Número 70

16 cado siempre la creación de redes sociales, que frecuentemente asumen la forma de relaciones entre quienes prioritariamente cuidan y quienes son cuidados. Son formas de interacción que generan formas importantes de comunicación y conexión de la vida social y se gestan, superponen o interconectan a otras formas de relación social. De hecho, las decisiones tomadas en la vida cotidiana del pasado (y, por tanto, quienes las tomaban) se interrelacionaban con las demás esferas de la acción social y formaban parte indisoluble de la complejidad de los grupos humanos” (González y Picazo, 2005:3). No obstante, como podemos intuir en todos estos planteamientos, la vida cotidiana se observa en las actividades asignadas socialmente a los géneros aunque continúan permeados por un pensamiento mainstream hegemónico, y en este aspecto poco es lo que la arqueología ha avanzado. En este sentido considerar que las mujeres del pasado solo se han dedicado a las actividades de mantenimiento o a las actividades de producción de mantenimiento, si se quiere aderezar un poco el término, es parte del mismo discurso teórico dominante que supuestamente se está censurando sin modificar los esquemas tradicionales, por lo que sigue representando un círculo explicativo vicioso y androcéntrico y no contribuye en la transversalidad de género. Desde otro punto de vista, Márquez y Hernández acotan que el poder y el prestigio son identificados con hombres y este es desde su punto de vista el punto crítico en el análisis de la arqueología de género, aunque esta herramienta de estudio no trata de privilegiar o “hacer grandes planteamientos acerca del papel de las mujeres en el pasado, sino más bien enriquecer la variedad de experiencias, comportamientos y sistemas simbólicos, de las negociaciones sociales, económicas y políticas de muchos tipos” (Márquez y Hernández, 2003: 474). No obstante, hay que considerar que en etapas tempranas el poder y el prestigio son dos categorías que no marcan una diferenciación social en las sociedades igualitarias, ya que de acuerdo con Marcus y Flannery existen diferencias de posición que son adquiridas y no heredables, ya que “los individuos pueden adquirir prestigio por su edad avanzada, por sus hazañas personales o por la acumulación de bienes cuantificables. Pero no heredan una posición elevada, como ocurre en las sociedades compuestas principalmente de linajes o de un estrato noble” (2001: 87). Cuando las diferencias son heredadas o transferidas y no adquiridas por méritos personales y se mantiene constante esa transmisión, es cuando se puede pensar que ha surgido la diferenciación social, lo que ocurre en las sociedades de linaje, aunque no resulta tan fácil su interpretación ya que depende de la asociación de los materiales en contextos claros y bien definidos. En este sentido, a partir del análisis de la ciudad de Teotihuacan, Manzanilla refiere que si bien la población estaba jerarquizada en varias dimensiones “al analizar las diferencias en el acceso a bienes diversos en las unidades habitacionales, observamos que no existen diferencias tajantes que pudieran sugerir estamentos sociales claramente distintos, sino muchas oportunidades de acceder a posiciones diversas en las jerarquías. De forma general, todos comían lo mismo (maíz, frijol, calabaza, amaranto, quenopodiáceas, perro, guajolote, conejo, liebre y venado), y tenían acceso a materias primas y bienes locales y foráneos, pero en distintas proporciones” (2017: 83) Y como quiera que se haya logrado esa diferenciación social, la arqueología tradicional siempre ha suscrito que el hombre es el generador del cambio. Por lo anterior, sobre los rituales de las mujeres a partir del análisis detallado de los contextos explorados en Oaxaca en unidades habitacionales del periodo Formativo, Marcus sostiene que “Una crítica frecuente dirigida a la arqueología de género es que a menudo consiste en declaraciones programáticas, en lugar de ejemplos basados en datos arqueológicos reales. Espero

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