Quizá para los habitantes del mundo moderno un fenómeno como el grupo autonombrado Estado Islámico (EI) puede resultar muy difícil de comprender. Las decapitaciones, violaciones y otros actos de crueldad parecen incomprensibles, así como la destrucción de monumentos antiguos de incalculable valor. Tal vez lo más desconcertante de todo ello sea la manera en que el EI ha logrado reclutar a jóvenes —la mayoría hombres y también a algunas mujeres— provenientes del Occidente industrializado, en particular de Europa. La sabiduría convencional dicta que el remedio para la violencia étnica y religiosa es el “desarrollo”, la educación y las oportunidades proporcionan que los mercados libres. Este no parece ser el caso.
Debido al estrecho y con frecuencia inapropiado enfoque que suministran los medios masivos dominantes, no es sorprendente que la mayoría de los occidentales crea que el extremismo religioso es un problema principalmente del Islam. Pero los combates en Siria y en Irak no son los únicos conflictos étnicos o religiosos hoy en día. La violencia existe entre cingaleses y tamiles en Sri Lanka, budistas e hindúes en Bután, hindúes y sijs en Punjab, eritreos y etíopes en el Cuerno de África, hutus y tutsis en Ruanda, prorusos y ucranianos en la ex Unión Soviética y muchos más. El hecho es que el fanatismo, el fundamentalismo y los conflictos étnicos han estado creciendo a lo largo de muchas décadas, y no sólo en el mundo islámico.
La incapacidad para reconocer esta tendencia puede llevar a la percepción de que el terrorismo es producto solamente del extremismo religioso, y que terminará cuando las democracias seculares y de mercado se establezcan en todo el mundo. Lamentablemente, la realidad es mucho más compleja, y a menos de que abordemos las causas que subyacen en estos conflictos y en el terrorismo, un futuro más pacífico y seguro nos seguirá siendo esquivo.
Rumbo a la escuela.
Para entender con certeza la aparición del fundamentalismo religioso y de los conflictos étnicos, tenemos que prestar atención al profundo impacto que la cultura globalizada de consumo tiene sobre las culturas vivas de todo el planeta. Ello nos permite no sólo entender mejor al Estado Islámico y grupos similares, sino también vislumbrar una solución que aminore la violencia de las partes en conflicto.
Mi punto de vista lo alimentan casi 50 años de experiencia en numerosas culturas en el Norte Global y del Sur Global. Estudié en Austria en 1966, cuando el conflicto en Tirol era virulento; residía en España en la década de 1980-90, cuando el grupo separatista vasco ETA estaba activo; viví en Inglaterra cuando las batallas campales entre católicos y protestantes en Irlanda del Norte se extendieron con atentados explosivos hasta las calles de Londres, y he trabajado durante casi cuatro décadas en el subcontinente indio, en donde he visto actos terroristas en Nepal, así como las tensiones étnicas y enfrentamientos en India y Bután.
Lo que considero más importante es que desde 1975 he atestiguado la aparición de tensiones entre la mayoría budista y la minoría musulmana en Ladak, una región de India situada en los Himalayas occidentales que tiene estrechos lazos culturales e históricos con Tíbet. Hace más de 40 años fundé el Ladakh Project —que desde entonces se ha transformado en lo que ahora es Local Futures— con el fin de apoyar los esfuerzos locales para mantener la integridad cultural de Ladak frente a la globalización económica, y durante estas décadas he sido testigo de cambios aleccionadores en el área.
El entorno.
Budistas y musulmanes convivieron en Ladak por más de 600 años sin que haya registro de conflicto alguno entre esos grupos. Se ayudaban mutuamente en tiempo de cosecha, asistían a las festividades religiosas de cada cual y contraían nupcias entre personas que pertenecían a uno u otro grupo. Sin embargo, en el transcurso de un período de unos 15 años las tensiones entre musulmanes y budistas escalaron rápidamente, y en 1989 los unos bombardeaban las casas de los otros y viceversa. Una apacible abuela budista, que diez años antes habría tomado el té y reído con su vecino musulmán, me dijo: “tenemos que matar a todos los musulmanes o ellos nos van a acabar.”
¿Cómo es que las relaciones entre estos dos grupos étnicos cambian de manera tan rápida y radical? La trasformación es tan insondable como la aparición del EI, a menos que se comprendan los complejos e interconectados efectos de la globalización a nivel planetario sobre las comunidades y los individuos.
En todo el mundo, el “desarrollo” globalizado implica, por lo general, un flujo de inversiones externas que se utiliza para construir una infraestructura de energía y transporte. Por ende, esta nueva infraestructura transfiere el locus de la vida económica y política de una multitud de pueblos y ciudades a un puñado de grandes centros urbanos. Esto es lo que sucedió en Ladak. De repente, pueblos que en otros tiempos se habían autoabastecido de alimentos, energía, medicina, conocimientos y habilidades, todo ello creado durante generaciones, se encontraban luchando para sobrevivir. Ya no eran capaces de competir con la ciudad, en donde los alimentos importados subsidiados, el petróleo, los productos farmacéuticos y la ropa de diseño estaban al alcance de una minoría afortunada. La destrucción de la economía y la cultura locales por efecto de la economía mundial también crea lo que puede ser descrito como un complejo de inferioridad cultural.
Cuando llegué a Ladak hace 40 años no había indicios de que los habitantes se consideraran pobres o inferiores. Al contrario, se describían como poseedores de lo suficiente y el estar contentos con sus vidas. Aunque los recursos naturales eran escasos y el clima difícil, los ladakis tenían, de hecho, un notable nivel de vida. La mayoría de los agricultores trabajaban realmente cuatro meses del año, y la pobreza y el desempleo eran conceptos ajenos.
Durante mis primeros años en Ladak un joven ladaki llamado Tsewang me llevó a una aldea remota. Puesto que todas las casas que vi me parecieron particularmente grandes y hermosas, le pedí que me mostrara las casas donde vivían los pobres. Me miró perplejo por un momento, luego respondió: “Aquí no tenemos pobres.”
La seguridad y la percepción de poseer lo suficiente que tenían los ladaki emanaban de un profundo sentido de comunidad: sabían que podían depender mutuamente los unos de los otros. Pero en 1975, año en que Tsewang me llevó a su pueblo, el gobierno indio decidió abrir la región al proceso de desarrollo y la vida comenzó a cambiar muy rápido. En pocos años los ladaki se enfrentaron a la televisión, las películas de Occidente, la publicidad y a una inundación de extranjeros durante las temporadas turísticas. Alimentos subsidiados y bienes de consumo, que iban desde los cedés de Michael Jackson a juguetes de plástico y a videos de Rambo y de pornografía, se diseminan por los nuevos caminos que trajo el desarrollo. La economía mundial devoró a la economía local de Ladak, y la cultura tradicional fue desplazada por la monocultura del consumo.
1986 Ladakh Women's Alliance Exhibition.
Una nueva forma de competitividad comenzó a separar a los ladakis. Dado que los bienes subsidiados provenientes del exterior, artificialmente baratos, destruyeron la economía local, los ladakis se vieron obligados a luchar entre ellos por los escasos puestos de trabajo de la nueva economía del dinero. La competitividad por el poder político también se incrementó. En el pasado, la mayor parte de los ladakis tuvo una influencia y poder efectivos dentro de su propia economía. Pero a finales de los 1970, cuando fueron absorbidos por la economía nacional de la India, con 800 millones de personas y en una economía mundial de 6 billones de personas, su influencia y su poder se redujeron casi a cero. El poco poder político que mantuvieron se canalizó a través de instituciones altamente centralizadas y de burocracias dominadas por los musulmanes en Cachemira. Las presiones competitivas aumentaron aún más, porque el desarrollo sustituye a los abundantes materiales locales con los escasos materiales de la monocultura global: así, la piedra dio paso al concreto y al acero; la lana al algodón y poliéster importados, y el trigo y la leche locales, al trigo y la leche importados. El resultado fue la escasez artificial: las personas que habían resuelto sus necesidades durante siglos con materiales locales estaban ahora, en efecto, en feroz competencia con todos en el planeta.
En Ladak y en otras partes del Sur Global las presiones económicas se refuerzan con los medios de comunicación y la publicidad, cuyas imágenes retratan siempre a los ricos y hermosos viviendo una glamorosa y emocionante versión del Sueño Americano. La televisión por satélite difunde hasta los rincones más remotos del mundo, con series como El sexo y la ciudad, haciendo que la vida de la aldea parezca, por contraste, primitiva, atrasada y aburrida. Se consigue que los jóvenes, en especial, se sientan avergonzados de su propia cultura.
El impacto psicológico en Ladak fue súbito y duro: ocho años después de que Tsewang me dijera que en su pueblo no había pobres, lo escuché diciendo a los turistas: “si pudieran ayudarnos, los ladakis somos tan pobres”. El debilitamiento de la autoestima cultural es un objetivo implícito de muchos mercadólogos, que promueven sus marcas transmitiendo un sentimiento de vergüenza sobre los productos locales. Un ejecutivo estadunidense de publicidad en Beijing admitió que el mensaje que hoy se le repite incesantemente a las poblaciones del Tercer Mundo es “lo importado equivale a bueno, lo local es igual a basura.”
Fotografía de Norberg-Hodge con mujeres ladaki, 1986.
Sin embargo, las imágenes de la publicidad y de los medios no denigran sólo a los productos locales: también a los habitantes. En Ladak y en todo el mundo, los estereotipos unidimensionales de los medios de comunicación se basan casi invariablemente en un modelo de consumo occidental urbano, rubio y de ojos azules. Si usted es un agricultor o tiene tez oscura, debería sentirse, supuestamente, inferior y atrasado. Así, la publicidad en América del Sur y en Tailandia lanza exhortos para que los habitantes “corrijan” el color oscuro de sus ojos con lentes de contacto azules: “¡Tenga el color de ojos con el que hubiera deseado nacer!”. Por la misma razón, muchas mujeres de piel oscura utilizan en todo el mundo peligrosos productos químicos para aclarar su piel y cabello, y hay mujeres asiáticas que se someten a cirugía para que sus ojos parezcan más occidentales. Pocos en el sur han sido capaces de soportar este ataque a su autoestima individual y cultural. Hace unos años visité la parte más remota de los masais en Kenia: me habían dicho que se trataba de una región que había resistido las presiones de la monocultura del consumo, en donde las personas aún conservan un acendrado sentido de dignidad y orgullo. Así que me horroricé cuando un joven líder masai me presentó a su padre diciendo: “Helena está trabajando en los Himalaya con personas que son más primitivas de lo que somos”. El anciano respondió “eso no es posible: nadie podría ser más primitivo que nosotros”.
El ascenso del fundamentalismo en Ladak
Los ladakis no solían identificarse como budistas o musulmanes, refiriéndose en cambio a su núcleo familiar o su pueblo de origen. Pero eso comenzó a cambiar debido a la competitividad intensificada producto del desarrollo. El poder político, que antes estaba diseminado en los pueblos y aldeas, quedó concentrado en burocracias controladas por el estado de Cachemira, del que Ladak es parte, como estado dominado por los musulmanes.
En la mayoría de los países, el grupo en el poder tiende a favorecer a su propia clase, mientras que el resto suele ser discriminado. Ladak no fue la excepción. Los empleos de representación política y en el gobierno —prácticamente los únicos disponibles para los ladakis educados formalmente— se asignaron de manera desproporcionada a los musulmanes. Así, las diferencias étnicas y religiosas, antes puestas de lado, comenzaron a cobrar una dimensión política y a causar amargura y enemistad en una escala hasta ese momento desconocida.
Los jóvenes ladakis, para quienes la religión había sido sólo otra parte de la vida cotidiana, tomaron medidas exageradas para demostrar su afiliación religiosa y su devoción. Los musulmanes comenzaron a exigir a sus esposas e hijas que se cubrieran la cabeza con chales. En la capital, los budistas comenzaron a difundir sus oraciones por altavoces, con el fin de competir con la llamada al rezo musulmán. Las ceremonias religiosas que alguna vez se llevaron a cabo con toda la comunidad, budistas y musulmanes por igual, devinieron ocasiones para hacer ostentación de riqueza y de fuerza. En 1987 las tensiones entre los dos grupos desembocaron en la violencia. Esto en un lugar en donde la memoria viva no registraba ningún conflicto entre ellos.
Ladak, imán para el turismo.
En los años subsecuentes conocí a varios jóvenes ladakis que me dijeron estar dispuestos a matar a personas en nombre del Islam o el budismo. Eran jóvenes que no habían tenido mucha cercanía con las enseñanzas tradicionales de sus respectivas religiones. En cambio, tendían a ser los que se habían modelado cuidadosamente con Rambo y James Bond, y psicológicamente más inseguros. Por otro lado, quienes lograron mantener sus conexiones más profundas con la comunidad y con sus raíces espirituales, en general proyectaban la suficiente fortaleza psicológica para conservar su tolerancia y amabilidad.
Podría ser sorprendente para algunas personas saber que los ladakis más propensos a la violencia eran por lo general los educados al estilo occidental. Esta característica del desarrollo—que se considera usualmente como un beneficio incontrovertible— alejó a los jóvenes de las habilidades y los valores más adecuados para vivir en la meseta tibetana, sustituyendo esos atributos con una educación adaptada a un estilo de vida consumista que por siempre estará más allá del alcance de la mayoría. Maltrechos por los sueños imposibles que sus escuelas, los medios de comunicación y la publicidad les endosaron, muchos jóvenes se encontraron indeseados, frustrados y enojados.
La historia de Ladaki no es inusual. El aumento de las divisiones, la violencia y el desorden civil en todo el mundo son un efecto previsible de la tentativa de forzar a los pueblos y culturas diversas para que se integren a la monocultura del consumo. El problema es particularmente grave en el Sur Global, en el que personas de orígenes étnicos diferentes son arrojadas a las ciudades, separándolas de sus comunidades y de sus amarres culturales, en donde enfrentan una competencia despiadada en lo que toca al empleo y a las necesidades básicas de la vida. En la situación intensamente desmoralizante y competitiva que enfrentan, las diferencias de cualquier tipo se tornan cada vez más importantes, y ello favorece que pueden estallar violentamente las tensiones entre diferentes grupos étnicos o religiosos.
Puesto que las comunidades rurales y las economías locales en el Norte Global están siendo desgarradas por muchas de las mismas fuerzas destructivas que operan en el Sur Global, no debería causar sorpresa que también aquí los efectos sean similares. El fundamentalismo cristiano, por ejemplo, ha echado raíces en el corazón rural de los Estados Unidos en la misma tasa en que aumenta la hostilidad hacia los inmigrantes, musulmanes y de otras minorías étnicas. En toda Europa se desata la hostilidad contra los inmigrantes y sus hijos, no sólo en lo que toca a la reciente afluencia desde Siria sino también con respecto a los inmigrantes que han vivido en Europa durante décadas. Muchos de estos inmigrantes viven a las orillas de ciudades glamorosas, cuya riqueza es como una cruel burla. Por otra parte, los movimientos neonazis han ganado fuerza en países como Grecia. Ahí el partido “Amanecer Dorado” culpa a los “inmigrantes ilegales” de los males económicos del país y no a los “ajustes estructurales” que fueron el precio de los recientes rescates.
Al mismo tiempo podemos ver, incluso en nuestra propia cultura, que quitarle a los hombres su amor propio y su capacidad para proveer a su familia y a ellos mismos es una receta para la violencia. Una violencia que se dirige generalmente al “otro”, sean los refugiados, grupos religiosos o raciales o incluso contra las mujeres y los niños de su propia comunidad.
No obstante la clara conexión entre la expansión de la monocultura global y los conflictos étnicos, en Occidente se responsabiliza a la tradición y no a la modernidad, culpando a los “antiguos odios” cuyas brasas se han mantenido vivas bajo la superficie durante siglos. Sin duda, la fricción étnica es un fenómeno anterior al colonialismo y a la modernización. Pero después de cuatro décadas de documentar y analizar los efectos de la globalización en el subcontinente indio, estoy convencida de que la vinculación con la economía global de consumo no solamente exacerba las tensiones existentes: en muchos casos literalmente las crea.
El arribo de la economía mundial rompe las estructuras construidas a la escala de los seres humanos, destruye los lazos de reciprocidad y de dependencia mutua y presiona a los jóvenes para que sustituyan su propia cultura y sus valores con los valores artificiales de la publicidad y los medios de comunicación. De hecho, eso significa rechazar la identidad propia y rechazar su propio ser. En el caso de Ladak es evidente que los “antiguos odios” no existían previamente y que no se les puede achacar la súbita aparición de la violencia.
Reducción de la violencia
La estrategia a largo plazo para detener la propagación de la violencia étnica y religiosa es revertir las políticas que hoy promueven el desarrollo del tipo crecimiento-a-cualquier-costo. En la actualidad los tratados de libre comercio, uno de los principales motores de la globalización, están presionando a los gobiernos a invertir en infraestructuras de escala cada vez mayor y a subvencionar a las corporaciones gigantes, de libre movimiento, en detrimento de millones de pequeñas empresas locales y nacionales.
La creación de una monocultura global basada en la imagen de Occidente se ha evidenciado como desastrosa en muchos casos, pero ninguno más importante que el de la violencia que se ejerce sobre las culturas que, para darle cabida al proceso de globalización, deben ser despedazadas. Cuando la violencia se sale de control, debe hacernos conscientes del pesado costo que tiene la nivelación mundial de todos los sistemas sociales y económicos, muchos de los cuales, en cuanto a sostener las necesidades de su gente, son mejores que el sistema con el que se les pretende sustituir.
Hasta hace unos 500 años, las culturas locales en todo el mundo fueron el producto de un diálogo entre los seres humanos y un lugar en particular, creciendo y evolucionando de abajo hacia arriba como respuesta a las condiciones locales. Las culturas han absorbido y reaccionado a influencias externas, como el comercio; pero el proceso de conquista, colonialismo y desarrollo que ha afectado a gran parte del mundo es fundamentalmente diferente al que antes sucedía: el cambio se ha impuesto desde el exterior y por la fuerza. Y desde el final de la Segunda Guerra Mundial, las fuerzas que desmantelan las economías locales han adquirido un poder de gran alcance.
Niñas ladaki.
En la actualidad, la inversión especulativa y las empresas transnacionales transforman todos los aspectos de la vida —la lengua de la gente, su música, sus edificaciones, su agricultura y la manera de ver el mundo—. Esa forma vertical de cambio cultural, de arriba hacia abajo, opera en contra de la diversidad, en contra del tejido mismo de la vida. En última instancia, el modelo occidental que se impone a la fuerza en el mundo no es replicable: los economistas que atienden solamente a las indicadores estadísticos que les señalan si las economías son saludables o están “creciendo lo suficientemente rápido”, no hacen los cálculos necesarios para comprobar si la Tierra tiene los recursos suficientes para sustentar sus modelos abstractos.
Resulta poco más que un engaño cruel el prometer a los pobres que el desarrollo y el libre comercio les permitirán vivir como los estadounidenses o los europeos, quienes consumen diez veces más de lo que les correspondería en un reparto justo de recursos. El Sueño Americano es una imposibilidad física, y es accesible sólo para una pequeña minoría. Luego entonces, no es de extrañar que el creciente aumento de la pobreza y la degradación conduzcan a un creciente rencor hacia los occidentales, especialmente los estadunidenses, quienes son vistos como los principales autores y beneficiarios de la economía mundial. Y ello, no obstante que el Sueño Americano también está fuera del alcance de la mayoría de los estadunidenses.
Es vital que en Occidente cambiemos inmediatamente a un modelo económico descentralizado, menos intensivo en el uso de recursos. Pero de igual urgencia es cambiar las políticas de desarrollo para un Sur menos dependiente del petróleo y menos industrializado, en donde una estrategia basada en la energía renovable descentralizada sería más accesible y menos costosa de implementar, que persistir en la ruta energética centralizada y de un alto índice de generación de emisiones de carbón. Mejorar las condiciones de las aldeas, pueblos y regiones es una estrategia que puede contribuir también a frenar la malsana ola de urbanización: la despoblación de las zonas rurales que está vinculada estructuralmente a la globalización dirigida por las corporaciones privadas. Asimismo, debemos examinar críticamente las propuestas bien intencionadas, como los objetivos de la ONU acerca del desarrollo sostenible, que piden más “ayuda” para el Sur Global con el fin de aliviar la pobreza (una presunta causa del terrorismo). Eliminar la pobreza es ciertamente una meta encomiable, pero la mayor parte de la ayuda económica se orienta a la exportación y, en realidad, aumenta la pobreza al tiempo que ata más firmemente a los individuos a la economía global, sobre la cual no tienen ningún control, socava la aptitud de las comunidades y de naciones enteras para producir con el fin de solventar sus propias necesidades, mantener su propia cultura y determinar su propio futuro; ese tipo de “asistencia” no puede impedir ni la pobreza ni el terrorismo. Como ampliación de la desregulación, tal “ayuda” permite sobre todo que las empresas internacionales exploten la mano de obra, los recursos y los mercados a nivel mundial.
Lo que se necesita es un cambio de la globalización a las economías locales junto con lo que llamo «el contra-desarrollo», iniciativas que aumenten la autonomía al tiempo que proporcionan información para equilibrar las idealizadas imágenes de la cultura del consumo que son diseminadas por la educación occidentalizada y los medios de comunicación.
Durante 40 años, Local Futures ha promovido una serie de iniciativas con los ojos puestos en dichos objetivos. Nuestros esfuerzos han incluido un programa que demuestra que las tecnologías de energía renovable en pequeña escala, principalmente solares e hidráulicas, mejoran la calidad de la vida sin atar a las personas a la economía de los combustibles fósiles. Destaco que nuestro trabajo también ha intentado deconstruir la seducción de la cultura del consumo. Hemos expuesto un cuadro más completo de la vida urbana moderna, compartiendo información acerca de los graves problemas de delincuencia, desempleo, soledad y alienación en Occidente. Al mismo tiempo, hemos destacado los diferentes movimientos que buscan fortalecer a la comunidad y a las economías locales, regenerar una agricultura más sana y fomentar una conexión más profunda con el mundo viviente.
Niños de Leh en el área comercial.
Resulta paradójico que este tipo de esfuerzos hayan creado una conexión más cercana entre los occidentales y la gente del Sur Global; incluso hemos dado apoyo para que conozcan el Occidente por medios de “reality tours”. En Ladak hemos llevado a cabo programas que permiten a los occidentales experimentar la vida tradicional de la aldea. El interés y la participación de estos occidentales en la cultura de Ladak y en la agricultura ha contribuido a contrarrestar los despectivos mensajes transmitidos por los medios occidentales.
Trabajando estrechamente con los líderes indígenas, nuestros esfuerzos se han dirigido, en esencia, a contrarrestar y brindar alternativas a los modelos de desarrollo global basados en la deuda y los combustibles fósiles. Para que este enfoque se replique, necesitamos con urgencia de grandes campañas educativas, así como un mayor diálogo entre las organizaciones de base del Norte y del Sur. Necesitamos un movimiento que pueda cabildear con los gobiernos y la ONU, bajo la premisa de que la forma más efectiva en que los gobiernos pueden contribuir a la reducción de la pobreza y la violencia no pasa por escalar la financiación para el desarrollo, sino por hacer retroceder a las fuerzas de la globalización.
Tales fuerzas son avaladas por los gobiernos a través de los tratados de libre comercio, de las inversiones en infraestructura basadas en el comercio, y de un amplia gama de subsidios y exenciones tributarias (y mucho más) para las corporaciones globales. Retirar ese apoyo es un paso necesario para revertir la ola de resentimiento y enojo que se propaga en gran parte del Sur Global.
Tejiendo en comunidad.
Reequipamiento de casas mediante arquitectura solar pasiva.
Es trágico que las principales “soluciones” al problema del terrorismo sean el uso bombas inteligentes, los ataques de drones y los programas de vigilancia de cobertura mundial. Al mismo tiempo, los gobiernos continúan socavando la identidad cultural por medio de políticas de promoción de una monocultura global que beneficia a las empresas multinacionales y los bancos. Tales políticas sólo engendran más desesperación y fanatismo entre las personas que ya se sienten traicionadas y privadas de sus derechos. Si, en cambio, se alienta un diálogo más profundo entre las personas del Norte y del Sur, al tiempo que cambiamos nuestras políticas económicas para apoyar las economías locales y nacionales, estaríamos en la ruta hacia un mundo más armonioso.
[1] Traducción de José Luis Mariño
Fuente: <https://www.filmsforaction.org/articles/globalization-and-terror/>
[2] Fundadora y directora de Local Futures (Sociedad Internacional de Ecología y Cultura). Pionera del movimiento de la “nueva economía”, el cual desde hace 30 años promueve una economía de bienestar personal, social y ecológico. Es productora y codirectora del documental La economía de la felicidad y autora de Ancient Futures: Learning from Ladakh. Se ha hecho merecedora a varias distinciones y premios por su trabajo pionero en Ladak y por su contribución a “la revitalización de la diversidad cultural y biológica y el fortalecimiento de las economías y comunidades locales en todo el mundo.”