de proceso.com,mx
Cabe señalar que la presión sobre los bosques de la Meseta, cuya extensión disminuyó en un 50% durante los últimos 50 años, proviene también de otra actividad controlada por la economía criminal: el monocultivo del aguacate, que está detrás también de los incendios que año con año devastan la sierra de Uruapan.[1]
El levantamiento de 2011 fue entonces respuesta a este complejo entramado de violencias, y las posibilidades de construcción de un nuevo contexto social iniciaron por la revitalización de las relaciones interpersonales afectadas por la violencia –solidaridad entre vecinos-, lo que permitió la institución o reconstitución de estructuras comunitarias de deliberación y gobierno (fogatas, asambleas), de control del territorio y de seguridad. Actualmente Cherán cuenta con una capilar estructura de discusión y decisión, que orienta y controla el Gobierno Comunal. Esta estructura de gobierno dispersa el poder y amplía los espacios de participación comunitaria: desde la asistencia a la parankua –fogata- hasta la asunción de un cargo, las personas cuentan con muchas posibilidades de inclusión en la esfera pública, y el mecanismo de discusión en las asambleas reduce los riesgos de arbitrariedad y corrupción por parte de las autoridades representativas (Concejo Mayor).
La protección del territorio y la reconstrucción de vínculos comunitarios tienen una relación de necesidad con la valorización del territorio mismo (reforestación), el mejoramiento de la calidad de vida (obras y servicios públicos que aprovechan los bienes comunes) y las actividades económicas basadas en el uso sustentable del territorio, a través de diversas Empresas Comunales (vivero, resinera, recicladora de basura y purificadora de agua). Iniciativas como las Empresas Comunales muestran un incipiente interés hacia la construcción de alternativas económicas para la población local, acciones que, sin embargo, aún no han alcanzado la madurez suficiente para enfrentar la problemática de la exclusión y la violencia estructural que afecta a los habitantes de Cherán y de toda la Meseta.
Asimismo, el levantamiento propició una reflexión colectiva sobre el uso de los recursos comunales, y revitalizó una apreciación positiva alrededor de la identidad campesina y las actividades del campo. Durante un largo recorrido a través del territorio comunal realizado en 2016, Luis, campesino y ex migrante, integrante del Consejo de Bienes Comunales, indicó una planicie cultivada a maíz en la localidad de Rancho Pacua y explicó que “en la partes que se abandonaron por la migración a los Estados Unidos [en los años 70] hoy en día se está empezando a sembrar nuevamente, con avena y maíz. Ya vemos la gente en acción, de arriba pa’abajo, buscando su ganado, limpiando sus tierras, eso ya es un cambio que sí se ve”.[2]
Finalmente, la reconstitución de la identidad comunal e indígena como instrumento político de unidad pasa por la resignificación simbólica del territorio. Es revelador el caso de la Piedra del Toro, monolito ubicado en un paraje anteriormente visitado “por algunos que se dedican a la brujería”, y actualmente destino de ceremonias y rituales propiciatorios que se realizan en el marco de la celebración de los Aniversarios del levantamiento.
El fortalecimiento de una identidad colectiva territorializada, esto es, anclada al territorio que se habita en términos simbólicos, históricos y productivos, es una herramienta poderosa que permite generar mecanismos de protección internos a la sociedad para detener procesos de despojo de los bienes comunes naturales.
En tal sentido, el impulso a la silvicultura sostenible y a la producción agrícola son señales importantes para la “reconstitución del territorio” (lema del Gobierno Comunal) y su fortalecimiento como espacio vivido, significado y apropiado productivamente y culturalmente.
Montaña de Guerrero: territorialidad indígena frente a la explotación minera
Desde el año 2010, los pueblos indígenas de la Montaña y Costa Chica de Guerrero están librando una lucha de gran envergadura en la cual enfrentan a compañías trasnacionales y al Estado mexicano que otorgó en la región 44 concesiones mineras, correspondientes a 200.000 hectáreas de territorio ocupado por comunidades indígenas y campesinas. Los pueblos me’phaa, na saavi, nahuas y afrodescendientes y en ningún caso han sido informadas ni consultadas sobre los proyectos extractivos en sus tierras y territorios.
Las principales concesiones en la Montaña son La Diana-San Javier y Toro Rojo en la parte oriental del municipio de Malinaltepec, y Corazón de Tinieblas en la parte occidental. En el primer caso, es activo un proyecto de explotación minera impulsado por la canadiense CamSim sobre una concesión de 15.000 ha., mientras Toro Rojo incluye 9.000 ha. concesionadas hasta 2059. La concesión de 50.000 ha. llamada Corazón de Tinieblas cubre nueve núcleos agrarios; fue otorgada a la inglesa Hochschild Mining, que abandonó el proyecto en 2016, tras enfrentar un juicio promovido por la comunidad de San Miguel del Progreso, cuyo territorio se encontraba por el 80% comprendido en la concesión. Actualmente, se encuentra suspendida gracias a la resolución jurídica a favor de la citada comunidad.
La oposición a la explotación minera inició a finales del 2010 y movilizó las organizaciones regionales como la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias, organizaciones productivas, universidades locales, iglesias y medios de comunicación comunitarias. Impulsó la constitución de estructuras regionales nuevas como el Consejo de Autoridades Agrarias para la Defensa del Territorio, que fortalece la identidad territorial basada en la propiedad social y confiere a las autoridades ejidales y comunales nuevas facultades: coordinarse en un frente regional, vigilar el territorio, encabezar movilizaciones y acciones legales por la defensa territorial. En 2017 ha incluido a la región ñann’cue ñomndaa’, donde hay incipientes procesos en defensa de los ríos. Según el ex comisariado de Bienes Comunales de Colombia de Guadalupe, “el Consejo está creciendo en la parte de la Costa, porque sabemos que todo lo que sucede acá arriba llega abajo: si aquí se acaba el bosque allá se acaba el agua”.[3] Se refleja la peculiar visión regional que es fruto de décadas de procesos organizativos en la zona.
El éxito en la oposición a la explotación minera se debe a esta vitalidad organizativa, en la que juegan un papel fundamental la vigencia de las estructuras comunitarias de deliberación, gobierno y vigilancia (asambleas, cargos colectivos, comités y comisiones, policía comunitaria). En las comunidades me’phaa y na saavi de la Montaña es muy elevado el nivel de participación ciudadana en el gobierno comunitario, en la administración de los bienes comunales o públicos, y es elevado también el control ciudadano hacia la actuación de las autoridades. La fuerza de las estructuras comunitarias y comunales permite que la comunidad mantenga el control sobre el aprovechamiento de sus recursos naturales comunales y sobre individuos o empresas que los pueden afectar. “Siempre en la comunidad, cuando hay reuniones, hombres, mujeres y jóvenes mayores de dieciocho años participamos. Porque si no vas a las reuniones, no te enteras de lo que pasa en tu pueblo. Y allí acordamos como vamos a defender nuestro derecho. Porque es tierra comunal, y entonces la tenemos que defender todos”, afirma Faustina, Tesorera del Comisariado de Bienes Comunales de San Miguel del Progreso.[4] Es evidente la relación con la citada experiencia de Cherán, que encontró en el fortalecimiento de las estructuras comunitarias la primera acción para la defensa del territorio.
La resistencia antiminera en la Montaña surge de una concepción multifacética del territorio, que se concentra en una racionalidad para la cual no hay separación entre los seres humanos y no humanos: la relación de interdependencia y colaboración entre los fenómenos naturales, los seres vivos –humanos y no humanos- y los bienes comunes naturales permite la reproducción de la vida misma.
El territorio de la Montaña es un mapa simbólico marcado por múltiples sitios sagrados, en los cuales se celebran los rituales dedicados a las potencias y espacios naturales que intervienen y regulan la vida de mujeres y hombres: Aɡu (el Fuego), Akʰaʔ (el Sol) y Gõʔ (la Luna), Mbaa (la Tierra), Juba (la Tierra), Begó (el Rayo), Iduú na’ma (el Manantial). El buen funcionamiento de la vida ritual es consustancial a la sobrevivencia del pueblo mismo. Según Silvino, “hay pueblos donde no hay la costumbre de rezar, y por eso se inundan. Si los rezanderos no suben al cerro el 24 de abril,[5] el rayo es muy diferente aquí, quema cables, focos, aparatos. Cuando ellos rezan cae el agua normal, sin ciclones ni huracanes”.[6] Y siendo la vida espiritual conectada al territorio por medio de los lugares sagrados, la amenaza de transformación territorial alertó a los habitantes sobre su vida entera.
La relación ‘personal’ entre los habitantes y los elementos naturales a través de los lugares sagrados que conforman el etnoterritorio simbólico, y que se expresa en las ofrendas y las peregrinaciones, es elemento de arraigo, explica por qué vivir allí y no en cualquier otro lado, y es lo que confiere radicalidad a la defensa comunitaria en contra de los megaproyectos extractivos. Los habitantes de la región han movilizado el espacio ritual para la defensa territorial: “todos los años ya se pide a Tata Bégó que nos proteja de la mina. Vamos a la iglesia, a la punta del cerro, al río a pedirle a dios que nos ayude a ganar el asunto”, afirma el Comisario de San Miguel.[7]
Para los me’phaa la celebración a Tata Bègò, el Señor del Rayo o San Marcos, los días 24 y 25 de abril, que separa la estación seca de la estación de lluvias, es la más importante etapa del ciclo ritual que continúa con la fiesta de la Santa Cruz, que coincide con la siembra del maíz, en los primeros días de mayo; la fiesta de San Miguel (29 de septiembre), en la que se reciben los primeros jilotes (pequeños elotes); y la ceremonia al Fuego, en enero, cuando toman posesión las autoridades comunitarias y se agradece la cosecha. El ciclo ritual acompaña al ciclo agrícola, y muestra cómo la producción material y la reproducción social y simbólica son estrechamente ligadas y ancladas al territorio y a los elementos naturales.
De hecho, otra importante faceta de la territorialidad en la Montaña es ligada a la tierra como medio de producción, en el cual se desarrolla el trabajo agrícola, tanto para la subsistencia que para la comercialización. En esta visión, el territorio es tierra que produce; por metonimia, se concretiza en los frutos de la tierra y finalmente significa territorio como alimento. “Nosotros tenemos tres climas: más alto, frío; en medio, clima templado; más abajo, caliente. En el clima caliente sembramos todo tipo de mango, nuez, naranjas, papayas. En el templado, café. Arriba, es bosque. Tenemos animales. Por eso no queremos minas. Cuando entra la minera, mata el agua misma, después a los animales y nosotros”, afirma un principal de San Miguel del Progreso.[8] Aquí, la concesión minera afectaba casi la totalidad de las tierras templadas y bajas, esto es, la fuente de subsistencia de la comunidad.
En la Montaña, región marcada por altos índices de marginación y pobreza, la agricultura sigue jugando un papel fundamental entre la extrema diversificación de actividades que incluyen las “estrategias de vida” de los indígenas, aunque es evidente que el sólo trabajo en el campo no es suficiente para la reproducción material de una familia. La producción agrícola se ha diversificado en años recientes, con la siembra de árboles frutales y el impulso a la producción de miel “que de Colombia de Guadalupe se llevan a Houston”, explica Rutilio, joven apicultor. El otro y principal cultivo comercial de la región es el café, cuya introducción a principios de los años ochenta significó la introducción de la región al mercado nacional. El trabajo en el campo, entonces, sigue siendo una fundamental opción de vida digna: “a nosotros nos ayuda bastante el café, porque estamos en la huerta, no estamos dejando la tierra para ir a Sinaloa, a Estados Unidos, sino que los hijos los estamos creciendo aquí”, afirma Silvino.[9]
En un contexto estatal y nacional marcado por la elevada migración en busca de condiciones de vida mejor, y de la creciente cooptación en las redes criminales de aquellos a los que el sistema económico dominante no ofrece ninguna oportunidad de vida y trabajo honesto, la forma de organización social y de vida en el territorio propio de los indígenas guerrerense representa un ejemplo de dignidad y una práctica contundente en la defensa del territorio.
Chiapas: los cuidadores de la tierra y la buena vida campesina
El Movimiento por la Defensa de la Vida y el Territorio es una de las más recientes experiencias de organización colectiva en el estado de Chiapas. Reúne a más de 200 comunidades indígenas tzeltales, choles y tzotziles de 11 municipios, principalmente en las zonas Altos, Norte y Selva, pertenecientes al Pueblo Creyente de la Diócesis de San Cristóbal de las Casas. Se conforma en 2013 en abierta oposición a la multitud de emprendimientos que amenazan el territorio chiapaneco: en primer lugar, la supercarretera que uniría las ciudades de San Cristóbal y Palenque.
Autopista escénica, supercarretera o Carretera de las Culturas: con distintos nombres, el proyecto de conexión rápida entre los dos principales centros turísticos de Chiapas ha permanecido a lo largo de los distintos gobiernos que se alternaron en la entidad. La autopista, según el plan de 2009, sería de dos carriles y, a lo largo de 153 km., atravesaría 31 localidades en los municipios Chilón, Tumbalá, Tila, Salto de Agua, Palenque y se conectaría con un ramal hacia Macuspana.[10] El proyecto se remonta al 2006, y en los años sucesivos enfrentó masivas movilizaciones en las regiones Altos y Norte del estado. Fueron grupos paramilitares –OPPDIC[11] y Ejército de Dios- quienes buscaron desactivar las protestas, llegando a asesinar un habitante de la comunidad de Mitzitón. A la movilización se sumaron las demandas jurídicas que se resolvieron, en 2016, con la sentencia que ordena la cancelación de la obra dentro de los municipios de San Cristóbal de las Casas-Huixtán. Desde ese entonces, y hasta finales de 2019, el proyecto estaba detenido.
El anuncio del megaproyecto Tren Maya permitió al gobierno estatal desempolvar el proyecto carretero y volver a proponerlo con el apodo de Carretera de las Culturas: un abierto escarnio a la riqueza cultural de los pueblos por cuyo territorio pasaría la ruta, culturas folklorizadas como mercancías para ofrecer en “paradores turísticos” a lo largo de la carretera que, de tal forma, favorecería la economía local. A pesar de las declaraciones del presidente de la república López Obrador, en verano de 2019, de que sólo se repararía la actual carretera más no se construiría una ruta nueva, en diciembre del mismo año el gobierno estatal emitió un decreto que aprueba el proyecto, expresando abiertamente el vínculo entre dicha la infraesructura vial, el Corredor Transitsmico y el Tren Maya.[12]
La carretera “es la lengua del capitalismo que llegará a comer los recursos de los pueblos”, comenta Miguel, integrante de SERAPAZ-Ocosingo.[13] El controvertido proyecto es emblema de la intención, que sigue chocando con la realidad de conflicto y resistencia, para abrir el territorio chiapaneco al mercado turístico que requiere de conexiones rápidas para el disfrute en poco tiempo de los lugares ofrecidos en los paquetes de los tour-operators; para permitir la más rápida penetración de productos industriales a territorios relativamente aislados; y para facilitar la extracción de recursos minerales y maderables (pues el saqueo ilegal de los bosques también es un gran lastre para el estado de Chiapas).
Sin embargo, afirma el MODEVITE en un comunicado del 2016, su lucha va más allá de la oposición a la carretera: “tenemos la tarea de defender la vida, nuestra cultura y los bienes comunes que hay en nuestro territorio”. Se opone por lo tanto a la construcción de las múltiples represas proyectadas en todo el estado; contra los proyectos mineros y los monocultivos, principalmente de palma africana y soya transgénica. En 2019, fue la primera organización a tomar las calles y el Palacio de Gobierno en contra del Tren Maya y los demás megaproyectos que amenazan el sureste mexicano.
La zona Norte y Selva de Chiapas vive una situación de añejos conflictos ligados a la concentración de la tierra en latifundios ganaderos, y la escasez y mala calidad de aquella en dotación a los ejidos indígenas, razón principal del levantamiento zapatista de 1994. En la región, la identidad campesina es tan fuerte como aquella indígena, ch’ol y tzeltal; la tierra de cultivo confiere el sentido de pertenencia a la familia, a la comunidad: “es mi tierra, aquí crezco, vivo y conozco. Si te quitan la tierra, ¿de qué vives? Es como si te mataran vivo”, afirma Pedro, integrante del Centro de Derechos Indígenas de Chilón (CEDIAC).[14]
Como en la Meseta michoacana y la Montaña guerrerense, también en el Norte de Chiapas las estructuras comunitarias y los cargos de organización colectivas son centrales en el cuidado y la vida del territorio y de la tierra. Un referente regional es la Misión de Bachajón, jesuita, que desde hace cuarenta años trabaja en pro del fortalecimiento de los cargos comunitarios en múltiples aspectos, desde el campo espiritual hasta el de la resolución de los conflictos. Desde 2003 la Misión, a través de CEDIAC, impulsa la formación de los jKanan nantik lum k’inal o cuidadores de la madre tierra, enfocados en desarrollar y coordinar proyectos que fortalezcan las actividades agrícolas locales y familiares, la autonomía alimentaria, el cuidado y respeto hacia la Madre Tierra y el carácter sagrado implícito en las relaciones de cuidado. Actualmente, se cuentan más de 500 “cuidadores de la madre tierra”, de los cuales 40 recibieron formación y representan figuras de referencia y apoyo en sus comunidades.
“Hay dos palabras que utilizamos los jKanan lum k’inal: queremos la autonomía alimentaria, que es alimentar nuestras tierras”, afirman.[15] La relación de intercambio y respeto mutuo entre el territorio y quienes lo habitan se expresa en la reciprocidad de la alimentación: cuidar y alimentar a la tierra que nos alimenta. Los jKanan lum se comprometen, en primer lugar, a no utilizar los agroquímicos en sus parcelas. Reciben entonces capacitación en la producción de abonos y pesticidas orgánicos y en las técnicas para el mejoramiento de los suelos a través de la siembra de plantas locales. También son capacitados en el cuidado de los animales silvestres y domésticos, así como en la construcción de fogones y cisternas ecológicas.
En la formación de los jKanan lum se fortalecen los conocimientos tradicionales junto con el aprendizaje de saberes “externos” o técnicos. El cultivo de la tierra y de la milpa implica un saber tradicional que se transmite por línea familiar, de los padres hacia los hijos e hijas. Sin embargo, se observa una ruptura en esta línea de transmisión del conocimiento, pues los jóvenes dejan el trabajo en el campo y ya no quieren ser campesinos. Por tal razón ha aumentado el uso de los agroquímicos, y la formación aporta también elementos ajenos al corpus tzeltal de conocimientos sobre el trabajo del campo, junto con la valorización de la palabra de los mayores que, en el espacio de los talleres, encuentran el contexto propicio para que su palabra sea valorada.
En CEDIAC mencionan un creciente racismo y desprecio hacia la figura de los campesinos, “sucios de lodo, de tierra, de sudor”, que en el imaginario juvenil y urbano se junta con el sueño de “una vida de película” que, sin embargo, la mayoría no lograrán nunca tener. Entonces, afirman, “tendremos siempre más personas que no seamos felices, porque lo que te hace feliz es tu parcela, tus animales, tu esfuerzo, no una ilusión”.
Es oportuno resaltar el significado profundo otorgado en la cultura maya, y en particular entre el pueblo tzeltal, a la relación entre el lum k’inal (tierra-territorio), las personas y el trabajo agrícola. Según Pablo, jKanan lum, “la tierra es nuestra madre, es muy parte de nosotros, somos como una familia, saber comunicarnos, sentirnos parte de ella, trabajarlo bien, así como trabajaron nuestros antepasados” (cit. en Crispín y Ruiz 2010:223). La afirmación resalta la relación directa, familiar entre los seres humanos y su territorio; una relación de parentesco que incluye las relaciones actuales y la necesaria continuidad con aquellas actuadas por las generaciones anteriores. El territorio tseltal se divide en cinco regiones culturales o ts’umbal. El termino no sólo es una categoría espacial sino de parentesco: define los linajes que residen en ese territorio. La palabra ts’umbal proviene de ts’un (sembrar) y ts’unub (“semilla”, lo cual relaciona el territorio cultural-familiar “como la semilla, origen o raíz de un grupo de personas que conforman varias unidades domésticas y que comparten una identidad para diferenciarse de otros ts’umbaletik” (Sántiz y Parra, 2018).
La agricultura, en tal contexto, es modo y medio de vida. Reúne prácticas que significan el trabajo como parte necesaria de la vida de las personas, y de sus relaciones con la comunidad y con el lum-k’inal (tierra-territorio-familia), que es transformado y cuidado por medio del trabajo mismo. El trabajo en el campo tiene profundas raíces en la cultura maya; tan es así que los mayas se autodefinen “los hombres y mujeres de maíz” identificándose y estableciendo un vínculo directo con la tierra y el territorio, origen de la planta que es alimento principal. La relación se expresa, entre otras formas, a través de su trabajo que permite a la planta crecer, prosperar y mantener el ciclo de la vida alimentando a quienes dieron su esfuerzo y su labor. El territorio y sus frutos tienen carácter sagrado: el maíz tiene chul’el, alma o conciencia, que lo hacen vínculo con la dimensión de lo sagrado; asimismo, el campesino es “hombre sabio o ‘de cultivo’, cuidador y generador de abundancia” (D’Alessandro y González, 2017:292).
Por otra parte, las actividades productivas que se caracterizan por el colectivismo, la ayuda mutua, y redundan en el prosperar de diferentes cooperativas que alargan la influencia de los productores al control del ciclo de mercado (producción, transformación y comercialización), lo que apunta a la dignificación del trabajo campesino. Yomol A’tel, unión de empresas de la economía solidaria, es también un logro de la organización en Bachajón: se conforma por la cooperativa de cafetaleros, apicultores, productoras de jabones y la comercialización de todos estos productos locales.
El proceso organizativo de los jKanan lum, y la profundidad de los valores que lo animan, adquiere más trascendencia frente a la capilar penetración del principal programa para el campo mexicano en el actual gobierno, el programa Sembrando Vida. Al respecto, comparto dos señalamientos que provienen de las comunidades y las organizaciones chiapanecas entrevistadas en 2019. En primer lugar, frente al profundo esfuerzo por mantener y fortalecer las estructuras comunitarias y el sentido de la “comunitariedad”, que como se argumentó en este texto es la única defensa frente al despojo de territorios identidades y culturas, Sembrando Vida individualiza el trabajo campesino desde la recepción del apoyo económico hasta la labor en la parcela, que es medida en término del beneficiario individual, y excluye las prácticas de trabajo colectivo como las faenas, la mano vuelta o el cambio de brazo. En segundo lugar, promueve la monetarización del trabajo en el campo, volviendo a los campesinos “asalariados” del gobierno que “le paga su jornal”, recoge diariamente pases de lista y contabiliza todas las actividades en la parcela. La penetración de la lógica mercantil atenta contra la ética del trabajo y del servicio, que anima los cargos comunitarios, donde el servicio se entiende como “servir, apoyar” a los demás sin que medie una retribución monetaria de por medio, y donde el trabajo en el campo tiene la función sagrada de alimentar a la madre tierra y reproducir la abundancia.
Conclusión
Las experiencias relatadas muestran la estrecha relación entre la defensa del territorio como organización colectiva que reafirma las estructuras comunitarias, frente a megaproyectos que apuntan al vaciamiento de significados y prácticas de vida existentes en los territorios mismos. En tal sentido enfatizamos la relación profunda territorio-sociedad-organización comunitaria.
En segundo lugar, subrayamos la importancia de la dimensión cultural y simbólica en la significación territorial y por lo tanto en su defensa; asimismo, el trabajo en el campo no representa una actividad productiva fin a sí misma, sino participa de la reproducción de la vida y del universo cultural y material que permite la permanencia de la comunidad.
Finalmente, los tres casos muestran la vigencia del trabajo en el campo como opción actual de vida digna, práctica con profundas raíces culturales. La labor agrícola transforma el territorio, arena política y espacio cultural, en tierra que es alimento. Este proceso representa también un elemento fundamental en la significación territorial y una poderosa base para la defensa del territorio vivo.
Al respecto, quiero cerrar este texto con una reflexión que compartió Juan, campesino maya de la comunidad La Buena Fe, en el poniente de Bacalar. Su testimonio muestra claramente la perspectiva del trabajo en el campo como respuesta, individual y colectiva, frente al despojo. Pero también de la demanda de dignificación del trabajo campesino, aplastado entre la presión sobre la tierra y el riesgo de desplazamiento o migración obligada por megaproyectos, y la enajenación a la que lo someten programas asistencialistas que no resuelven las carencias de quienes viven de su tierra. Porque la microeconomía, la agricultura de subsistencia, puede representar realmente una perspectiva de vida sustentable en los territorios, si se fortalece políticamente como opción de vida digna.
Juan, quien pertenece al Colectivo de Semillas y que, a lo largo de la conversación, exhibe un amplio corpus de conocimientos sobre las prácticas tradicionales del “hacer milpa”, afirma: “el privilegio que tenemos nosotros como campesinos es que administramos nuestro tiempo”. Reflexiona sobre el anhelo de los hijos para establecerse en la ciudad y encontrar un trabajo acorde a sus estudios: “entonces yo se los platico, no sé si soy afortunado en la manera que vivo, no tengo dinero pero tengo mi tiempo; en cambio a ustedes cada quincena les llegan sus centavos pero están sobre órdenes. El trabajo más descansado o el tiempo que le puede dar uno a su trabajo es lo que hacemos nosotros, no viene un patrón a decirme: “tienes que trabajar para ganar” entonces mi tiempo lo mido yo, así nos enseñaron nuestros padres y esa es la vida que voy siguiendo”.[16]
Tiempo, trabajo, memoria: en las palabras de Juan se encuentra la reflexión inicial propuesta en este texto para la conceptualización del territorio como derecho fundamental y su defensa, esto es, la defensa de la historia y de la vida de un pueblo en su lugar.
Bibliografía
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[1] Ernesto Martínez, “La deforestación en Michoacán, grave; 3 mil aserraderos ilegales”, La Jornada, 27 de noviembre 2008; 26Greenpeace México, “Meseta Purépecha, Michoacán: bosques convertidos en aguacate”, en <http://www.greenpeace.org/mexico/es/Campanas/Bosques/Geografia-de-la-deforestacion/Michoacan/>, consultado el 15 de enero 2017; Miguel García, “Aguacateros devoran bosques; se multiplica por 10 su cultivo”, Excelsior, 25 de junio 2016.
[2] Luis, Consejo de Bienes Comunales, entrevista personal, Cherán, 2016.
[3] Silvino, entrevista personal, Colombia de Guadalupe, mayo de 2017.
[4] Faustina, entrevista personal, San Miguel del Progreso, junio de 2017.
[5] Ritual de petición de lluvias y ofrenda a San Marcos/Tata Bégó, Señor del Rayo.
[6] Silvino, entrevista personal, Colombia de Guadalupe, abril de 2012.
[7] Entrevista personal, San Miguel del Progreso, junio de 2017.
[8] Entrevista personal, San Miguel del Progreso, junio de 2017.
[9] Silvino, entrevista personal, Colombia de Guadalupe, mayo de 2017.
[10] Rieublanc, Marie-Pia “¿Por qué los pueblos originarios rechazan la autopista San Cristóbal de Las Casas – Palenque?”, Koman Ilel, 1 de agosto de 2014, https://komanilel.org/2014/08/01/videopor-que-los-pueblos-originarios-rechazan-la-autopista-san-cristobal-de-las-casas-palenque/
[11] Organización Para la Defensa y los Derechos de los Indígenas y Campesinos.
[12] Congreso del Estado de Chiapas, Oficio SG/OS/0617/19.
[13] Miguel, entrevista personal Ocosingo, octubre 2019.
[14] Pedro, entrevista personal, octubre 2020.
[15] Pedro, CEDIAC, coordinador de los jKanan lum k’inal entrevista personal, octubre 2020.
[16] Juan, entrevista personal, La Buena Fe, abril de 2019.