30, Marzo-Abril de 2014

En torno a las lecturas actuales de Bernal Díaz del Castillo

Hace unos nueve meses comencé a leer en internet una serie de comentarios adversos al trabajo de Christian Duverger titulado Crónica de la eternidad ¿Quién escribió la Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España?  (Taurus, México, 2012-2013). Los comentarios expresados, con no poco furor, le echaban en cara a Duverger que era obvio que Bernal Díaz del Castillo había escrito aquella historia, que sólo bastaba leer este o aquel libro. Que si Zorita o Chimaplaín, habían realizado referencias a la Historia del soldado, etc. Esos comentarios dejaban claro que Duverger cuestionaba la paternidad de la Historia Verdadera… En aquellos ríspidos mensajes no dejaban claro o por lo menos no me acuerdo que se dijera a quién le atribuía la paternidad de dicha obra.

Aunque el topamiento y conquista de pueblos y comunidades de naturales de lo que se dio en llamar la Nueva España se encuentra en el horizonte humano-temporal que trabajo desde hace muchos años, no me ocupo tanto en lo que dice o reflexiona la historiografía de nuestros días, sino de los escritos y reflexiones que hicieron quienes fueron actores o escritores cercanos a las campañas de conquista, sometimiento y en no pocos casos aniquilación de los que no se dejaron someter, aun en los siglos XVIII y XIX.

La confección de bibliografías y bio-bibliografías y la edición de “fuentes primarias” ha sido parte de mi ocupación, no sólo por gusto, sino también para cumplir con el mandato de ley que tiene el INAH, del cual soy uno más de sus investigadores y lo cual me aleja un poco de la historiografía del momento actual, que si bien no dejo de revisar para ver qué es lo que se está escribiendo sobre las fuentes primarias y en su caso y en los momentos oportunos hacer referencias a esos trabajos, no me ocupo en detalle de los mismos para elaborar reseñas puntuales respecto a ellos.

Cuando vi la polémica que estaba provocando el libro de Duverger me dije “ese no es mi pleito, yo debo seguir en lo mío”. Sin embargo un día me encontré con la obra en una librería del Fondo de Cultura Económica, donde lo exponían en su mesa de novedades. Leí apresuradamente la contraportada donde me saltaron los últimos renglones “Duverger conduce al lector por un apasionante recorrido que lo llevará a descubrir quién era el verdadero autor de la Historia verdadera… y cómo pudo pasar tanto tiempo tras las sombras”.

Esos renglones prenuncian un libro que se vendería mucho, tanto por el tema que trata como por la manera de abordarlo y el modo atrayente de ser presentado. Bajo ese razonamiento comencé a hojearlo. Letra grande, buena caja, pero las notas al final del texto y no a pie de página, con letra más chica y amontonada, como queriendo que no se lean. Siempre será un fastidio el estar pasando de hojas para saber la referencia o la aclaración que quiere hacer el autor, y todavía ello se complica más si la letra es menuda y junta. Primer desencanto, aunque luego pensé, ello permitiría una lectura recorrida sin fastidiosas notas eruditas. Pensamiento que sólo podría corroborarse leyendo el texto y viendo la necesidad o no de las notas. En un balance final uno cae en la cuenta de su fastidio y en muchos casos de la inutilidad de muchas de ellas, que más parecieran que están puestas para hacer bulto que para aclarar dudas o ilustrar hechos. 

Un muy buen amigo me decía que un libro se comienza a leer siempre de atrás para adelante. Revisé las ilustraciones, que son las que están colocadas al final y antes un agradecimiento, y mucho antes el índice onomástico, etc., Ante ello habría que ir al principio para ver el índice capitular del trabajo que despliega los temas a exponer en cada uno de sus apartados. Su lectura me llevó al “Epílogo Imaginario, 17 de enero de 1907, Academia Francesa”, pág. 243, o sea casi al final del libro y dirijo entonces mi atención hacia dicha parte del libro para descubrir con asombro que después del enunciado ya referido sigue un asterisco que chocantemente remite al final de las notas en la página 294, y donde confiesa que este epilogo imaginario, se inspiró en la Aduana de Mar de Jean d´Ormesson y en “La voluntad y la fortuna” de Carlos Fuentes, [y que] “es la única parte de este libro que recurre a la ficción. Todo el resto de la obra es producto de una rigurosa investigación…”

Estas palabras escondidas me hicieron sentido de otras líneas de la contraportada que queriendo adelantar un poco lo que tiene el lector en sus manos, señalan que lo que se tiene frente a la vista es entre “investigación histórica y novela policiaca”. Bueno, me dije, no estoy de humor para leer una historia policiaca que nadie hasta ahora había anunciado o sugerido. Puede ser un buen intento novelesco, pero no como para pagar poco menos de cuatrocientos pesos y descubrir aquel intento.

Desistí de su lectura en aquel momento. Pero los provocadores no faltan. Y otra vez en una librería de Porrúa lo volví a ver en la mesa de novedades. De nueva cuenta lo hojeé, terminé por comprarlo, junto con otros libros, tanto porque el precio era algo menor al que lo ofrecían en la librería del Fondo de Cultura Económica como por que me habían dicho que se iba a discutir en la ENAH. Así que bajo esas circunstancias no sólo lo compré, sino que lo comencé a leer con cierto cuidado esperando encontrar algunas novedades interpretativas sobre Bernal Díaz del Castillo y los contenidos de la Historia, porque pese a lo que digan muchos sabios e ilustres historiadores, sobre todo en cuanto al entramado de la narrativa, a mí dicha obra me sigue inquietando mucho, pues en buena parte de ella descansa, se apoya y proyecta fundamentalmente la condena del mundo prehispánico, por su “barbarie”, por su “salvajismo”, por su “inhumanidad y crueldad”. Los sacrificios humanos, más que ser actos “rituales” inscritos en “un calendario demoniaco” como ya había asentado Motolinia o fray Bernardino de Sahagún, eran canibalismo puro, tal y como lo prescribieron los reyes de España cuando daban las Instrucciones a Hernán Cortés sobre el tratamiento de los indios y recaudo de las Reales Hacienda (1523).

Así mismo,

porque por las relaciones e informaciones que de esa tierra tenemos [que eran del mismo Cortés y sus enviados] parece que los naturales della tienen ídolos donde sacrifican criaturas humanas, y comen carne humana, comiéndose unos a otros y haciendo otras abominaciones contra nuestra Santa Fe Católica y toda razón natural; y que ansimismo cuando entre ellos hay guerras los que cautivan y matan, los toman y comen de que Nuestro Señor ha sido y es muy deservido, habéis de defender y notificar y amonestar a todos los naturales de esa tierra que no lo hagan por ninguna vía defendiéndoselo, so graves penas, y para ser lo testar busquéis todas las buenas maneras que para ello pueda ayudar y aprovechar diciéndoles cuanto contra toda razón divina y humana y cuan gran abominación es comer carne humana que para que tengan carne que comer y de que se sustenten demás de los ganados que se ha llevado a la dicha tierra mandaremos continuo llevar, porque multipliquen y ellos excusen la dicha abominación…[1]        

Y en su Historia, Bernal Díaz del Castillo termina no solamente ratificando la existencia de lo dicho por los reyes, sino que lo naturaliza, dando por cierto todo tipo de descripciones macabras o coloridas según se quieran interpretar sus alucinantes narrativas, como la que dejó asentada en el capítulo XCI que a la letra estampa:

Oí decir que le solían guisar carnes de muchachos de poca edad, y como tenía tantas diversidades de guisados y de tantas cosas, no lo echábamos de ver si era carne humana o de otras cosas, porque cotidianamente le guisaban gallinas, gallos de papada, faisanes, perdices de la tierra, pajaritos de caña, y palomas y liebres y conejos, y muchas maneras de aves y cosas que se crían en esta tierra, que son tantas que no las acabaré de nombrar tan presto. Y así miramos en ello; más sé que ciertamente desde que nuestro capitán le reprendía el sacrificio y comer de carne humana, que desde entonces mandó que no le guisasen tal manjar.[2]

Así pues, el primer documento que acabamos de referir y con fecha tan temprana como 1523, consagró en los escritos reales y por ende en las prácticas conducentes de conquista y sometimiento, una visión-condena del mundo preexistente a los españoles y que por cierto hay de decir no era nada nueva, pues la había inaugurado Cristóbal Colón, quien destacaba la existencia de caníbales por ahí o por allá, de tal suerte que la condena real no era más que una secuencia natural de aquella manera de proceder para legitimar la conquista y esclavitud de cientos de pueblos y comunidades que quedaban sujetas a esa “guerra justa” por tan aborrecibles crímenes contra Dios, y será luego, a los ciento diez años de aquel edicto y sus práctica condenatoria para pueblos y comunidades, que se publica la Historia Varadera…, (1632) que dicha obra termina siendo la confirmación secular y “desinteresada” tanto de la visión-condena como de la práctica real conducente.

La Historia verdadera… cobra así importancia, porque de una u otra manera cierra un ciclo de poco más de cien años, donde independientemente de lo incidental, los reclamos a Gómara --por la exaltación a ultranza de Cortés y el desprecio de todos los demás conquistadores-- o a los reyes --por el escamoteo a las recompensas que daban lugar las hojas de servicio militar--, deja perfectamente establecido y con lujo de detalles los cientos de actos canibalescos y sus multitudinarias huellas, como el referido en líneas anteriores y que terminaran coloreando y avalando los “verdaderos” y “valederos” motivos de la conquista.

La parafernalia de la Historia verdadera desvía la atención de lo que considero es la esencia misma de esa Historia: la exhibición más alucinante de los supuestos motivos valederos y verdaderos de la conquista, sometimiento y extinción a sangre y fuego de cientos y miles de comunidades por estar sujetas al reino de satanás.

De eso no se dice mucho, lo dejan como existente y valedera toda la parafernalia que rodea a la Historia… tal y cual lo es, según el decir de infinidad de historiadores: el escrito de un soldado empobrecido, viejo, sordo, casi ciego, lejos del lugar de sus hazañas y por si fuera poco casi analfabeto, pero de prodigiosa memoria, que durante las campañas militares de conquista no sólo se distinguió por su valor, audacia, comprensión de las situaciones, intrepidez, sombra inseparable de Cortés, sin ser sentido y mucho menos molestado, a tal grado que su líder ni siquiera se ve en la necesidad de mencionarlo en sus escritos y, por lo cual resulta un “testigo privilegiado” que además tiene la virtud de nunca estar en un conflicto con alguien en los momentos mismos de las campañas militares, nunca buscando notoriedad momentánea, notoriedad que se guardaba para las horas de reposo en su vejez, con el propósito de  escribir aquella “epopeya” –eufemismo del más grande holocausto en la historia de la humanidad, que sigue esperando su develación total para terminar con el sarcasmo y el cinismo que desde entonces campea en nuestra “historia universal”— en donde encontrará la mejor recompensa a sus trabajos y penurias: el eterno buen recuerdo, no tanto por sus obras como por sus “gloriosas letras”.  

                Y ese es el terreno en el que se queda Duverger. En el de parafernalia y el supuesto resultado: la eternidad gloriosa del mundo de las letras y donde él ahora reclama un lugar privilegiado, al “descubrir” un enigma y una antiquísima realidad que todos se negaban a ver estando frente a sus propios ojos: que Hernán Cortés fue el escritor de aquella Historia Verdadera

                Para Duverger la Historia Verdadera… es la mejor narrativa de la conquista tal y como han asentado muchos historiadores, pese a que muchos de ellos asumen que tiene un crecido número de yerros, extravíos, engaños e inexactitudes; una hermenéutica un tanto alrevesada que necesita de intérpretes o de verdaderos expertos para descifrarla y entenderla, hasta llegar a hechos inexplicables en su elaboración. Pero nada de los primeros señalamientos le interesa a Duverger, quien sólo se queda con lo inexplicable que resultan algunos párrafos que contienen referencias en latín, algunas consignaciones de lecturas supuestamente especializadas para su tiempo, y otras minucias de ese tipo y que terminan delatando al supuesto verdadero autor: Hernán Cortés.

Mientras que los yerros, extravíos, engaños, inexactitudes, etc., no afectan en nada la composición y gloria que ya alcanzó la crónica. Finalmente estamos en el mundo de las simulaciones, se puede decir que se trata de un “excelente” escrito aunque falte a la verdad, por decir lo menos. Y es que ese tipo de juicios va muy a modo con los tiempos neoliberales que vivimos y de los que obviamente se hace eco Duverger, quien en lugar de aguzar el juicio y el análisis se va por lo fácil, por lo simple, por lo intrascendente, al buscar en la superficie al supuesto impostor y sacar a flote a su héroe: Hernán Cortés.

Con dicha ocurrencia Duverger cree que abre un camino historiográfico para solucionar el enigma que él mismo ha construido y fundar lo que él considera su aclaración. Terreno repleto de procelosas especulaciones y escasas pruebas.

De principio, Duverger se queda con lo escrito, aunque nunca declarado abiertamente entre otros muchos historiadores, por el admirado –por otras muchas razones-- historiador español Ramón Iglesia[3], quien consignó que el estilo de Bernal

…es difícilmente superable en su fuerza descriptiva y en la gracia de la narración.. […] (pág. 118) tiene condiciones únicas de espontaneidad y frescura,[4] (pág. 127) siendo uno de los libros más notables de la literatura universal […]  testimonio de valor único; por su amplitud y precisión […] Es una sobria epopeya en prosa que exhibe la sencillez misma con que el autor la cuenta, porque sabe narrar y animar con insuperable pluma la conquista de México (pág. 151)

Así, Duverger se queda con todos esos juicios calificativos que a mi parecer por desgracia no demostró suficientemente Iglesia y mucho menos Duverger en las páginas escritas por él.[5] Iglesia mismo declaraba que faltaba un ejercicio mucho más sistemático de confrontación para llegar a apreciaciones más claras, declarando que estaba en los primeros acercamientos y llamamientos de atención sobre puntos que le parecían debían ponerse en la mesa de la discusión (Cfr. Pág. 132), lo cual quería decir que no estaba agotada la investigación y lo que pudiera decirse sobre ello, que muy seguramente hubiese variado de haber continuado con su ejercicio de confrontación, porque considerados con más detenimiento sus propios reparos sobre la obra bernaldina, como ese “deseo frenético –de Bernal-- de desacreditar” al cronista Gómara (pág. 133) “no siempre siendo exacto o apegado a lo sucedido” y que es lo que refuta Iglesia e inclusive, nos previene pues, si en Gómara “hay omisión” en “Bernal hay deformación” (pág. 136) y “se pueden encontrar incoherencias y contradicciones” (pág. 141-142) y aun un lenguaje críptico, que hace necesaria la existencia de exégetas que ayuden a entender no sólo la narrativa, sino -y lo más importante- las realidades que describe (cfr. Pág. 140).

Y en particular, la narrativa de Bernal a más de revelar una inconmensurable ambición de notoriedad y deseo de gloria donde no pierde la ocasión de situarse en primer plano, presenta pasajes en que no hay duda de que miente (pág. 155), en que gasta muchas páginas en los “pleitos sobre el reparto de indios y metales preciosos” (pág. 154) o en el actuar de Cortés resolviendo las dificultades de gobierno a fuerza de soborno (pág. 154), o respecto a la primera audiencia, que con su conformidad con los reclamos de los conquistadores casi provocó el “despoblamiento de la tierra” (154).

Ante esos contrastantes contenidos narrativos en la obra de Bernal, Iglesia señala que las notas heroicas son uno de sus méritos distintivos, pues no sólo alcanzan a los españoles sino a los propios indios que están siendo vencidos (pág. 156), donde queda de manifiesto, según la interpretación de nuestro historiador, el sincero deseo de decir la verdad, donde “su ingenuidad permite señalar muy bien cuando deforma algún hecho” (pág. 156) máxime cuando declara sus fuentes donde una de las más importantes es su propia experiencia, o que lo vio en una carta o escuchó o  le fue referido por algún soldado (pág. 157). Y qué más decir, cuando el propio Iglesia manifiesta que aligeró la edición de Díaz del Castillo que estaba preparando -y que no es extraño que en otras así haya sucedido- “un tanto, porque Bernal es muy redundante y se repite más de la cuenta (pág. 157).      

Después de todo ello, uno se pregunta cuántos pasajes y páginas son esos donde hay errores, omisiones, tergiversaciones, contradicciones, producto de las ambiciones, pleitos o descripciones llenas de las candorosas ingenuidades del escritor. Con qué se queda entonces el lector. Cuántas páginas y pasajes se salvan y hacen de esa obra un portento de la literatura universal.

Don Ramón Iglesia no tuvo el tiempo para seguir con sus ejercicios de confrontación, pero lo que es increíble es que Duverger, con todo el tiempo que ha tenido, no se haya tomado la molestia de siquiera hacer algunos intentos para ver si podía aportar algo nuevo, en aquella sugerencia clave que hiciera don Ramón Iglesia.

No: Duverger, no hizo nada nuevo, dejando incólumes los trazos que han realizado sus antecesores, incluyendo aquel que señala que uno de los méritos más notables de lo descrito en la Historia Verdadera es el que haya “descubierto un mundo auténtico,” (op. cit. pág. 153) lo cual quiere decir que todos los yerros, errores, tergiversaciones, hermenéuticas confusas y oscurantistas etc., tienen que ver sólo con el actuar de los españoles, con Cortés y con los interés puestos en acción durante la conquista o en relación con los poderes de la monarquía. Ahí es donde hay problema, porque en lo que respecta a la descripción de ese “mundo nuevo” que estaba descubriendo y consignando lo hace de una manera magistral, como si fuera un pintor de una naturaleza quieta y hermosa –sería mejor sería decir horrorosa, demoniaca-- que es trasmitido por las letras del maestro que comunica con lucidez los horrores, errores y escenografía de ese mundo totalmente nuevo bajo la mirada clara y creativa del gran narrador.

                Es del todo incomprensible el que Ramón Iglesia no haya aplicado sus mismos criterios historicistas a la hora de revisar el texto de Bernal; que no haya reparado en la historicidad, relatividad, prejuicios, carga histórica, ideología con que Bernal veía y traducía ese mundo en su escritura. A don Ramón no lo podemos juzgar por lo que no hizo, pues lo podemos explicar dentro de las corrientes de pensamiento y acción de su tiempo, tal y cual a él le hubiese gustado y creo que se sentiría bien, pues estaría acorde a su pensamiento.


Christian Duverger. Foto María Luisa Severiano / La Jornada

                Pero respecto a Duverger, de quien debo confesar no he leído su otros libros, sino sólo el que ahora comento, sólo aparece como un mal vendedor de ideas, pues en sus 335 páginas, no hay más que una duda volcada y revolcada bajo un solo eje: la negación de que Bernal Díaz del Castillo pudiera ser el escritor de la Historia, que se asume como una obra de arte, planteando así a mi parecer lo que sería un falso problema o mejor dicho un problema construido concretamente, no tanto para discutir la paternidad de la obra, donde se pueden gastar cientos y miles de páginas de uno u otro bando, dejando incólume e inclusive con más verosimilitud la “excelencia” de la crónica de la eternidad del nuevo mundo, descrito por la pluma “magistral” de quien lo haya escrito.

                Estamos frente a una corriente muy ad-hoc de los tiempos que corren de la mal llamada post modernidad, donde no importan los sentidos de lo que escribas, el objeto es que escribas y que puedas mantener algunas tensiones en más de cien páginas, aunque no haya nada verdaderamente nuevo que expresar; es más, eso casi está prohibido, pues se vuelve subversivo, dado no se trata de revolucionar nada, sino de mantener lo fundamentalmente existente. Aderezar esto y aquello, pero no darle la vuelta, ni verlo con otros ojos. “Prohibido dudar de lo esencial”, reza la nueva academia, el mundo de las apariencias donde son solo los nombres, los vestidos, los paisajes los que deben ser vistos de otra manera, nombrados con otras fórmulas, etc., pero nada más.

                Todo ello parecería estar dentro del signo de los tiempos, como dirían por ahí los viejos hegelianos; pero resulta que nada es casual, que estamos en tiempos de los prolegómenos de los quinientos años de la conquista de Pueblos y comunidades que poblaban y dominaban el inmenso y vasto territorio que los españoles comenzaron a denominar como la “Nueva España”. Y es en estos tiempos preparatorios donde el texto de Duverger pretende insertar, sin más discusión, la Historia verdadera como la cónica de la eternidad, dejando a salvo y aún más santificados sus contenidos.

                Muchos pueden decir, que está en su derecho y yo creo también en ello. Pero si ello es cierto, también hay que decir y difundir que desde hace muchos años Bonifaz Nuño, en nuestra Universidad Autónoma de México, comenzó su seminario de descolonización del pensamiento con algunos muy buenos resultados; que Guy Rosat, en la ENAH, ha insistido en la deconstrucción del discurso colonialista y con no escasos resultados que llegan, a más de sus libros, a la secuencia de un seminario que ya lleva diez años de práctica profesional y de varias publicaciones, las cuales justamente cuestionan la visión consagrada por los conquistadores y sus seguidores, no por el ánimo de fastidiar al conquistador como muchos supondrían, sino justamente por ir develando el mundo de las analogías –como explica Buscho--, de los referentes previos como explicó Irving A. Leonard, los prejuicios y de una historiografía contemporánea totalmente acrítica, como lo han mostrado Nuño y Rozat.

                Efectivamente, podemos estar en los tiempos de los prolegómenos para volver a pensar la conquista y los mundos que quedaron sepultados y silenciados por la imposición de una sola manera de ver y creer lo existente. Yo estoy convencido que esos tiempos idos en efecto ya se fueron, que son irrecuperables, porque no se puede hacer hablar a las piedras y menos si nuestros únicos referentes son las voces de los mismos conquistadores. Mucho habría que trabajar de manera paciente para siquiera imaginar a partir no de lo particular y las apresuradas identificaciones de lo concreto con lo abstracto, que la humanidad no necesariamente es una y que la manera de ver la historia de Occidente es una, pero no necesariamente la única y valedera. Todo ello es casi imposible siquiera imaginar, porque estamos hablando desde Occidente y bueno, ello tiene muchos problemas pero justamente por lo mismo no deben desistir de seguir buscando, tal y como lo hacen los historiadores y filósofos que ya he referido, haciendo otro tipo de trabajo donde se investiga y se cuestionan las esencias de los pasados y, no lo accidental o accesorio, tal y cual lo hace en nuestros días Christian Duverger.

                Allá usted si quiere gastar más de trescientos pesos en un libro que desde mi punto de vista no aporta nada nuevo, más que una pura especulación que pierde todo sentido, pues no discute la esencia de los contenidos de la Historia. Si ellos hubiesen sido satisfactoriamente exhibidos, contrastados, valorados en relación con otras fuentes de información a más de aclaradas las contradicciones, errores, omisiones, deformaciones, adulteraciones, hermenéuticas obscuras y demás circunstancias aleatorias de esa Historia, sería otra cosa, ya que quedarían perfectamente claros los motivos por los que Cortés quiso escribir esa historia y no otra, y donde él mismo es cuestionado en su acción “heróica” y en colocar en su lugar a sus quinientos acompañantes, seguidores, subordinados, que según esto “democratiza” el accionar de las campañas de conquista como lo han querido glorificar muchos, pero no me deja de sonar en el oído el fuente ovejuna, pues si fueron todos entonces no hay una mano asesina a quien responsabilizar de las matanzas de aquellas acciones conquistadoras y dominadoras. Acción “democratizadora” que tanto conviene a Cortés, ni siquiera sugerida por Duverger u otros, pero también a la corona de España, al clero regular y secular o es la expresión ingenua de un soldado solitario que para reclamar lo propio tiene que hacerlo al cobijo de todo el ejercito que participo donde se diluye y luego recobra notoriedad al hablar de su sola persona.


Hernán Cortés

Así, como se ve, siguen presentes muchas dudas, mucha falta de crítica externa, pero también interna en esos dos ámbitos que ya he señalado de lo que podríamos llamar lo español y lo autóctono. Hasta hoy la Historia verdadera no es la mejor crónica de la conquista como han dicho muchos sabios y portentosos historiadores, sino la vocera oficial de la visión de los conquistadores que no perjudica o lastima en un ápice a los hombres que se vieron favorecidos en la conquista, sino que expresa y revela con lujo de detalle, hasta el hartazgo y la saciedad, los “verdaderos” y “valederos” motivos por los cuales ese mundo no sólo fue conquistado y sometido, sino también aniquilado, desaparecido y sujeto a la visión que los mismos conquistadores le impusieron a lo largo de tres siglos y que por desgracia sigue gozando de una insuperable salud entre los académicos más prestigiados de allende los océanos y de nuestras máximas instituciones educativas.



[1] Hernán Cortés, Cartas y documentos, introducción de Mario Hernández Sánchez Barba, México, Porrúa, pág. 586

[2] Bernal Díaz del Castillo, Historia de la conquista de la Nueva España, introducción y notas de Joaquín Ramírez Cabañas, México, editorial Porrúa, 1976, “Sepan Cuantos…” Núm. 5. Pág. 167 y la versión contrastada de éste párrafo por Carmelo Sáenz de Santa María, en Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Madrid, Instituto “Gonzalo Fernández de Oviedo”, C.S.I.C., 1982, pág. 184. 

[3] Ramón Iglesia, El hombre Colón y otros ensayos, México, Fondo de Cultura Económica, 1986.

[4] Señala Iglesia que Bernal narra que vio “gotas de sangre muy fresca” (pág. 119)

[5] Puede haber otros muchos historiadores que a diferencia de Prescott, enaltecen las letras de Bernal Díaz del Castillo. No soy especialista en la materia, pero la presentación de don Ramón Iglesia me sirve para exhibir uno de los mejores exponentes del punto de vista laudatorio de la obra de Bernal, además de Joaquín Ramírez Cabañas y el mismo Sáenz en sus introducciones.