Ricardo Melgar Bao, amigo por siempre

 

Escribir una reseña sobre mi amigo, hermano, paisano, maestro Ricardo Melgar Bao es lo más difícil y lo más fácil que haya hecho en mi vida. Lo más difícil, porque hay tanto qué decir y contar de él que temo dejar algo importante sin mencionar. Y lo más fácil, porque lo que me impulsa a escribir es la gran amistad que compartimos a lo largo de más de 30 años.

Nuestras familias, los Melgar-Tísoc y los González-Van Ronzelen, se unieron en una gran y profunda amistad al poco tiempo de que mi esposo, José Luis, y yo llegáramos de Perú a México hace más de 30 años. Entonces conocimos a los queridos Hilda y Ricardo: alegres, bromistas, generosos, profundos, cultos, acogedores, solidarios, brillantes en sus ideas, comentarios y sabios consejos.


De izquierda a derecha: Hilda Tisoc, Ricardo Melgar y Teresa Van Ronzelen, 2009. Foto: Archivo familiar

Ricardo tenía una gran curiosidad y capacidad de entender y profundizar en temas tan diversos que fácilmente se convertía en un experto al respecto. Habrán muchos, muchísimos amigos y colegas de Ricardo que hablen sobre su destacadísima trayectoria intelectual, académica y profesional. Mi honor es de hablar de Ricardo como persona, como el excepcional ser humano que fue y la profunda huella que ha dejado en tantas personas afortunadas, entre las que me encuentro.

Así que cierro los ojos y me pregunto qué es lo primero que me viene a la mente. Y es el gran y profundo amor que Ricardo siempre tuvo por su esposa Hilda y por sus hijos, Dahil y Emiliano. Hilda y Ricardo, siempre juntos, con el amor incondicional de Dahil, afrontaron con una fuerza y positivismo admirables todo lo que se cruzó en sus vidas.

Ricardo fue un esposo amoroso que se entregó en cuerpo y alma a los cuidados de Hilda cuando la vida tocó su salud, después de haber sido ella quien por años dedicara todo su cuidado a la salud de él. Era admirable ver a Ricardo en su dedicación y lucha por encontrar otros caminos de salud para Hilda. Un día que fuimos a pasar el día a su casa nos mostró costales de verduras y frutas para hacer una cantidad enorme de zumos o extractos que ayudaban a su esposa. No se conformaba con un tratamiento, buscaba y complementaba varios a la vez y se volvía un experto en todos.

Todo lo que pudo hacer por Hilda lo hizo con un amor y dedicación admirables, además de lo que su salud le exigía. En todo ese proceso de años, entre lo que le tocó a él y a Hilda, Dahil siempre estuvo con ellos para todo y en todo. Era muy reconfortante ir a visitarlos y, siempre que su trabajo se lo permitiera, encontrar a Dahil tan cariñosa y acogedora como siempre.

En ese sentido, puedo decir, sin temor a equivocarme, que la obra maestra de Ricardo y de Hilda es Dahil Melgar Tísoc. La conocí cuando era una niña muy pequeña, y he tenido la suerte de verla crecer y desarrollarse como persona y como profesional. La quiero, admiro y respeto, y me siento honrada de que nos siga considerando como parte de la familia. La destaco, sí, porque he sido testigo del cuidado, amor, entrega, cariño, generosidad y todo lo bueno que puede tener un ser humano en dar a sus padres hasta el final. Mucho más nos va a seguir sorprendiendo Dahil, digna hija y máximo legado de sus padres, a todos nosotros. Conociendo a Hilda y Ricardo, sé que estarían contentos y orgullosos de que la mencione.

Quisiera contar una anécdota simpática para que se rían un poco. Entre los años 1987-88, Betty Pacheco, economista peruana y también muy amiga de la familia Melgar, era parte del Consejo de Consulta del Consulado del Perú en México. En el Consejo querían hacer un reconocimiento a algún peruano que hubiera destacado en México. Betty inmediatamente pensó en Ricardo y me pidió que le enviara su CV por fax a su oficina, que era el modo de hacerlo en esos años. Le avisé a Betty que estuviera atenta que ya lo empezaba a mandar y un rato después me llamó desesperada y me dijo algo así: “¡Pero qué tal currículum tan extenso tiene Ricardo que hace 15 minutos que siguen y siguen saliendo hojas y no tiene cuándo acabar!” Nos reímos mucho, de cariño y de admiración por la tanta y tan gran producción que tenía. ¿Se imaginan si ese currículum se imprimiera ahora cuánto más tardaría?

A cuántos amigos de Ricardo les podré sacar una sonrisa al mencionar las largas tertulias en las que recordaba y contaba anécdotas de su niñez y juventud en Lima, tan graciosas y con unas descripciones que nos hacían sentir que estábamos ahí. Recordaba perfectamente las calles como si estuviera describiendo fotos de la Lima de mediados del siglo XX. ¡Una delicia!

Ricardo no sólo era peruano y limeño. Era profundamente peruano y limeño. El amor de Ricardo por el Perú nos unía aún más. Ha sido con él con quien más he podido hablar sobre mi peruanidad y la añoranza por mi país. Esas largas, amenas y productivas conversaciones con él ya las echo en falta. Sólo con él podía rememorar tan profundamente. Pero, además confieso que muchas veces le pregunté: “Ricardo, ¿cómo está el Perú ahora?”O “¿hacia dónde va?” E, incluso, “¿qué crees que va a pasar?”. Y con esas frases mías, comenzaba él a enriquecerme, explicarme, enseñarme tantas y tantas cosas de mi propio país que no sabía o no entendía. Ya no hay quién me explique más las cosas. Nadie como él. Profundizaba mucho en todo. Estaba enterado de todo. Leía todo. Recordaba todo. Si le preguntaba quién era el alcalde de Magdalena, él lo sabía. Pero ¿cómo podía saber tanto y recordarlo? Pues porque era un genio, así de simple. Y digo un genio, porque los verdaderos genios son humildes y sencillos, y jamás hacen sentir menos a los demás por no saber lo que ellos saben; por el contrario, iluminan a quienes así lo desean. Así fue siempre Ricardo. Nunca dejaba de sorprenderme, y me preguntaba yo de dónde sacaba tiempo para guardar en su cerebro tanta información y, además, dedicarle momentos a su familia, su trabajo y sus amigos. Creo que para él las horas duraban mucho más que para nosotros.

Ricardo fue un ejemplo de lo que un peruano puede hacer por su país desde donde a uno le haya tocado vivir. Incansable estudioso e investigador de la realidad peruana, con la claridad que puede tener alguien que conoce su historia, su geografía, sus culturas, política, economía, etc. Una visión global, hasta en lo más actual y específico que le permitía tener una claridad enorme para hacer proposiciones en aras del avance y la mejora en muchos aspectos fundamentales para un desarrollo integral e incluyente de la sociedad peruana. Consciente de la importancia de la educación, nunca dejó de enseñarnos, ilustrarnos y animarnos a hacer lo mismo. Creó una cadena enorme de gente que se comprometió con él a no caer en la indiferencia ni el desánimo.


De izquierda a derecha: José Luis González y Ricardo Melgar, 2015. Foto: Archivo familiar

Se puede hacer mucho si se quiere, y hay que querer. Hasta en un almuerzo de amigos, donde siempre había comida peruana, no sé qué era más delicioso saborear, si la deliciosa comida o escuchar de una manera tan amena y rica la historia del plato que estábamos degustando. Todo tenía una explicación, una razón de ser, todo venía de algo con sentido y era parte de nuestra identidad, lo cual valorábamos y entendíamos mejor gracias a Ricardo. Y luego, la música: los valses, los tonderos, los landós, las polkas y las marineras; todo con historia, haciéndonos sentir y escuchar los acordes más claros, finos y nuestros. Esos ratos enriquecedores nos llenaban de orgullo y nos infundían el compromiso de difundir y estudiar más nuestro propio país para que nuestro grano de arena no se perdiera ni en el olvido ni en la distancia.

Párrafo aparte y en mayúsculas amerita mencionar la profunda y gran amistad de Ricardo y José Luis González Martínez, mi esposo. No creo exagerar si digo que se querían como hermanos. Se propusieron escribir un libro juntos y lo lograron. Así fue que escribieron, a cuatro manos, Los combates por la identidad. Resistencia cultural afroperuana (México, Ediciones Dabar, 2007). ¡Y cómo se divirtieron en el proceso! Ricardo nos llamaba por teléfono cuando quería saber cómo iban las tareas que se habían encargado, y me decía siempre: ¡Pásame con el verdugo! Los vi reírse y divertirse muchísimo, tanto que no parecía que estuvieran escribiendo un libro.

A Ricardo le quedó tiempo para preocuparse por la salud de José Luis. Ya he mencionado que sólo me puedo imaginar que pudiera hacerlo porque sus horas eran diferentes a las nuestras y duraban más. Porque cuando en sus investigaciones médicas encontraba algo que le podía ayudar a José Luis, me llamaba y, a paso de polka, me mandaba a conseguir el remedio y dárselo, con dosis y todo. Y si yo no sabía dónde conseguirlo se encargaba de que lo hiciera a toda costa.

Por último, permítanme compartir con ustedes, queridos amigos de Ricardo, parte del último mensaje escrito que me mandó:

“Querida Techi: El coronavirus se fue, no sus secuelas crónicas y ascendentes. Es cosa de risa la adversidad, así la tomo, así debe tomarse. Mirar la otra cara de la Luna. … y me río porque recuerdo ese cuento maravilloso de Julio Cortázar, “Viaje a la semilla”. Y me vuelvo a reír. Me hizo reflexionar mucho un relato de Flores Magón acerca de la muerte en que invita a dibujarla de manera hedonista y seductora. La muerte no es el final del túnel, no es el límite, es tan solo un umbral para lo que de energía leguemos. Eso pienso y me vuelvo a reír. La versión de Alfredo Torero sobre la muerte preparada lúdicamente por Arguedas en clave andina es bien interesante. Lo que no he podido procesar, porque mi anclaje cultural limeño es muy pegajoso, es pensar en la música o en el baile como lo hacen nuestros afrodescendientes. Hilda se despidió desde antes de partir escuchando y compartiendo “Gracias a la vida”, y así la velamos y así se fue. Cosa de risa la vida, cosa de risa la enfermedad y los achaques, cosa de risa la muerte”.