La vida y la tierra son categorías culturales, pero bajo ciertas urgencias y circunstancias devienen en instrumentos críticos, con significativos atributos políticos. En el mundo crece un movimiento que pugna por la defensa de la vida y de la tierra y en Cuernavaca y otros escenarios morelenses, el ala con mayor sensibilidad y espíritu crítico hace sentir su voz coral en los espacios públicos y en el Ciber-mundo, también a través de sus justas y oportunas manifestaciones de protesta frente a los excesos del capital inmobiliario y de las corporaciones mineras, así como frente a la venalidad e indolencia de autoridades municipales, estatales y federales.
Este 22 de abril movilizamos nuestras palabras y voluntades en concierto con otras que se expresan en la misma dirección en muchos lugares del planeta. Cada año, desde 1970, se celebra este día el “Día Internacional de la Tierra”, lo que tiene como antecedente la propuesta del activista ambiental Gaylord Nelson, quien en abril 22 de ese año manifestó su interés en la creación de una agencia ambiental. Así, con la presión social de universidades, escuelas primarias y secundarias, además de cientos de comunidades, el gobierno de Estados Unidos se vió obligado a crear la Agencia de Protección Ambiental (Environmental Proteccion Agency) y proclamó una serie de leyes destinadas a la protección del medio ambiente.
A su vez, la Organización de las Naciones Unidas (ONU), reconoce que la tierra y sus ecosistemas son el hogar de la humanidad y afirma que para lograr un justo equilibrio entre las necesidades económicas, sociales y ambientales de las generaciones presentes y futuras, es necesario promover la armonía con la naturaleza y con la tierra.
Aunque resulta contradictorio que el “Día de la Tierra” sea “regulado” por una sola entidad u organismo, o aprovechado para manipulaciones políticas, ideológicas o religiosas, tal vez la iniciativa de impulsar esa fecha celebratoria es oportuna porque puede ayudar a que alguna fracción de quienes vivimos en el planeta recordemos que existe y que merece algo de consideración.
En ese sentido, por ejemplo, a la celebración del día de la madre habría que publicitarla un poco más, no para beneficio del interés comercial, tan afecto a inventarse días de todo, sino con fines de civilidad, en particular entre aquellos que con denuedo se ocupan de demostrar que han perdido todo aquello que en nuestra cultura significa el tener madre.
Entonces, celebrar el día de la tierra viene bien para impulsar cierta toma de conciencia -aunque sea minúscula- respecto a la tierra que nos tiene a todos, aunque muchos de nosotros no tengamos tierra, es decir, sigamos reproduciendo en nuestra vida cotidiana los patrones de depredación y valetierrismo que tienen al planeta –y de paso a todos nosotros, lo sepamos o no- en la deplorable condición actual.
Y así podríamos aplicarnos a una campaña de reivindicación de todo aquello que debe de ser motivo de urgente atención. Por ejemplo, podríamos celebrar el día de la Soberanía, el día de los Pueblos Originarios, el día de la Emancipación, el día del Ciudadano Deadeveras, el día del Campesino, el día de la Educación Pública y de Calidad, el día de la Democracia Participativa, el día de la Autonomía y la Autodeterminación de los Pueblos, la jornada nacional de la Dignidad, el día del Respeto, sólo para nombrar algunas posibles fechas reivindicativas de urgente conmemoración. Serían 365 días de celebraciones ininterrumpidas de lo que carecemos, mientras continuamos nuestra ruta, que consiste en generar barbaridades, y por lo tanto, causas y más causas que celebrar.
Así, el “Día de la Tierra” debiera de durar doce meses de cada año, orientado a la toma de conciencia de los recursos naturales del planeta y a su manejo, a la educación ambiental y a la participación de todos los ciudadanos conscientes y responsables de lo que significa el ambiente. Este día, y todos los días del año, habría que participar en actividades que promuevan la salud de nuestro planeta, a nivel mundial, regional, local y de nuestro entorno cotidiano. Si nuestro planeta está sano, nosotros también lo estaremos. Por ello, TODOS LOS DÍAS DEL AÑO, DEBEN SER EL DÍA DEL PLANETA.
Sin embargo, el asunto no remite solamente a la atención permanente que demanda nuestro entorno ambiental, sino, de manera esencial, a las causas estructurales que lo están afectando severamente, y que requieren la participación concreta de todos aquellos que nos encontramos todos los días en los recovecos de este atosigado planeta.
¿Qué significa celebrar el “Día de la Tierra”? No cabe duda que de entrada la iniciativa de proponer tal día celebratorio sirve para llamar la atención de alguna fracción de los muchos de nosotros que ni siquiera reparamos en la existencia de este planeta.
Y es que los discursos dominantes sobre la integridad de nuestro entorno ambiental se parecen a los discursos dominantes sobre el patrimonio cultural. Se les mira separados, en sus manifestaciones inmediatas, particularizados, ajenos a las dinámicas de poder y de clase, a la estructuración económica que los permea. Se trata de asuntos asépticos, apolíticos. En el caso del patrimonio cultural, su preservación no pasa por intentar siquiera una perspectiva contextual que permita comprender cuáles son los procesos socioeconómicos que lo afectan o los que de manera inversa lo pueden conservar y redimensionar. En el caso del entorno ambiental, los llamados a su conservación tampoco reparan en los mecanismos políticos que afectan a la vida y que nacen de un modelo económico que se basa en la obtención de ganancias económicas a costa de lo que sea. Y lo que sea es lo que sea. Incluyendo a la vida en sus diversas manifestaciones.
Celebrar el “día de la tierra” pasa hoy, en México y en América Latina, por atender la realidad inmediata caracterizada por las múltiples iniciativas de expoliación, es decir, iniciativas carentes de madre tierra y por ello carentes de madre: iniciativas de extracción de agua para generar electricidad a costa de la producción campesina; proyectos de crecimiento urbano regido por la especulación inmobiliaria; iniciativas de extracción de metales en minas de tajo abierto; procesos de confiscación de ciudades, pueblos y campos a favor del capital y de sus siervos funcionarios. La poca madre tierra no se enfrenta con retórica, sino con mucha madre tierra y mucha madre de la otra, a través de procesos de organización y participación social, nutridos de información, de convicciones, de compromiso, de criterio. Lo demás es “pan pintado”, como diría Frida Kahlo.
En este número nos acompañan varios textos: un artículo de Ricardo Melgar en torno a los movimientos migratorios y el exilio y algunas de sus derivaciones actuales; otro trabajo de Felipe Echenique, donde aborda críticamente el planteamiento de Duverger, de que la obra de Bernal Díaz del Castillo no fue escrita por tal autor, proponiendo una relectura crítica de esa obra; a su vez, Carmen García Bermejo se ocupa de la liga entre medicina y literatura a través de la figura de un seminario sobre medicina y salud, el cual organizó recientemente un simposio sobre ese tema para celebrar su XV aniversario, al tiempo que Eréndira Reyes García presenta una semblanza de la tesis de su autoría sobre la controvertida “Cumbre Tajín” y el movimiento social generado contra esa iniciativa empresarial-gubernamental. A su vez, reproducimos cuatro comunicados emitidos entre febrero y abril: uno de las Comunidades indígenas de Nayarit en rechazo al proyecto hidrológico impulsado por Comisión Federal de Electricidad, otro de la Policía Comunitaria de Guerrero, en relación con el embate en su contra por parte del Gobierno del Estado, uno más en denuncia las acciones intimidatorias contra el Dr. Ricardo Pérez Avilés en el estado de Puebla a raíz del movimiento contrario al gasoducto propuesto en las faldas del volcán Popocatépetl y, finalmente, un comunicado de la Red por la Paz y la Justicia-Morelos.