Asistimos a al crecimiento en espiral del trabajo precarizado de los antropólogos en México y otros países de nuestro continente. Antropólogos que dan profesionalmente lo mejor de sí, pero carecen de estabilidad, de seguro social, de derechos. Soy testigo directo o indirecto del drama de muchos colegas, más jóvenes que yo, que perdieron la vida afectados por la ofensiva neoliberal que al precarizar sus empleos, golpearon sus ya magros ingresos para atender la compra de medicamentos, la cirugía, etc. etc. A través de estos apuntes, pienso en Belén y en otros mucho más jóvenes que ella que perdieron la vida. El derecho al trabajo digno es un tema espinoso, que los Colegios profesionales y los sindicatos académicos han descuidado. El drama de los antropólogos contratados es el espejo de muchos otros contratados bajo las prescripciones neoliberales de la flexibilidad del empleo y los depredadores mitos de la productividad y de llamado «toyotismo».
Evocando a la antropóloga y amiga, Belem Claro Álvarez, nacida en la Ciudad de México el 12 de diciembre de 1954, salida de las canteras de la ENAH y veterana trabajadora del INAH, no se puede dejar de recordar su portentosa calidad humana, pues sabía del valor de la lucha justa e indeclinable, de la amistad y del buen mole, como comida ritual y amical. Belem, te dibujaste en nuestra vida y en nuestra memoria del mejor modo. Luchaste a tu modo y a contracorriente por un trabajo digno que te fue negado a ti y a tus compañeros, una y otra vez, una y otra década.
El mole: entre la identidad y la reciprocidad
No creo equivocarme al afirmar que uno de los núcleos duros de la identidad cultural tiene que ver con la gastronomía. Mira, prueba y degusta y descubrirás la alteridad o tu identidad colectiva. La comida y la bebida configuran, cotidiana y extraordinariamente, el nosotros, propio y ajeno. La comida y bebida modelan la tradición cultural en esa puja intergeneracional entre su reificación o reinvención. Prisma y espejo de su elaboración, así como del sabor, del aroma y de su decoración. Los tiempos y lugares para sus consumos signan sus variaciones y sentidos.
Cuando dejamos atrás nuestros terruños primordiales e iniciamos un prolongado y accidentado proceso de aclimatación o mímesis cultural en otras sociedades, el tema gastronómico nos suscita demandas, desencuentros, aprendizajes y nostalgias.
La gastronomía puede generar paradojas y desencuentros. A cuarenta años de residir en el altiplano central de México, me atraía y atrae la comida maya o yucateca, salvo una oferta amical: el mole de San Pedro Actopan de la familia Claro Álvarez y su magistral, añeja y hermética receta. ¿Qué de especial tendrá en este mole que no tienen los otros? La peculiaridad del mole de San Pedro Actopan radica en su textura almendrada. Las claves de su singularidad están en sus modos de elaboración y en los gustos. No todos los moles, aunque en la forma se parezcan, saben lo mismo, ni siquiera los que se preparan en un mismo pueblo o comunidad como San Pedro Actopan. Su tradicional feria del mole moviliza a la mayoría de sus familias y deben atender algo más de seiscientos mil visitantes. Sin lugar a dudas, algunos linajes familiares, como de los Claro Álvarez, preservan y valoran su sazón y, por ende, sus recetas, la mayoría de las veces, transmitida por vía oral y culinaria.
Cuando la antropóloga Belem solía invitarme en su casa al mentado mole, sabía que no me contentaría con un solo plato. Estaba preparada para ello. Algo de orgullo cultural había en el acto mismo de brindarle su mole familiar al amigo andino. El mole justificaba la visita amical y la plática, las cuales eran, a pesar nuestro, esporádicas. Vivir en dos ciudades distintas no ayudaba. Por eso, cuando solíamos hablar por teléfono u ocasionalmente nos encontrábamos, en broma, le decía: “¿Cuándo me invitarás mole?” Parecida demanda le hacía a su compañero de vida: “Dile a Belem que sigo esperando ese mole soñado, imaginado o prometido”. Belem se mataba de risa, Xavier Solé, dibujaba en su rostro una sonrisa cómplice.
Belem: pequeña amiga de alma grande y buena garra.
Belem fue mi alumna, quizás en 1979 o 1980, terminó Antropología Social, pero decidió no ejercer y seguir con entusiasmo la especialidad de Antropología Física. Desde el primer semestre de su primera carrera devino en representante de su grupo académico. Tejía demandas, redes y acciones. Le reclamaba alegremente a los maestros, congruencia política y académica. Muchas urgencias afectaban la vida institucional de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) y del propio INAH. Antes de iniciar sus estudios se había entregado a la lucha antigubernamental y a la maternidad. Sus filias de izquierda fueron macerándose con el tiempo, entre lecturas, acciones y nuevos compromisos. Una sensibilidad de nuevo tipo redondearon su madurez ciudadana y académica.
Trabajó en diversas dependencias del Instituto Nacional de Antropología e Historia en calidad de contratada, asumiendo, más de una vez, cargos de autoridad, con eficiencia. Para ella, como para muchos de mis colegas: la estabilidad laboral, el incremento salarial, el seguro de gastos médicos mayores y otras prestaciones, como el seguro de marcha (deceso), no existen. Belem ha partido ya, no le tocó apoyo para su velación y entierro, ni seguro de vida para sus deudos. Había librado una guerra sostenida contra el cáncer linfático, apelando a las dos vías: la alternativa (inmunoterapia) y la quimio, saliendo airosa contra todos los pronósticos oncológicos.
Hace menos de un mes, muy solidaria, a Hilda y a mí nos ofreció fungir de mediadora, para conseguirnos una dotación de esos productos sanadores que la sacaron adelante, y cumplió. La vimos muy repuesta, había recuperado peso y ánimo. Y nuevamente, entregó sus mejores energías al trabajo en el INAH y a cuidar celosamente su entorno familiar y amical.
La otra escritura
Pero hagamos un paréntesis y recordemos algunas anécdotas del pasado. No sólo dejo algunos artículos de carácter social, cultural y antropológico, sino que durante seis años, de 1986 a 1992, conjuntamente con su esposo, conformó un Grupo Literario, nominado “Club de Tobi”, en la calle de África, en la Romero Rubio, el cual incluso se contituyó en las últimas fechas, aunque por poco tiempo, en una Casa de la Cultura, la cual funcionó con cierto existo, y logró sacar a la luz una revista: Tepetzinco. La voz de la Romero Rubio y sus alrededores, de la cual sólo salieron tres numeros.
En el Grupo participaban todo tipo de gente, desde normalistas, músicos y exguerrilleros, como Cuitláhuac Salazar, y su herrmano, Pascual Salazar López “El poeta maldito” (ambos ya difuntos), asi como la esposa del primero, Norma Guerreo Esquivel, pasando por artistas del teatro, como Miguel Rodarte y Carlos Malagón, hasta llegar a electricistas, comerciantes, carpinteros, amas de casa, y participantes del Grupo Cultural Atlachinolli, representantes de la mexicanidad, todos ellos entrañable gente de barrio. Así tenemos a Raúl Ramírez Jurado “El Salsero Mayor” o “El Romerito Mayor” (quien ha seguido escribiendo cuentos e incluso ha publicado algunos de ellos), Jesús Gómez, Alejandro Ramírez, Carlos Enciso Vallarta, Yenelli Gómez, Acáxel Yotzin Gómez, Adriana Jiménez y Trinidad Pérez, sin olvidar, por ello, a todos aquellos que colaboraron con la revista, tales como Jorge Claro León, fotografo connotado, Jorge Sanabria, vendedor de libros, y su esposa, Crisina Gómez “La musa”, Leopoldo Rodríguez M. y Alejandro Jara V., historiadores, y Jesús Gómez Esquivel, cantautor, con una partitura de su produción, así como Marianela Claro, Gumaro Foglia y Andrés Olivarez, ilustradores, y Carlos Gutiérrez de Aquino, investigador del CIDE, que colaboraba en la correción de estilo.
De manera que Belem, esa gran mujer, no sólo propuso, promovió, aglutino, participó y fomentó a toda esta disímbola gente, con todas sus entreveradas y dispersas actividades —don, por cierto, que permeó su toda vida y que permitio que el día de su velorio transitara una gran cantidad de personas mostrándole de mil maneras distitnas el cariño que le tenían—, sino que incluso publico dos cuentos y un par de breves poemas (Tepetzinco. La voz de la Romero Rubio y sus alrededores, núm 2, marzo-abril 1991, pp. 8-9, 11-12, 21-22 y 24), de los cuales se sentía muy orgullosa, y que eran, como el mole, producto de su capacidad culinario-artística, puesto que era una excelente cocinera: cuando uno degustaba lo que preparaba, uno se chupaba fervorosamente los dedos. De aquí que, como un último, pero no final, merecido homenaje, nos permitiremos transcribir aquí sus cuentos y sus poemas, que muestran, nos parece, simbolica y metafóricamente, su postura y vitalidad ante la vida, así como sus pasiones, desvelos y desasones cotidianas:
Olas
Jamás he visto una ola, mas creo saberlas dolorosas; no sé, me dan la impresión de estar hechas de lágrimas y no de agua, y que son tan dolorosas a veces que forman ríos, mares y a veces oceanos; además,r me parece tienen como compañero a un cielo que adivino ajeno, distante, indiferente
Hoy una ola esta tarde vi caminar, sollozar, entristecer, compadecer y decir adiós, entre ramos de flores, coronas y duelo. Caminaba silenciosa, laxa, arrastrando pies, oraciones, dolor, recuerdos y luto.
Yo caminaba a su ritmo, venía a decir adiós también a mi ser, mi ser infancia, mi ser adolescente, mi ser madura, mi ser mujer, yo arrastraba una niña llena de amor, juegos, cantos, oraciones, vivencias, experiencias de ratos y vida, yo arrastraba a esa niña que soltaron de la mano injustamente y no hallaba dónde asirse, una manecita que no atinaba a decir adiós, se negaba, sólo controlaba un movimiento que de vez en vez secaba su llanto, se convulsionaba de dolor; una niña que pedía a esa imagen querida la oportunidad de partir con ella, de seguir conviviendo, amando con ese amor que transforma y hace más humano al que lo siente, ese amor bello, hermoso, eterno. Inútilmente traté de calmarla, consolarla, no escuchaba, sólo atinaba a decir una palabra de cuatro letras, que babeaba en un grito de cachorro herido de muerte, pidiendo ayuda. Tuve que tomar con violencia a ese pequeño ser, en su afan desesperado por seguir la imagen de aquel cuerpo inerte, que ya no le escuchaba, en un último intento que la hizo desfallecer y convulsionars de dolor. Mas ahora le reprocho mil veces el haber cejado en su emepeño, su poca valentía, su poca fuerza, su poca decisión, su poco amor para ir trads de aquella imagen; no la hubiera detenido, la debería haber empujado, lanzado al fondo de aquel hoyo para decirles adiós a las dos; ya no soporto sus reclamos, me es imposible acallar su infinito dolor, que me lastima y me tiene como fiera herida de muerte.
Por eso ahora cuando juntas miramos cualquier ola aullamos de dolor como animales heridos de muerte, heridas ante la imposibilidad de ir tras lo querido, arañanado el cielo, formando olas con nuestro llanto infinito.
Ahora que duerme ese pequeño ser, tranquilo un momento, pido por ella y por mi, para que alguien nos tome de la mano nuevamente y nos esneseñe de nuevo a decir adiós.
A mí me parece que las olas, no sé, no las conozco, pero deben ser alegres y secas.
Arrullo
El corpulento hombre caminaba arrastrando su pesadez antigua y cansada. Como todos los días domingos, desde hace ya casi dos años. . ., pensaba. Se detuvo un momento mirando aquel lugar lúgubre, intemporal y de aspecto abandonado; y su viejo corazón se estremeció hasta los cimientos, día de visita. . ., musitaba con gran pesar, suspirando lenta, tierna y dolorosamente. Sus recuerdos le dieron un breve descanso que aprovecho para alcanzar la garita, donde rutinario extendió su identificación observando y sintiendo la frialdad de la enfermera —cara de sargento mal pagado, reprochó mentalmente—; turbado por la voz raspoza del enfermo en turno, que lo conminaba a avanzar, se despredió de la fila sin hechura y descubierta de hombre y mujeres.
Recorrió los pasillos de memeoria con pasos lentos que contados al noventa se detenían, entonces sus ojos estaban ya delante de una pequeña de escasos cinco anos, que acunada en una de las aristas de un viejo camastro metálico, murmuraba un canto de arrullo, que era silenciado de vez en vez por sus nerviosas manecitas morenas. Al reanudar su canto podía verse la huella de ese llanto interminable, en lo ronco de su vocesita y la furia con que apretaba en una de sus manos algo que se le escurría y lastimaba. . . Peinada con trenzas, que finalizaban con unos moños de listón blanco y sus delantalito de mascota, con dos bolsas al frente, daba la sensación de estar lista para ir a la escuela. Un giro de su peinada cabecita bastó para que sus ojos negros melancolía encontraran de frente a los del observador que desde hacía ya rato seguían atentos y tiernos sus pequeños movimientos; esos ojos que desconcertados hablaban ansiosos y desesperados trataron de establecer mil diálogos, tan impotentes que sólo lograron dos gruesos lagrimones, quemandó su ser roto; los de ella apesumbrados se hartaron de interrogantes, que al no encontrar respuesta volvieron a perderse en el vacío camastro, atentos y silenciosos arrullando y velando el sueño de nadie.
Parado, embarrado en ese gran muro de cristal que se interponía burlón entre él y su pequeña hija, que un día renunciara al arrullo de sus paternos brazos, perdiéndose en ese suave arrullo ausente de la locura; el tiempo aguardo paciente y conmovido. . . las cinco de la tarde, la visita ha terminado; las cinco de la tarde, la visita ha terminado; favor de desalojar, favor de desalojar. Una voz gangosa femenina se desbocaba por las bocinas, una mirada de reojo a la nena fue lo único a que pudo atinar su aturdido cuerpo, antes de marcharse; detrás del cristal sólo se podía escuchar el triste arrullo callado que cantaba al sueño de nadie, apretando para sí ese maldito recuerdo en pedazos de su padre, en una mano. . .
Nocturno
En aquel espacio nocturno,
tu cuerpo y el mío,
tejidos en un abrazo
de cardos dolorosos,
en espirales hasta la asfixia,
donde el calor de los cuerpos
estalla al infierno
Atormentados e impotentes,
atados a nuestros interiores
salpicados de miedos,
la callada noche
huye ante la violencia
de nuestras almas. . .
Noches,
noches paranoicas
vagas y amontonadas
de sombras milenarias.
Al hacedor de primaveras
Para Xavier
Olas de flores atrapaste con tus manos,
esparciéndolas dulcemente sobre la tierra.
Tu mirada saturada de verde puso
suavemente un manto de hierbas infinito.
De cantos mil llenaste las gargantas de los pajaros,
que trinando, en tropel, la primavera anunciaron.
Tú no tienes el esplendor de las primaveras…
porque el esplendor se lo diste tú…
La despedida inconclusa
Su partida, el 30 de junio de 2016, a las 5 de la mañana, se debió a una neumonía, no detectada a tiempo por sus médicos. No hubo tiempo para despedirnos. A Belem le faltó algo de vida, muy poquita, para festejar en octubre el 40 aniversario de la feria del mole de su pueblo. Sin embargo, el último día de ese mes, degustará los aromas que saldrán del plato de mole de la ofrenda que le harán sus familiares. Belem: contigo partió ese mole maravilloso que me reconciliaba con la gastronomía del altiplano central y ceremonializaba nuestra amistad. Nos queda en nuestro imaginario tu sonrisa imbatible y tu pasional imagen asumiendo, una y otra vez, las justas luchas, por las que más de una vez te jugaste la vida. Además, nos quedan los destellos de tu amistad, los cuales se reactualizan a través de tu heterodoxo representante y compañero: Xavier Solé, de tu extensa y solidaria familia, y de tu crecida prole.